Una vida de lujo (61 page)

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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

BOOK: Una vida de lujo
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Su voz sonaba estresada. Casi susurraba.

—Jorge.

—Dime, ¿qué pasa?

—Están aquí.

—¿Quién?

—Están llamando a la puerta. Dicen que la van a tirar abajo como no vengas a pagar.

—¿Quién lo dice?

Jorge oyó su propia voz: débil. Notó cómo le subía una ola de calor a la cabeza.

—Vienen de alguien que se llama el Finlandés —dijo Paola—. Dicen que les has engañado. Les he dicho que no estás en Suecia, pero no me creen.

En la cabeza de Jorge: imágenes desagradables. Los ojos asustados de Paola. Jorgito con moratones en la cara. ¿Qué cojones iba a hacer?

Oyó gritos al fondo. Oyó a Paola gritar.

—Largaos. Jorge no está aquí.

Oyó golpes en la puerta.

—Jorge, ¿qué hago?

—¿Está Jorgito contigo también?

—Sí, lo he encerrado en su habitación. ¿Qué les digo?

Jorge miró a la pantalla un poco más allá. Cuarenta minutos para la salida.

Cuarenta minutos para la tranquilidad.

Sujetaba su pasaporte y la tarjeta de embarque en una mano. En la otra, el teléfono móvil. Los gritos de fondo. Los golpes. Ni siquiera podía oír lo que le trataba de decir Paola.

La frase de Mahmud en la cabeza: lo importante era morir cachas; ¿un tío cachas de verdad dejaría a su hermana sola ante el peligro?

—No abras la puerta. Voy para allá —gritó Jorge.

El taxi iba a ciento cuarenta. Jorge le había pasado un billete de quinientas extra. El taxista prometió que conduciría lo más deprisa que se atreviera.

Tardarían por lo menos treinta y cinco minutos hasta Hägersten. Jorge intentó imaginarse la puerta de Paola. ¿Cómo era de gruesa? ¿Cuánto aguantaría? ¿No reaccionarían los vecinos si alguien intentaba forzarla? ¿Debería él llamar a la policía?

La última idea le parecía irreal: nunca había llamado a la policía en toda su vida.

Volvió a llamar a Paola. Ella contestó: el ruido de fondo ya era más alto. Lo peor era su llanto.

—Paola, tienes que llamar a la policía —gritó—. TIENES que hacerlo. Yo cuelgo ahora, y me llamas después de hablar con la policía.

Colgaron.

Jorge esperó.

No había demasiado tráfico en la autovía. Tenía la mirada clavada en la pantalla del móvil.

¿Había alguien a quien pudiera llamar para que llegara antes? Joder, todos sus conocidos que pudieran estar dispuestos a ayudar estaban en el extranjero o arrestados o se habían vuelto totalmente legales. A excepción de Hägerström y JW; pero no, no tenían la madera adecuada.

La pantalla estaba oscura. ¿Por qué no le volvía a llamar?

Jorge seleccionó el último número que había llamado y le dio al botón.

Los tonos pasaban.

El contestador se activó.

Volvió a llamar. Un tono, dos, tres.

Ahora contestó. Nada de ruido. Paola estaba llorando.

—Ya están dentro, ¿entiendes? Me he encerrado con Jorgito en su habitación.

—Estoy de camino. ¿Has llamado a la policía?

Se cortó la llamada.

Jorge trató de llamar otra vez.

Solo: «Este es el contestador automático de Paola. Ya sabes qué hacer después de la señal».

Sujetaba el teléfono con fuerza.

Después hizo algo que había pensado que nunca haría.

Jorge llamó a la pasma.

Veinte minutos hasta la puerta de Paola.

El taxista se saltó más de tres semáforos en rojo. Los peores minutos de su vida.

Vio un coche de policía en la calle.

Subió las escaleras corriendo.

Marcas de color claro en el marco de la puerta donde habían metido la palanqueta. La puerta estaba medio abierta.

Oyó voces de hombres desde el interior del piso.

Echó una mirada por la puerta. Vio a dos policías dentro.

Esperaba que hubieran llegado a tiempo. Al mismo tiempo: no podía entrar si había policías ahí dentro. Trató de escuchar otra vez. ¿La voz de Paola? ¿La voz de Jorgito?

No oyó nada.

Jorge bajó las escaleras.

Llamó a Paola.

Pasaban los tonos.

Un hombre contestó.

—¿Quién es?

Jorge esperaba que fuera uno de los policías.

—Soy el hermano de Paola.

—La tenemos a ella y al chico —dijo la voz.

Se dio cuenta enseguida; había llegado demasiado tarde.

—Putos maricas —dijo—. Déjala que se marche con el niño. No han hecho nada.

—El Finlandés quiere su dinero. El Finlandés sabe que se la jugaste —dijo la voz.

La voz tenía un ligero acento. Jorge no sabía decir de qué lengua.

—¿Qué hostias cuentas? Yo no se la he jugado.

—Lo sabemos. Unos pajaritos han cantado desde el arresto. Apartasteis tres maletines. El Finlandés quiere su pasta.

Joder
.
Maricón
.

Hijodeputacabrón.

Las palabras no bastaban para expresarlo; el maricón de Babak tenía que haber cantado. Jorge se preguntó cómo había salido la información. El iraní estaba con restricciones.

—Suelta a mi hermana y al niño.

—Hagamos un cambio. Tú vienes con el
cash
que robaste, ochocientos billetes. Nosotros te llevamos lo que quieres.

—¿Cuándo?

—Cuando quieras.

—¿Dónde?

—Te llamaremos. ¿Tienes el dinero?

Jorge vio delante de sus ojos las doscientas mil que había entregado a Babak y la bolsa con las seiscientas mil que había dejado a JW para blanquear e ingresar en cuentas extranjeras.

—Sí —contestó.

Capítulo 56

A
hora sí que deberían tener pruebas sólidas.

Dos días después de la caza del alce en Avesjö, JW llamó a Hägerström.

—Muchas gracias por lo del otro día. Estuvo muy bien.

Hägerström esperaba que le dijera algo más. Hablaron de la caza y de la cena durante cinco minutos. Luego llegó. La orden de JW.

—Vente a la asesoría de Bladman, ya sabes dónde está. Me has llevado hasta allí muchas veces. Trae una bolsa, una mochila u otro maletín pequeño.

Hägerström fue hasta el lugar. Torsfjäll le había ordenado, por primera vez, que utilizara un equipo de grabación.

JW le esparaba en la puerta.

—No vamos a entrar aquí.

Siguió a JW. Dieron la vuelta a la manzana y se detuvieron delante de una puerta normal.

JW introdujo un código. Subieron las escaleras.

Otra puerta normal; ponía Andersson en el buzón. JW la abrió con llave y entraron.

Era un piso pequeño. Dos habitaciones. Las paredes estaban forradas de estanterías cargadas de carpetas. Hägerström intentaba no mirarlas demasiado fijamente. Se sentía excitado.

Le había tocado el gordo; este tenía que ser el escondite secreto. La contabilidad secreta que Torsfjäll había estado tan seguro de que tenían.

Por fin. La Operación Ariel Ultra pronto habría terminado.

En una de las habitaciones había un escritorio. Se sentaron uno a cada lado.

JW colocó una mochila sobre la mesa. Hägerström la reconoció, era la que había visto sobre la espalda de Jorge.

JW abrió la mochila. Había una bolsa blanca de plástico con algo que parecía una caja de leche dentro.

Puso la bolsa sobre la mesa.

—Toma, cógela y métela en tu bolsa.

Los ojos de Hägerström estaban clavados en la bolsa.

JW esbozó una sonrisa torcida.

—Relájate. La verdad es que no sé exactamente lo que hay ahí dentro. Pero sé que no es ni droga ni armas químicas ni nada por el estilo.

Puso un sobre en la mesa.

—Aquí está tu billete. El avión sale mañana a las nueve para Zúrich. Coges el tren de alta velocidad a Liechtenstein. Allí dejas la bolsa. Después vuelves a Zúrich y coges el avión de vuelta, a las cinco CET.

Hägerström metió la bolsa de plástico en su bolsa. Pesaba menos de lo que debería pesar una caja de leche. Estaba al noventa y nueve por ciento seguro de que contenía billetes.

—Te doy la mitad ahora y el resto cuando vuelvas a casa —dijo JW—. Lo único que tienes que hacer es pasar las aduanas en Zúrich y después coger el tren. En la estación de ferrocarril metes la bolsa de plástico en una taquilla. Eso es todo.

Hägerström metió el sobre en el bolsillo interior.

—A priori suena más fácil que matar un alce.

—Es diez veces más fácil. Créeme, no hay nada de qué preocuparse.

Por la tarde quedó con Torsfjäll en uno de los pisos donde solían quedar antes de Tailandia. Abrieron la bolsa juntos, ambos llevaban guantes de látex puestos.

—Me ha pedido que haga de burro, está grabado —dijo Hägerström—. Y sé dónde está su material. Por fin lo tenemos.

Torsfjäll puso los fajos de billetes sobre la mesa.

—Escuchemos y miremos.

Escucharon la grabación. Después contaron los billetes con cuidado: seiscientas mil coronas. La mayoría de los billetes estaban manchados de tinta. Torsfjäll cogió unos billetes de quinientas en la mano, los miró a través de una lupa que sacó de su portafolio. Dio la vuelta a cada billete varias veces. Inspeccionó los números, las manchas de tinta.

—No estoy tan seguro de que la grabación nos vaya a ayudar mucho. Pero es dinero del robo de Tomteboda. Este es el dinero de Jorge, estoy totalmente seguro.

—Sí, y esto es mejor aún, me llevo la bolsa a Liechtenstein, así vemos quién la recoge. Detenemos a esa persona, a la vez que detenemos a JW y efectuamos un registro en su local secreto.

—No. Tenemos que esperar. Si detenemos a JW ahora, Jorge desaparece.

—Pero puede ser difícil localizarlo.

—Sí, porque él, evidentemente, ha conseguido pasar este dinero a JW sin que tú estuvieras al tanto. Se largará en cualquier momento, detengamos o no a JW. Pero si arrestamos a JW, él se larga inmediatamente. Hemos puesto vigilancia intensiva en las puertas de embarque de Arlanda, pero este hijo de puta es listo.

Hablaron durante unos minutos más. Después, Torsfjäll quiso terminar la reunión.

El comisario cogió la bolsa con el dinero. Iba a prepararlo, según dijo.

A la mañana siguiente se vieron otra vez en el mismo piso. No eran ni las cinco y media.

Hägerström pensó en Pravat cuando era pequeño y siempre se despertaba a esas horas. Hägerström solía llevarlo al salón, ponerlo en el sofá y tumbarse en el lado de fuera para que Pravat no cayera al suelo. Después, Pravat se pasaba el tiempo jugando con pelotas y piezas y Hägerström se quedaba adormilado media hora más.

Torsfjäll sacó la bolsa de su portafolio y se la tendió a Hägerström.

—Son los mismos billetes, pero ahora todos están rociados con ADN inteligente. Vamos a poder rastrearlos hasta el fin del mundo. El que toque estas cosas lo tendrá sobre los dedos durante al menos tres días.

Hägerström estaba de acuerdo. Era inteligente. Pero seguía sin entender por qué no iban a detener a JW ahora. De todas maneras, Jorge ya estaría viajando a Tailandia. Si detenían a JW, él se estresaría más, y eso le haría menos prudente. Y si tenían a gente en Arlanda, la cosa estaba hecha. Además, él mismo debería poder llegar a Jorge a través de JW antes de eso.

Había algo que no encajaba en el razonamiento de Torsfjäll, pero no había tiempo para discutir con el comisario ahora mismo. Hägerström tenía que marcharse a Zúrich.

No tuvo problemas en Arlanda. Llevaba traje sin corbata. Metió la bolsa de plástico en una vieja maleta que su padre le había regalado veinte años atrás. Era perfecta, porque en cada billete había un hilo de metal fino. Si los llevara en el equipaje de mano juntos, activarían la alarma en el escáner. Llenó la maleta con camisas, pantalones y calzoncillos.

Tenía un billete de ida; con una maleta tan grande, un billete de ida y vuelta para el mismo día podría haber parecido sospechoso.

En el avión, la cabeza le daba vueltas.

Pensó en Tailandia. En su hermano y en sus amigos. Vio la mirada impresionada de JW delante de él. Echaba en falta a Pravat. Odiaba el hecho de que la nostalgia empezara a convertirse en un estado normal.

Pensó en su padre. En 1996, Hägerström llevaba un año como asistente de policía. Había empezado a salir con un chico, Christopher; se habían visto un par de veces en un club de la calle Sveavägen. Solían bailar, tomar chupitos de vodka e ir a casa de Hägerström a follar. En un fin de semana de noviembre, Hägerström se llevó a Christopher a Avesjö. Era antes de que Carl hubiera comprado la casa. En invierno, la casa estaba más o menos solitaria. Papá solía pedir al vigilante que tenían allí que se pasara a echar un vistazo una vez por semana, eso era todo.

Hägerström recogió a Christopher en el portal de su casa de la calle Tulegatan. Era delgado y se había teñido el pelo de rubio. Era femenino de una manera discreta, como a Hägerström le gustaba.

Fueron a Värmdö, Hägerström ponía Back Street Boys en el estéreo del coche. Disfrutaba la música con ironía. Guiñó un ojo a Christopher.
When
we’re alone, girl, I
wanna push up / Can I get it
?
[84]

Hägerström desactivó la alarma de la casa. Encendieron las luces. Se instalaron. Prepararon comida asiática para cenar. Christopher dijo que quería tomar ABC
—Anything but Chardonnay
[85]
—. Hägerström sacó un par de botellas de
sauvignon blanc
de la bodega de papá. Hablaron de cómo manejaban su sexualidad. De la primera vez que habían tenido relaciones con otros hombres. De qué sitios en Estocolmo eran serios y qué sitios solo eran guarros.

Por la noche se echaron en la cama de la habitación de los padres de Hägerström. Se morrearon. Dieron vueltas por la cama de dos metros, besándose. Cerraron los ojos y exploraron.

Christopher sacó un tubo de lubricante de la nada. Hicieron el amor. En medio del acto, Hägerström oyó de repente un ruido en la planta de abajo.

Salió de la cama de un salto.

Alguien estaba llamando desde abajo:

—¿Hola?

—¿Quién es? —contestó él.

—Soy Göran. ¿Eres tú, Martin?

Hägerström se puso los calzoncillos con la velocidad de un rayo. Salió de la habitación.

—Ya bajo. —Y susurró a Christopher que saliera de la habitación.

Fue demasiado tarde. Su padre ya estaba subiendo por las escaleras.

Hägerström lo alcanzó en el vestíbulo de la planta de arriba.

—¿Qué haces aquí?

—He venido con un colega —dijo Hägerström—. Estaba dormido. No sabía que ibas a venir esta noche.

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