Arcaico y profético a la par, Goethe comprendía que la modernidad iba disgregándose ya en una negatividad ambigua, irreductible a cualquier síntesis dialéctica; el
Fausto
no es solamente el poema moderno de la acción, que se redime a sí misma y redime también a sus errores, sino asimismo el poema contemporáneo del «cuidado», de la angustia inherente a la acción, que de alguna forma tiene necesidad de algo distinto, indefinible e indecible. Más tradicional que Hegel, Goethe es reacio a subsumir por completo la poesía del corazón en la prosa del mundo; pero, más anticipador que él, pone en entredicho el mismo fundamento de la modernidad, el principio de la síntesis dialéctica, y abre su obra —por ejemplo, observa Guido Morpurgo-Tagliabue,
Las afinidades electivas
— a una irresolución insuperable, a una fragmentariedad heterogénea e irreconciliable. No se hace ya ilusiones sobre ninguna solución positiva de los contrastes, sobre ninguna superación de lo negativo, la contradicción no puede eliminarse.
Continúa viviendo como un gran individuo, sabiendo no obstante que los grandes individuos están fuera de lugar en el mundo, y esa conciencia de abuso infunde un carácter demoníaco a su regia complacencia. Carlotta von Schiller decía que no tenía ningún apoyo en nada y su vejez, con esa mezcla de sensual jovialidad y abstracta ausencia, no era más que un juego para eludir esa nada —un juego que, por un pelo, le impide alcanzar la estatura de esos seis o siete poetas mayores de la poesía universal, a los que él mismo sabía que no se podía comparar.
Al desencanto, con el que Goethe abarca la historia y la literatura universal moderna, le corresponde la sonrisa de reserva con la que se resguarda de ella (Morpurgo-Tagliabue), evitando el totalitarismo ideológico y social del mundo que surge ante sus ojos. Como experto en el nihilismo moderno, que afecta también a su poesía, Goethe lo plasma en el segundo
Fausto
, ese grandioso y burlesco cabaret de la
Weltliteratur
, pero a veces también se olvida de él y escribe viejos poemillas de circunstancias y fluidos versos convencionales, semejantes a esas poesías con las que se celebra en rima una onomástica o la inauguración de un refugio alpino. Si las mutaciones del mundo lo turban, su poesía es la ley de la vida que se renueva, del «muere y deviene». No tiene recetas ideológicas para esas mutaciones: si alguien esperaba alguna de Su Excelencia el Consejero, aguardando que Su Excelencia —en silencio ante una botella de vino tinto— «hubiera acabado de pensar», Su Excelencia, después de haber pensado, se levantaba y decía: «Le deseo buenas noches.»
1983
Hay grandes libros que, aunque a veces sean generosamente imperfectos, tal vez porque les falta un último retoque que no ha dado tiempo a realizar o porque se ven abrumados, en algún que otro detalle formal y estructural, por su misma riqueza, forman parte —en mayor medida que muchas otras obras hábilmente irreprochables— de las obras maestras de la literatura universal, por la totalidad, la intensidad y la profundidad de vida que contienen y saben hacer revivir.
Las
Confesiones de un italiano
de Ippolito Nievo es una de esas obras maestras, una de las poquísimas novelas italianas (como
Los novios
, con la que puede desde luego compararse) que está a la altura de las grandes novelas europeas del siglo XIX, aunque su grandeza no haya sido admitida del todo —a pesar del obvio reconocimiento, los muchos y señalados estudios críticos y las traducciones— por la conciencia común y la fama internacional.
Hace algunos años uno de los mayores editores alemanes, que estaba preparando una nueva edición de esta obra en Alemania, me hablaba de ella con el entusiasmo de quien quiere proponer a los lectores un libro que, a pesar de todo, está todavía por descubrir, y con la naturalidad de quien publica un clásico que no puede faltar en una colección que se precie. En este sentido Nievo es quizás, en parte, víctima del aislamiento que a veces envuelve todavía hoy a la literatura y en especial a la narrativa italiana del siglo XIX.
Las
Confesiones de un italiano
realizan en gran medida el ideal y la esencia de la novela, la representación de un gran acontecimiento histórico colectivo personificado en una irrepetible existencia individual, con la que se funde indisolublemente sin reducir en lo más mínimo su peculiaridad. La vida de Carlino Altoviti, el protagonista que habla de sí mismo, está tejida dentro de un grandioso fresco histórico que plasma el final del viejo mundo
ancien régime
—identificado sobre todo con la veneranda y decrépita República de Venecia—, las convulsiones de la época revolucionaria y napoleónica, la Restauración y los primeros y contradictorios fermentos del proceso de unificación nacional de Italia, del que el garibaldino Nievo no es sólo un apasionado y activo promotor, sino también su conciencia política y poética.
La grandeza del libro reside en su totalidad, en la presencia simultánea de una fortísima pasión y ecuanimidad épica ante las figuras y los acontecimientos. Su profundo sentido del arraigo en la historia, que le permite componer un cuadro incomparable de los usos político-sociales y captar en plena acción, en su actuación concreta a través de la vida de los individuos, las tendencias y fuerzas históricas de la época, no le impide abrirse con excepcional fuerza y frescura poética a todo aquello que supera la dimensión histórica y no puede reducirse a ella; a la naturaleza, de la que es un extraordinario poeta, o a aquel paso oscuro más allá de la muerte, al que Nievo mira sin concederse ninguna fe, pero con un profundo sentimiento religioso.
El intenso y explícito sentimiento de la vida como hecho moral no ahoga la atención hacia todo aquello que, en la misma vida, traspasa la dimensión ética; no bloquea el encanto y el asombro ante el demoníaco fluir de la vitalidad que no quiere saber de justicias ni virtudes, sin que por otra parte la intrépida mirada a esos seductores e inquietantes remolinos debilite su vigoroso compromiso moral. Del mismo modo, su despiadada crítica de la podredumbre del viejo mundo no excluye una afectuosa ternura hacia el mismo ni el reconocimiento de sus méritos, de la misma manera que el lucidísimo y amargo desencanto por las traiciones y fracasos de los revolucionarios, plasmados sin la menor reticencia, no da al traste con la desilusionada fe en el progreso, por muy lleno que esté de terribles y también repelentes contradicciones.
Las
Confesiones
son un gran libro que afronta la formación de una conciencia ético-política, italiana y europea, y al mismo tiempo también un gran libro impregnado de ternura y sentido del humor, de sterniano amor por las cosas más minúsculas y de profunda pasión. Escritas por un autor que murió sin cumplir los treinta años, las
Confesiones
adolecen, sobre todo en la segunda parte, de defectos y exuberancias, de alguna que otra prolijidad digresiva. Pero constituyen un fresco de la vida entera, amada sin énfasis optimistas y sin ilusiones, y captada a través de una galería de personajes inolvidables que ejemplifican toda la gama y la complejidad, todos los registros que van de lo cómico a lo trágico; baste pensar, por poner sólo un ejemplo, en la figura de la Pisana, tal vez la más hermosa figura femenina de la literatura italiana y ciertamente una de las más hermosas de toda la literatura, digna de esta novela que se aventura con inexorable agudeza por los meandros del Eros, por sus encantos y sus malicias, sus crueldades e insondables ambigüedades. Entre la cocina de Fratta y el mundo, la novela capta toda la vida sin la menor rémora, superando incluso las resistencias de las convicciones del autor, y creando un extraordinario magma lingüístico que conforma uno de los mejores lenguajes narrativos.
Las
Confesiones
son un libro que ayuda a vivir y también a mirar cara a cara a la muerte. En estos tiempos en que Italia parece correr el riesgo de descomponerse, y de volver a hacer al revés el camino descrito en la novela, podría leerse el libro para sacar también de él un amor crítico e ilustrado por nuestro país, y una concepción moderna de él. Al final del libro, Carlino, octogenario, vislumbra el surgimiento de una sociedad futura en la que el progreso general, en su opinión, superará a la multiplicidad contradictoria y ambigua de su mundo, para bien de la historia civil y mal de la novela y la caricatura. Aquí, quizás, se equivocaba, porque la realidad, si acaso, se ha vuelto todavía más caricaturesca.
1992
Hace unos años Solzhenitsin se dirigió a la región de Vandea para rendir homenaje a las víctimas del Terror jacobino durante el dominio de la Convención y la guerra civil y europea de la Francia revolucionaria de 1793. Su gesto no fue sólo un signo de
pietas
respecto a los vencidos de entonces, que la memoria de los vencedores ha ensombrecido en ocasiones, y a los sufrimientos padecidos durante el feroz enfrentamiento ideológico que barrió un orden social mantenido a lo largo de muchos siglos; el peregrinaje de Solzhenitsin quiso negar el Noventa y tres en tanto símbolo de la revolución y raíz del nuevo mundo que surgió de ella.
Esta fecha, el Noventa y tres, que dio título a la novela de Víctor Hugo, ya no es un número que haya que escribir en cifras, sino el nombre de un desmesurado personaje; es el fantasma de una subversión radical de la historia que quedó incompleta y que, hasta hace pocos años, les parecía a muchos el fin último de la historia, una bandera muchas veces caída, pero destinada a ser levantada de nuevo cada vez y, un día indefinido, izada en un mundo renovado.
Ahora un descrédito igualmente generalizado rodea a la idea de revolución y a sus principales realizaciones históricas, desde la francesa a la rusa, dejando a un lado solamente a la inglesa, entendida como un momento, por muy incisivo que se quiera, de evolución, exento de
pathos
milenarístico.
El
revival
vandeano, que no constituye sólo un debido homenaje a los vencidos y a su coraje, es muy distinto a la crítica liberal y democrática, que rechaza el Terror y el radicalismo del Noventa y tres sin renegar por ello de los principios del Ochenta y nueve y de las libertades nacidas de ellos; la celebración de la Vandea niega implícitamente la democracia moderna que, con vicisitudes alternas y recaídas regresivas, caracteriza a la historia occidental a partir de la Revolución francesa.
Víctor Hugo, que se oponía al Terror y respetaba a sus víctimas menos que Solzhenitsin, comprendió que, para ajustar cuentas a fondo con la historia moderna —y con las promesas de libertad y progreso que ésta alienta, pone en práctica y a menudo anula—, hacía falta sumergirse de lleno no sólo en el Ochenta y nueve, entusiasmante y digno de celebración para cualquier demócrata, sino también en el Noventa y tres, que constituye su extensión y al mismo tiempo su negación; que amplía y al mismo tiempo destruye las conquistas del Ochenta y nueve, negándolas en el presente y salvándolas para el futuro.
Víctor Hugo, que termina
El Noventa y tres
en 1873, está horrorizado por el totalitarismo de la Convención, pero siente que las libertades que ama, y en cuyo nombre critica a Robespierre, son deudoras de la lucha combatida, con medios inaceptables que él se niega a considerar históricamente necesarios, por los distintos Robespierre. Por ello, en su discurso de entrada en la Academia de Francia, Hugo, que está empezando a ver no sólo las aberraciones sino también la grandeza de la Convención, la define como «un tema tenebroso, lúgubre y atroz, pero sublime».
Este término no es sólo halagüeño. Lo sublime es también inhumano, es lo que trasciende y allana los límites de la inteligencia, de la fantasía y el sentimiento; sublime es el vértigo del infinito, el huracán, la muerte. Definir como sublime a la revolución no significa desearla, lo mismo que no se desea una tempestad, sino reconocer el potenciamiento que ésta imprime a la historia.
En una de sus primeras poesías, todavía monárquicas, Hugo ensalza la Vandea como «hermana de las Termópilas»; más tarde, al abrazar posiciones sucesivamente liberales, republicanas, democráticas y socializantes, pasa a glorificar el Ochenta y nueve, pero condenando el extremismo del Noventa y tres. La fascinación que luego empieza a sentir por éste último está ciertamente vinculada a su entusiasmo por lo grandioso y anómalo; la Convención le fascina del mismo modo que la tempestad que, al comienzo de la novela, se desencadena sobre el barco vandeano que lleva a Francia al marqués de Lantenac, el caudillo de la reacción.
Hugo no modifica su parecer acerca del Terror, pero lo considera como la última explosión de una violencia secular, que lo ha engendrado y a la cual pone violentamente fin. Son las injusticias del pasado feudal y monárquico, escribe en varias ocasiones, las que han dado lugar a la guillotina; en la poesía
Le verso de la page
la cabeza cortada de Luis XVI les reprocha a sus padres, a las estatuas de los reyes de Francia, que hubieran construido la «máquina horrible» que la ha decapitado. Y otro verso expresa la necesidad de salir del mal a través del mal. Las violencias del Noventa y tres le parecen a Hugo que surgen de la urgencia de liquidar en pocos meses siglos de opresión; ahora que esa necesidad ha concluido —«que el porvenir ya ha llegado»— toda violencia debe cesar y ceder su lugar a la clemencia.
Es fácil reírse de esa fe y ni siquiera Víctor Hugo, al que le dio tiempo a ver la Comuna de París y su represión, pudo mantenerla durante mucho tiempo; reírse sarcásticamente de cualquier esperanza en el porvenir forma ya parte del repertorio obligado de la vulgaridad. Hugo comprende que, sin esa fe tantas veces desmentida, no hay progreso ni liberación que valga; la idea de revolución es una levadura sin la cual no se hace el pan, aunque sea imposible hacer una hogaza sólo con levadura. La Revolución francesa, para él, es un acontecimiento que ha hecho época y ha roto la historia, un parto violento de la modernidad, «una proclamación para toda la humanidad».
Continuó criticando la violencia, pero no sólo la revolucionaria, como se suele hacer con mucha frecuencia. Se tiende a comprender sin problemas la violencia de la razón de Estado, sus compromisos, sus delitos, cuando ésta es ejercitada por el poder tradicional, mientras que se la condena con inflexible espíritu evangélico cuando quienes se manchan con ella son los revolucionarios. Los primeros responsables de esta injusticia son ciertamente los propios revolucionarios, porque actúan y dicen actuar en nombre de la virtud, pero Hugo no puede enumerarse entre aquellos que tienen siempre presente —con un horror que él comparte— a los sanguinarios felices de asistir a las ejecuciones de la guillotina durante el Terror (de ir a la «Misa roja», escribe en la novela) pero olvidan, con benévola indulgencia, a las damas felices de asistir, en 1871, a los fusilamientos de los comuneros, niños incluidos.