Había que largarse de la calle ya. Deshacerse de la pipa.
Entrar en la urbanización.
Entrar en el seguro mundo de los chalés.
Corrió más rápido que Usain Bolt por los jardines, hacia el centro comercial de Sollentuna.
Echó un vistazo por encima del hombro. Bajó a la estación. Se subió a un tren de cercanías.
Más tarde habló con Mahmud. Después de algunos minutos, había llegado de frente un coche pintado y había parado al árabe. Los polis no encontraron gran cosa. Un cargador de móvil, una sudadera con capucha que era de Babak, una cajetilla de cigarrillos. Pero no había armas. Dijeron que habían visto a Jorge en el coche, pero daba lo mismo. No podían demostrar que habían conducido como locos por la urbanización. Qué clase.
Al mismo tiempo: una historia bochornosa.
Jorge dijo a Mahmud que no le contara nada a Babak.
De nuevo en la casita. Jorge se dio la vuelta. Detrás de él: dos trípodes. Una pizarra blanca. Una pantalla de cine.
El ruido del goteo otra vez. Tenía que entrar agua por algún lado.
Delante de él: siete chorbos.
Mahmud estaba más cerca de él, sentado en una silla de madera. Vestido de chándal, como de costumbre. Las rayas Adidas como símbolos tribales para el colega. Arrugas bajo los ojos; él y Jorge llevaban toda la noche preparando cosas.
En el sofá: Sergio, Robert y Javier. Parecían atentos. Charlaban. La mar de cómodos.
En la butaca grande estaba Jimmy. Acomodado, tranquilo de forma natural.
En las dos sillas de plástico que habían cogido del jardín estaban Tompa y Viktor.
Viktor, con pinta de estar nervioso. Tom estaba en forma; contaba chistes sin parar: viejos como los jubilatas. «¿Qué ves cuando miras a los ojos a una rubia? El interior del cogote».
Al menos aliviaban la tensión.
Jorge lo pudo comprobar: todo el grupo estaba reunido.
Y ahora: el equipo tenía su primera reunión formal, y eso era algo que se la ponía tan tiesa que le dolía la polla.
La casita era de la vieja de Jimmy. Al parecer, el tío había pasado todas las vacaciones de verano aquí cuando era crío. Jorge pensó: «Qué locura; ¿qué cojones había hecho el tipo allí todos los veranos?». No había nada allí. Y la única hierba era la que se zampaban las vacas.
Aun así, Jimmy dijo que había disfrutado como un tonto en ese lugar.
—Ya sabes, estamos a solo cien metros del lago.
Jorge pensó en sus propios veranos cuando era crío. Su madre, que se había llevado una manta y una botella de plástico llena de zumo concentrado mezclado con agua. Picnics en el parque detrás del centro comercial de Sollentuna. Su madre, Paola. Y el hijo de puta que él quería borrar de la memoria: Rodríguez.
«Tierra virgen», decía su madre. Como si un parque de unos pocos centenares de metros cuadrados fuera naturaleza salvaje.
Jorge repasaba en su interior lo que ya se había hecho. Uno de los principios del Finlandés: no valían las listas escritas; podrían convertirse en pruebas letales para los maderos después. Pero J-boy tenía buena memoria. Esto le llenaba el coco durante el día.
La semana pasada: Tom Lehtimäki había conseguido ocho móviles sin estrenar a través de un borracho que los había sacado de dos tiendas The Phonehouse diferentes; había elegido sitios sin videovigilancia. Tompa le dio un billete de quinientos y una botella de whisky por las molestias.
Además: Tom había conseguido
walkie-talkies
de una tienda de Teknikmagasinet. Podrían tener que hacer cosas que no se pudieran rastrear a través de las redes de telefonía móvil. Tom hizo la misma jugada con eso: pidió al borracho que comprara todo para que nadie le viera manejar los cacharros. Tiró los recibos en una boca de alcantarilla.
Los otros chavales: se habían ido de gira de mangoneo. Habían pillado cubos, palanquetas, hachas, bidones de gasolina, destornilladores, caballetes, pegamento de aerosol y otras cosas que pudieran necesitar.
En el súper del centro comercial de Sollentuna, el propio Jorge compró treinta rollos de papel de aluminio. La cajera preguntó si tenía intención de forrar las paredes de aluminio. No podía saber que esa, precisamente, era la idea.
Jorge se puso en pie como un tutor de secundaria. Quería esperar hasta que todo el mundo estuviera callado. Nada de aclararse la garganta. Nada de «Oye, chicos, ya vale, ¿no?» ni mierdas del estilo. Solo esperar. Él: el líder.
Algunos segundos después: pillaron la indirecta. Se tranquilizaron. Se echaron hacia atrás en sus asientos. Lo miraron.
—Chavales —dijo Jorge—, hoy es nuestro día. Es la primera vez que estamos todos juntos. Así que quería explicar todo el asunto para todos. No cada detalle exacto, pero sí la mayoría de las cosas. Quiero que os quedéis con los principios básicos de este golpe. Si pasa algo, si alguno de vosotros desaparece o lo que sea, los demás tienen que estar preparados para entrar y asumir sus tareas. ¿Lo pilláis?
Jorge había preparado su discurso. Tenía que mostrarse profesional ante los chicos.
—Es posible que tengamos que vernos de esta manera más veces. Vamos a tener que trabajar juntos en algunas cosas. Vamos a arreglarlo.
Oyó cómo las palabras del Finlandés salían de su propia boca.
—Quería empezar poniendo algunas palabras en esta pizarra. Cosas que debemos tener en cuenta. Reglas que hay que seguir. Creedme, si nos equivocamos, todo puede irse a la mierda, todo. —Jorge comenzó a escribir mientras explicaba—. Todos tenéis que dejar vuestras propias historias. Y sé que sabéis a qué me refiero.
No hacía falta decir más. Todos lo sabían: Javier traficaba con hierba y salía de putas cuatro noches por semana. Robert se dedicaba a la extorsión cada cierto tiempo. El Viktor ese rematriculaba coches de lujo alemanes robados y los vendía a través de su empresa.
—Dejáis ahora mismo cualquier negocio que no sea puro como la nieve. Si me entero de que alguien de vosotros va a su puto rollo, tendrá que responder ante mí.
Siguió escribiendo algunas reglas.
Nada de pimplar seriamente.
Nada de drogas.
—Es lógico. Si estáis borrachos o colocados, siempre se os va la lengua. Largáis más cosas que el ejército americano. Siempre pasa.
Siempre aparcar el coche de manera legal.
—Si aparcáis mal, pagad la multa y no olvidéis tirarla lejos del barrio en el que vivís después de pagarla. Si no, la pasma la puede encontrar y enterarse después de dónde habéis estado. Siempre tenéis que dejar que otra persona vaya en un coche por delante si lleváis cosas calientes.
Pensó otra vez en la persecución en Sollentuna. Si hubieran tenido un coche que fuera por delante, que era lo que Jorge recomendaba ahora, posiblemente nunca habría ocurrido.
Continuó enumerando reglas.
Nada de notas recordatorias.
Nada de SMS.
Nada de tocar cosas importantes sin guantes.
Lo más importante de todo: nada de parloteo con nadie sobre esto. Ni siquiera novias/
homies
/hermanos.
Nadie.
—¿Lo habéis pillado?
Jorge les echó una mirada cabreada. Uno por uno. Estos no eran unos tíos que tragaban mierda. Estos eran chavales que en circunstancias normales darían de hostias a cualquiera que les provocase. Pero era ahora o nunca. Si no estaban por la labor de seguir las reglas, ya podían largarse.
Después de un rato: Jorge abrió su bolsa. Sacó una funda negra, grande como un reproductor de DVD. Bajó la cremallera. Un proyector. Estuvo un rato toqueteando la cámara de vídeo. Enganchando los cables. Tocando los botones. En realidad, la tecnología no era lo suyo, pero había chequeado este bicho en casa antes.
Salió una imagen en la pantalla. Una carretera borrosa a través de un parabrisas.
—Vemos aquí la entrada a Tomteboda.
La película continuaba. Jorge comentaba lo que estaban viendo. Ya conocía esa zona. La valla alrededor del edificio y los muelles de carga y descarga como pequeños juguetes al fondo. El zum. Las vallas se acercaban, junto con las cámaras de vigilancia, las vías de tren, las entradas, las garitas de control.
El zum: la maciza verja corredera. Con motor propio.
—Mi contacto y yo estamos tratando de averiguar cómo entrar. O bien cortamos un trozo de valla en algún punto, pero eso puede costar demasiado tiempo, o bien la volamos. O, si no, tendremos que forzar esta verja de alguna manera. Ya se arreglará.
Vieron camiones que entraban y salían. Empleados que pasaban por esclusas, pasando sus tarjetas de acceso para poder entrar.
El zum: los guardias de las garitas de control. Recelosos. Atentos.
—Descargarán el transporte de valores en este muelle —dijo—. Pero también hay una cámara acorazada. Si podemos entrar en ella, nos toca el gordo de verdad. La gran pregunta ahora mismo es cómo hacerlo.
Después: unos minutos de rodaje más tarde. Rotondas, carreteras, salidas. Señales colgadas sobre la carretera: Estocolmo Centro, Solna, Sundbyberg. Al final: imágenes de las comisarías. Solna. Kronoberg. Södermalm. Sobre todo: largas secuencias que mostraban las salidas de los garajes. Jorge pulsó el botón de pausa. Congeló la imagen en la última secuencia: la salida del garaje de la comisaría de Västberga.
Se esforzó en no hablar con demasiada chulería.
—Comprenderéis que este golpe es especial. Piensan que nadie se atreverá a atacar el almacén central de los transportes de dinero en efectivo porque está tan cerca del centro. Y es ahí donde nosotros entramos en acción. Vamos a noquear a la pasma como si fueran unos bolos.
Jorge hizo una pausa de efecto. Trataba de ver la reacción de los chicos. ¿Lo pillaban? Iban a cargarse a los polis, como auténticos terroristas del
cash
.
Sergio fue el primero en abrir la boca.
—No lo pillo, tío. ¿Cómo vamos a noquear a la pasma de Estocolmo si están por todas partes?
Jorge sabía que se le notaba la sonrisa socarrona. El momento culminante del plan. Las ideas del Finlandés. El golpe que marcaba la diferencia entre auténticos gánsteres y los pringados aficionadillos, el elemento que les daría un estatus de leyenda.
—Habéis visto las imágenes de las comisarías y los garajes, ¿verdad? No vamos a utilizar helicópteros o cosas parecidas para entrar en Tomteboda, ya sabéis qué puede pasar cuando intentas hacer cosas demasiado rimbombantes. Nada, vamos a noquear a la pasma sin más. Asegurar nuestra fuga.
Otra pausa. Jorge miró a su alrededor.
Los tipos estaban callados.
El goteo sonaba de fondo.
Jorge pensaba otra vez en las cuestiones que tenían pendientes. ¿Cómo forzarían la valla? ¿Cómo entrarían en la cámara? Después enfocó su propia gran pregunta: ¿cómo se la jugaría al Finlandés? Ni siquiera había mencionado el asunto a Mahmud.
Pero ahora tocaba despejar las dudas.
—Joderemos las posibilidades de la pasma —dijo—. Prenderemos fuego en los lugares adecuados. Pondremos a toda la puta ciudad patas arriba.
Algunos de los chicos sonrieron. Parecía que Tom estaba pensando. Viktor negaba con la cabeza.
—¿No lo has pillado, Viktor? ¿O qué pasa? —preguntó Jorge.
—Sí. Sí que lo he pillado. Pero no entiendo qué tiene de fantástico el plan cuando ni sabes cómo vamos a entrar en la cámara. ¿Y de verdad crees que es muy inteligente prender fuego y esas cosas? ¿Sabes cómo lo van a llamar? Atentados terroristas o algo similar.
Jorge no contestó. Se limitaba a mirarlo con desprecio.
Pensó: ¿por qué le vacilaba Viktor? ¿Por qué no se callaba la boca sin más? El tío se comportaba como un pequeño Babak, un pequeño pringado.
Jorge se preguntaba si ese chaval iba a aguantar la presión.
H
ägerström pensó en cómo habían ido las cosas con JW hasta la fecha: muy mal. Alguna que otra conversación en el comedor. Algo de parloteo en el pasillo. Incluso había estado en la celda del chaval, intentando hablar de su familia aristocrática. La misma reacción cada vez. Respuestas educadas. Una actitud agradable. Pero ningún tipo de progreso. Evidentemente, JW estaba interesado en la vida de Hägerström en Estocolmo —le encantaba cuando hablaba de restaurantes y bares del centro, o de la gente que veraneaba en Torekov y Båstad—, pero no quería hablar de lo otro. Hägerström suponía que JW quería ver algo concreto antes de abrirse.
Ya se arreglaría. Hoy, Hägerström iniciaría su plan.
Una manera inteligente de ganarse la confianza de JW.
Una manera fea, dirían algunos.
Pero, en este caso, el fin justificaría los medios. Y además, Torsfjäll había dado su visto bueno.
Hägerström, camino de la cárcel en su Jaguar XK, tenía la cabeza despejada a pesar de que solo eran las siete de la mañana. El coche era un placer en sí mismo. El V8 de cuatrocientos caballos del XK sonaba como si fuera de un coche de carreras. Pero lo que le había terminado de convencer para comprarlo era el diseño. Las líneas del XK rozaban la perfección. Algunos decían que Jaguar incluso había superado a su E-type con el XK.
En cualquier otro coche, este lujo habría parecido ostentoso. Los coches caros tendían a transmitir una sensación de nuevo rico, al igual que los sistemas de cine en casa exagerados. Además, Hägerström trataba de mantener un perfil bajo ante los colegas. Pero cuando se trataba del Jaguar, no podía resistirse. Era clásico, sin más. Los colegas podrían decir lo que quisieran.
Ya casi pensaba en la cárcel como en un lugar de trabajo normal. Eso era una ventaja. Cuanto más cómodo se sintiera allí, mejor podría interpretar su papel.
Al principio iba y venía todos los días, pero ya que costaba dos horas ir y otras dos volver, sin contar los atascos, los días se hacían muy largos. Después de tres semanas se hizo con un piso en Sala, a dos kilómetros de la cárcel.
A veces volvía a casa los fines de semana, sobre todo para ver a Pravat. Lo mantenía en secreto. Si los demás chapas se enteraban de que tenía un piso en Estocolmo, se harían preguntas. ¿Cómo podía permitirse tener dos casas? ¿No era suficiente con el Jaguar? Si eso, ¿por qué no trabajaba más cerca de Estocolmo? Sin embargo, si, por el contrario, únicamente pensaban que visitaba a alguien de la ciudad de vez en cuando, estaba bien. Ya sabían que acababan de despedirle de la policía en la capital.
Hägerström aparcó el coche en el aparcamiento reservado para el personal fuera de la penitenciaría. Destacaba, como siempre. La mayoría conducía coches medio ramplones como el Volvo V50 o el Passat. Esmeralda sí tenía un BMW de la serie 3, pero ya tenía unos cuantos años y era a un Jaguar XK lo que un reloj Certina a un Patek Philippe.