En su larga vida, Goethe fue coetáneo de los grandes acontecimientos políticos, sociales y culturales que presidieron el nacimiento del mundo contemporáneo: la Ilustración, la Revolución francesa, el imperio napoleónico y la restauración, el ascenso de la burguesía y la Revolución industrial, el desarrollo de la ciencia, la filosofía hegeliana, la poesía y el nihilismo de los románticos. De todos estos fenómenos, que trastornan el orden heredado y modifican radicalmente la existencia individual, poniendo en dificultades a la autonomía creativa real, Goethe —que se considera uno de los últimos grandes individuos— aspira a hacer la sustancia de una poesía capaz de salvar lo individual expresando su eclipse o su ocaso. El segundo
Fausto
, su obra cumbre, aspira a ser, en sus mismas estructuras estilísticas y en su ambigua disolución de las formas tradicionales, la «inconmensurable» representación poética de esa inconmensurable transformación que afecta a las raíces mismas del secular legado europeo, desautorizando al sujeto y poniendo en solfa la misma supervivencia de la poesía.
En sus últimos años Goethe habla a menudo de la
Weltliteratur
, de la literatura universal que se está desarrollando ante sus ojos, haciendo que las fronteras literarias nacionales se conviertan en algo anacrónico. El término
Weltliteratur
es ambiguo: a veces indica el creciente intercambio cultural entre los pueblos, otras designa obras poéticas cuyo espíritu afronta problemas y motivos de amplitud cosmopolita y, más a menudo, se refiere a una red de relaciones internacionales que no afecta tanto a la literatura cuanto a otros ámbitos de la actividad humana: el comercio, la industria y en general la economía, las nuevas líneas y los nuevos instrumentos de comunicación.
La
Weltliteratur
hace referencia, también y sobre todo, a esas transformaciones de las estructuras sociales a las que está ligado el carácter universal de la nueva literatura que se está formando. La actitud de Goethe es también desde este punto de vista ambivalente: se entusiasma con las visiones concretas de un futuro tumultuoso, celebra las nuevas posibilidades que se les ofrecen a los hombres, pero también teme que ese proceso unificador traiga consigo la nivelación y el aplanamiento de lo múltiple y de la vida, una impoética uniformidad, y piensa que esa época de dinámico desarrollo es, en algunos aspectos, una época también tardía y senil, irónica, una edad de epígonos de la poesía.
El mismo se da cuenta de que ejerce una función determinante en ese proceso de la
Weltliteratur
y experimenta, en su propia piel, lo accidentado e irregular que es por otra parte dicho proceso, que pone en contacto y en ocasiones nivela las diversidades, y cómo determina asimismo deformidades, descompensaciones y anacronismos. La
Weltliteratur
une naciones y sociedades, pero termina también por crear un
nebeneinander
discontinuo, una presencia simultánea y una inconexa simultaneidad de tiempos distintos, una maraña de hilos y desarrollos temporales heterogéneos. La edad moderna es la edad de la traducción y a los alemanes, el pueblo de la traducción por excelencia, se les reconoce desde Goethe —por ejemplo en el proyecto del
Volksbuch
, la antología popular que le había encargado Niethammer— la capacidad de «reconocer los méritos ajenos». «Las traducciones», añade Goethe, «constituyen una parte esencial de nuestra literatura.»
Se trata de conceptos ampliamente difundidos en la edad clásico-romántica, en la que los alemanes, en cuanto nación cultural más que territorial, reivindican a menudo la misión universalista y cosmopolita de recoger la mies de todas las edades —así lo dice Schiller— o de ser la conciencia crítica en la que culmine y se resuelva la historia universal de la literatura, entendida como historia del espíritu universal.
Pero el fervor de las traducciones no crea un sereno Panteón supratemporal de la gran poesía universal, que afirma la perennidad de su valor más allá y por encima del tiempo y el espacio. Las traducciones —que reúnen en el
nebeneinander
, en el acercamiento simultáneo de la biblioteca y la lectura, siglos y valores distintos— ponen también en evidencia la conflictividad y la incompatibilidad de valores que se excluyen o por lo menos se combaten recíprocamente; ponen en entredicho la fe en un desarrollo lineal y unitario y muestran a la historia —la
Weltgeschichte
— como un
collage
de los distintos estadios del desarrollo humano, ahora unidos y puestos uno junto al otro, pero en una pluralidad sin nexos, como en un bazar.
La historia universal acerca y pone en contacto —a menudo, como dice Goethe, con la violenta compenetración debida a las guerras— a naciones y sociedades lejanas que se encuentran en fases de desarrollo a veces radicalmente diversas, como si vivieran en épocas o en siglos distintos. El aislamiento premoderno de los pueblos no violentaba esa distancia material, que equivalía, espiritual y socialmente, a una verdadera distancia temporal. La historia moderna, que rompe las viejas barreras, produce también esa mezcla de tiempos diferentes, transforma el mundo en un mercado o un almacén en los que las épocas están puestas una junto a otra, como en una tienda de antigüedades, y produce ese tipo de hombre ecléctico e historicista, en realidad poshistórico, que es el individuo contemporáneo, el individuo nietzscheano aplastado por la memoria histórica y por la simultaneidad de todo el pasado, o el hombre sin atributos de Musil, que vive —como se dice en uno de los primeros capítulos de
El hombre sin atributos
— en una casa que es una híbrida superposición y mezcla de estilos de varias épocas.
Goethe, al que le da tiempo a ver las tazas decoradas con escenas sacadas de su
Werther
procedentes de la China, tiene ya plena conciencia de este no-estilo que va asumiendo la historia universal y por consiguiente también la
Weltliteratur
, aunque no niegue nunca los elementos de progreso y emancipación implícitos en ese proceso, que le fascina y le turba. El segundo
Fausto
quiere representar el devenir cósmico-natural-histórico, la génesis del mundo moderno desde el encuentro entre clasicismo y civilización germano-cristiana y la profecía del pueblo libre sobre un suelo libre arrebatado a la naturaleza por medio del trabajo; el segundo
Fausto
es sin embargo, como ha escrito Citati, también una especie de café cantante, en el que las figuras de las distintas épocas históricas o incluso de las distintas eras son personajes de una mascarada que parecen desfilar simultáneamente, como un cortejo cósmico y carnavalesco en el que Fausto merodea seducido pero también extrañado, ante esa pasarela del devenir que es ya la parodia y la irrisión de la historia, la opereta en la que vive el hombre poshistórico.
La relación de Goethe con la
Weltliteratur
está impregnada de esa fascinación-repulsión por la dimensión mundial —desmesurada, genérica y caricaturesca— que ha asumido cualquier fenómeno de la historia moderna por modesto que sea.
En el plano meramente literario, la
Weltliteratur
designa, como se ha subrayado ya en distintas ocasiones de forma magnífica, tanto el interés de Goethe por las distintas literaturas extranjeras como el extraordinario papel que él desempeña a escala mundial. Goethe hace suyos a los clásicos franceses, ingleses, italianos o españoles; presta atención a Voltaire, ama a Sterne, traslada la lección de Goldsmith al relato de su amor por Friederike, se detiene en la genialidad judía e infunde a su clasicismo la moralidad de Racine, traduce a Benvenuto Cellini y se reconoce en la poesía persa casi hasta llegar a una reticente identificación, lee a los grandes clásicos españoles y siente curiosidad por las literaturas más diversas, apartadas y periféricas; lo que significan para él Shakespeare y los antiguos no es menester recordarlo.
Por
Weltliteratur
se entiende, además, su relación personal directa con los mayores y más célebres autores contemporáneos —de Scott a Madame de Staël y de Byron a Nerval pasando por Carlyle— y su papel de centro ideal de la cultura europea, las visitas reverenciales, y con una asiduidad casi persecutoria, de la
intellighentsia
europea a su casa de Weimar.
Weltliteratur
significa también una irradiación y difusión internacionales de sus obras, que se traducen e imitan en toda Europa y vuelven a él de rebote, mostrándole un rostro del que él mientras tanto se había librado o pensaba haberse librado. Todo ello le revela pues el carácter extrañante y la alienación implícita a una circulación mercantil que obedece ya a leyes anónimas y objetivas, sustrayéndose a aquella relación directa entre autor, editor y público que un escritor, en el pequeño círculo de Weimar, podría hacerse ilusiones de dominar, si la pequeña Weimar no fuera un punto nodal del internacional «libre comercio de las ideas y los sentimientos», como el mismo Goethe define a la
Weltliteratur
.
La relación entre el
Werther
, su fortuna y el wertherismo es un ejemplo típico de los necesarios equívocos de los que está tejido el proceso de la
Weltliteratur
, vivido en este caso por Goethe como protagonista y al mismo tiempo, por lo menos parcialmente, como víctima. Goethe se irritaba cuando, sobre todo en el extranjero, lo ensalzaban como el autor del
Werther
, mientras que él pensaba haberse quitado de encima, ya desde hacía tiempo, esa vieja piel. El proceso de la
Weltliteratur
implicaba un desagradable retorcimiento del tiempo, que procedía hacia adelante pero también hacia atrás, obligando a la madurez o a la vejez a darse de bruces de nuevo con su juventud.
Pero no se trataba solamente de la desazón del clásico, que no quiere reconocerse en el
Stürmer
, en el rebelde apasionado de antaño. La desazón era más profunda, derivaba de la conciencia de un malentendido radical e inevitable. En las
Confesiones de un hijo del siglo
, De Musset habló, sobreponiendo a Fausto y a Werther en una garrafal pero indicativa tergiversación, de un Goethe «patriarca de una nueva literatura», el cual «después de haber pintado en Werther la pasión que lleva al suicidio, dibujó en su Fausto a la mas sombría figura humana que hubiera representado jamás el mal y la infelicidad». Desde el principio Goethe asiste a estos clamorosos errores que desvirtúan su obra y de ese modo revelan el clima de una
Weltliteratur
que le indispone.
El éxito mundial del
Werther
es la historia de ese revelador equívoco. Chateaubriand habla de «veneno» a propósito del
Werther
; los héroes wertherianos del mismo Chateaubriand, de Constant, Sénancour o De Muset viven regodeándose en el «mal del siglo», o sea en la acedía y la desilusión, en el
spleen
, mientras que en Inglaterra, como en tantos otros países, al
Werther
se le tilda de inmoral; hasta Foscolo dice que el suicidio de Jacopo Ortis es el fruto de «unos determinados tiempos», mientras que el de Werther sería el resultado de la patología de ciertos individuos. El héroe de
Eugenio Oneguin
remeda las poses byronianas calcadas de las —tergiversadas— de Werther; la lista podría continuar, hasta completar un amplio panorama —ya trazado en más de una ocasión por la crítica— que abarcara a autores, obras y literaturas de los más diversos países.
Los personajes wertherianos están cansadamente resignados a la prosa del mundo, mientras que el Werther de Goethe se mata, observa Fortini, precisamente por las razones opuestas, porque no acepta la escisión entre la poesía del corazón y la prosa de la realidad. Por eso Goethe dice también que Werther tuvo tal vez una suerte mejor que la de quien, como su mismo creador, le sobrevivió.
A él —el benjamín de los dioses, el triunfador de la vida, el hijo del favor y de la fortuna— el destino le había pedido quizás verdaderamente demasiado, como dijo en una ocasión. Había sido llamado, durante su juventud, a cantar la plenitud de la existencia, el individuo que forma armoniosa e íntegramente su propia personalidad, y expande libremente sus energías en sintonía con el progreso y la libertad del mundo. En los años prerrevolucionarios Goethe, escribe Baioni, exalta en el
Prometeo
la autonomía titánica del individuo y celebra lo positivo de la competencia y de la lucha, vistas como necesarias y liberadoras. Tras la revolución y ante la transformación radical de la sociedad europea, Goethe pierde esa confianza e indica, en el
Fausto
, el nexo entre el progreso y la violencia inherente al crecimiento social. La realidad entera parece haberse hecho irreal como el papel moneda inventado por Mefistófeles, valor ficticio que no trae aparejada ninguna comodidad de nada y que además aliena al individuo, transformando su naturaleza y disolviéndola en la fungibilidad del valor de cambio. Hasta Helena, la suprema manifestación del ideal clásico o bien de lo universal humano perfectamente realizado en la belleza de la forma que compendia también a la armonía moral, está definida ahí como
Schein
, mera apariencia, con el mismo término que designa al papel moneda.
Goethe constata, dolorosamente, que la formación total del hombre es imposible, que no hay armonía sino antítesis entre ordenado progreso social y plena expansión de las energías personales; acepta, contra su primera naturaleza, que el individuo está escindido y resignado a esa escisión. Subordina la exigencia de la poesía del corazón —de una vida plena, rica de experiencias peculiares— a la que Hegel denominaba la prosa del mundo, el ordenamiento prosaico de las cosas, la anónima red de las relaciones sociales, en la que el individuo es sólo un medio, utilizado por el mecanismo colectivo para fines que se le escapan.
Werther rehúsa pagar ese precio al curso del mundo —rehúsa ser un personaje moderno, un héroe negativo de la moderna
Weltliteratur
. En el célebre coloquio que mantuvieron Goethe y Napoleón, que es un extraordinario diálogo sobre la nueva
Weltliteratur
, Napoleón le reprochó a Goethe haber juntado la pasión amorosa, en el
Werther
, con el motivo político. Pero Napoleón era uno de los protagonistas y uno de los artífices de aquel mundo nuevo que exigía la escisión de la totalidad individual, esa escisión entre lo público y lo privado que Werther no había querido ni podido aceptar.