Utopía y desencanto (23 page)

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Authors: Claudio Magris

Tags: #Ensayo

BOOK: Utopía y desencanto
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El hombre del subsuelo proclama en efecto que la conciencia es una enfermedad y que el carácter de un individuo, que impone orden y disciplina a la multiplicidad molecular y centrífuga de sus impulsos, es una cárcel. Para el hombre del subsuelo es el propio pensamiento el que socava el sistema de la filosofía, obligando a la mente a remontarse siempre hacia atrás, en busca de unas causas primeras sobre las que sustentar un edificio de conceptos y valores, para descubrir sin embargo que toda pretendida causa primera remite a otra todavía más originaria.

Como el superhombre nietzscheano, el hombre del subsuelo carece de un fundamento —del ser y del pensamiento— sobre el que apoyar los pies y de un suelo vital en el que hundir sus raíces y del que extraer sus linfas. Dostoievski se enfrenta a la insuficiencia de los sistemas filosóficos, que le parece que bloquean la fluidez de la vida en redes de conceptos, y se siente prisionero de la propia identidad individual rígidamente definida, que ve cómo reproduce —en el seno de la persona— la represión social y encadena la existencia. Tal vez ningún otro libro de la literatura mundial ponga de manifiesto como
El doble
, la más tersa y rigurosa de las novelas de Dostoievski, cómo el individuo se escinde y se multiplica en una pluralidad psíquica, cómo cada uno es otro respecto a sí mismo. Si en
Guerra y paz
Tolstoi cuenta el sueño en el que Pierre Besuchov ve un conjunto de gotas de agua, en dolorosa lucha recíproca, componerse en la armonía superior de la esfera que las engloba y trasciende, Dostoievski expresa el convulso dolor de cada una de esas gotas, que no se supera y no se aplaca en ninguna totalidad.

Pero ser el testigo de una época no significa ser su apologista y una cosa es diagnosticar una enfermedad y otra bien distinta ser su apóstol. Kirilov, en
Los demonios
, divide la historia en dos partes: «del gorila a la destrucción de Dios, y de la destrucción de Dios a la transformación física del hombre y de la tierra». Dostoievski escruta sin miedo cómo se ciernen esa destrucción y esa transformación, sin escudarse en fáciles consuelos, pero en esa hipótesis no vislumbra la menor liberación.

Dostoievski no intentó jamás hacer pasar esa virulenta enfermedad del siglo, en la que su análisis se adentraba como en las vísceras de un cuerpo en putrefacción, por una medicina o una condición de salud superior. Su obra se lee hoy también y sobre todo como una furiosa y visionaria sátira de toda esa cultura actual de inspiración nietzscheana y dionisíaca que predica, con una jovialidad cenagosa y confusa, el ocaso del sujeto individual y la dispersión centrífuga de su unidad, la disociación de la identidad personal en el magma informe de los deseos momentáneos e indistintos, la eliminación de los valores a favor de las necesidades, el vago e indeterminado culto al cuerpo —es más, conforme a la retórica de las mayúsculas, al Cuerpo— que ya no es la concreta unidad psicofísica del individuo, sino una especie de misteriosa y obtusa divinidad impersonal, adorada en sus secreciones fisiológicas con superstición fetichista.

Muchas de las actitudes de nuestra época podrían figurar en una novela de Dostoievski, igual que el mesianismo terrorista en las páginas de
Los demonios
, precisamente porque buena parte de esas actitudes son una inconsciente parodia de los motivos dostoievskianos. Si Dios no existe, todo está permitido, sostiene Iván en
Los hermanos Karamazov
. Esta posibilidad le resulta a Dostoievski no ya liberatoria, sino horrible. Es verdad que se adentra sin ninguna clase de rémoras, con la falta de prejuicios de los grandes escritores religiosos, en los meandros más sombríos y sórdidos del mundo en el que todo es lícito, incluidas cualquier violencia y cualquier miseria, es decir en un mundo en el que existe sólo la necesidad y no existe ningún valor. Para representar el mal, Dostoievski no puede juzgarlo desde lejos y desde arriba, sino que tiene que ir a sacarlo de su guarida más íntima, asumirlo en primera persona como un Mesías doliente y pecador que se carga sobre sus espaldas realmente y no sólo simbólicamente las culpas de los hombres; debe vivirlo en su propio pellejo. Dostoievski es creador y al mismo tiempo personaje de su universo narrativo; también él vive en esas lúgubres casas populares, plasmadas en sus obras con inigualable maestría; la abyección y la sordidez están también en él, en su humanidad descaradamente promiscua e impúdica, sin la que tal vez no hubiera podido comprender y desenmascarar el mundo en el que todo está permitido.

Dostoievski sabe ensimismarse hasta la indecencia en la infinitesimal multiplicidad de la vida, dando voz a cada átomo de esa existencia anárquica y despanzurrada; sus grandes novelas no temen dilatarse para hacer hablar al inmenso y excitado susurro de la vida entera, casi hasta perderse en él y en su indefinición, en esa maraña apremiante e indistinta que a veces, como observa Borges, enreda y confunde su trama narrativa.

Pero para Dostoievski ese oscuro y desordenado latido tiene sentido solamente si se capta su tensión hacia la unidad y el valor. Raskólnikov, en
Crimen y castigo
, teoriza la licitud del crimen y el derecho del superhombre a cometerlo, hasta llegar a perpetrarlo él mismo. Él es un individuo moderno ejemplar, con todas las tentaciones y los extravíos que se le presentan a éste, con todos los conflictos entre la vida y los valores que nos confunden a cada uno de nosotros. Pero Raskólnikov es grande justamente porque no es un superhombre, sino un hombre: con la miseria y la pasión, la ternura y el engreimiento, la generosidad y la ruindad, la originalidad y la banalidad o la imbecilidad de cualquier hombre. El drama que lo lleva a descuartizar a dos ancianas a hachazos queda redimido por el dolor que ello le inspira y es un drama auténtico, porque encarna un impulso a la violencia y una rendición a la ceguera intelectual de los que nadie puede sentirse al abrigo.

La partícipe piedad de Dostoievski por la pena de Raskólnikov - y por su mismo delito, pero sólo en cuanto, como todo mal, hace sufrir también a quien lo comete - no le impide desenmascarar su torpeza ideológica. Ningún verdadero pensamiento conduce al delito y a su justificación, sino sólo la debilidad y la insuficiencia del pensamiento, que vacila ante los golpes y las heridas de la existencia. Nadie puede erigirse en juez de quien causa un mal, porque nadie puede estar seguro de no causarlo, pero para Dostoievski el mal existe y él denuncia la vacuidad de las ideologías que quieren desembarazarse de esa conciencia del mismo.

La impávida representación dostoievskiana del mal no se echa atrás ante ninguna cautela moralista y hace justicia a cada una de las instancias de la vida, escuchando las razones de Jesucristo pero también las, no menos profundas, del Gran Inquisidor, igualmente solícito también él —aunque sea de un modo completamente distinto— respecto al destino de los hombres. Pero esa impávida representación no tiene nada en común con la roma fascinación que buena parte de la cultura parece experimentar por la transgresión y la violencia, en especial cuando se presentan impregnadas de algún tipo de ebriedad erótica, como si la violencia infligida a alguien en el transcurso de una orgía sádica tuviera que encerrar en sí misma, sólo gracias al elemento orgiástico-dionisíaco, algo que la redimiese o rescatase, o que la convirtiese en algo distinto de una violencia programada de antemano. Este culto de la inmediatez indistinta falsea la verdadera
pietas
respecto al cuerpo, que es menester respetar y amar en cuanto signo de la finitud del hombre, de su tierna fugacidad y no de su presuntuoso énfasis.

Dostoievski está en las antípodas de ese mentecato misticismo fisiológico, que no considera sagradas a las personas en su totalidad física y espiritual, sino las uñas que éstas se cortan o a las excrecencias que expelen. Sonia ama y redime a Raskólnikov: no a un superhombre ni a una multiplicidad esquizoide de deseos, sino a un hombre, a su entera y unitaria persona. La mirada que Dostoievski dirige, a fondo, al polvo de la existencia comporta ciertamente la liberación de la que hablaba Nietzsche, pero la liberación consiste en la unidad de esa mirada, no en la dispersión de ese polvo. Aliosha, en
Los hermanos Karamazov
, encuentra el fundamento y el suelo del ser, la tierra que se agacha a besar. Esa tierra está húmeda, es fértil y vital, pero el agua que la riega y fecunda es el valor de la vida, es —dice Dostoievski en
Los demonios
—el espíritu de la vida del que hablan las Escrituras, «los ríos de agua viva, con cuya desecación tanto nos amenaza el
Apocalipsis
».

1981

EL VIGILANTE DEL FARO. EN EL CENTENARIO DE STEVENSON

En una poesía,
El vigilante del faro
, Robert Louis Stevenson dice que se encuentra en una luz mantenida en alto sobre la oscuridad del mar. La profesión de constructor de faros, ejercitada por su padre, era una tradición en la familia del escritor, a la que rindió homenaje y debe en parte quizás su amor por las costas, el mar y los paisajes ariscos y solitarios.

El faro —con su audaz esbeltez hacia lo alto, su claridad y su orgullo— podría ser un emblema ideal de su arte, que se dirige a las tinieblas con luminosa jovialidad y envuelve tempestades, aventuras y tumultuosas e intrincadas vicisitudes en una airosa ligereza en la que, a menudo, también el horror y la muerte tienen la levedad de una pluma y la gracia de un juego, sin perder un ápice del escalofrío que producen ni de su tragedia.

Stevenson descendió a aquella oscuridad del mar, disimulando la turbación de quien se hunde en la oscuridad y en el mal de la vida tras el semblante juvenil del muchacho que se echa al mar desafiando las olas con alegre atrevimiento. El viaje por mar, tan presente en sus obras y en su vida, une estos dos aspectos: es una experiencia gozosa, una expansión del alma y de los sentidos, un intenso placer físico, un abandono al encanto de la cambiante y cautivadora superficie del mundo, un descubrimiento de nuevas tierras, gentes, colores y seducciones, y al mismo tiempo es una precaria suspensión en el abismo desconocido y sin fondo, una proximidad al naufragio material e interior.

La vida del escritor —que él, en las cartas desde Vailima, su última y amada residencia en Samoa, compara a un cuento que fuera «mejor que un poema»— es la serenidad arrebatada continuamente a las dificultades y los sufrimientos. Hasta desde el punto de vista físico tiene algo de prodigioso, se parece al inagotable deseo de un niño que, incluso con una fiebre alta, continúa corriendo, entusiasmándose y maravillándose del mundo, yendo a su conquista.

Stevenson, que nació en Edimburgo el 13 de noviembre de 1850 y murió el 3 de diciembre de 1894 en Vailima, tuvo una salud endeble desde la infancia y padeció durante toda su vida de una tuberculosis que a menudo le sometía a crisis extenuantes. Pero su vitalidad fue inagotable; convivió, sin dejar que la depresión se apoderara de él, con la debilidad y la enfermedad en cualquier circunstancia, desde el período de su bohemia universitaria y la revuelta contra la tradición religiosa familiar hasta sus viajes por Alemania, Francia, América o los Mares del Sur.

Durante sus peripecias, llevadas a cabo en condiciones que dejaban mucho que desear, Stevenson siente interés por todo lo que ve y percibe, por la realidad humana y por las historias fantásticas y fabulosas; presta atención a todo y a todos y saca de cada viaje, igual que de cada experiencia, materiales para sus escritos de documentación e invención, elementos para posteriores relatos y motivos para un diálogo epistolar que abarca los ámbitos más variados, desde los pormenores de la vida cotidiana al debate sobre la novela, en especial en las cartas a Colvin, su mentor e intérprete, y en las dirigidas a Henry James. La amplitud de su riquísima producción, por desigual que sea, es un milagro de energía creativa.

La vida y la obra de Stevenson constituyen una síntesis feliz de orden y desorden. La irregularidad y la errabunda libertad anárquica, semejante a la de los parias y fugitivos que recalaban en remotas islas o en las tabernas de sus relatos, son la ley de su existencia, que no podría dejarse agarrotar en la prosa de la realidad burguesa. Pero su vida nómada y vagabunda revela un profundo orden interior y se parece a la espontánea y laboriosa sencillez de una familia que vive en armonía, como la que fundó el mismo Stevenson con su mujer Fanny y su hijastro Lloyd.

Stevenson navega por mares lejanos e islas que se desvanecen como espejismos en el horizonte, pero su jornada, en esos vagabundeos expuestos a tempestades y encuentros peligrosos como los de sus novelas, se desarrolla con un tranquilo ritmo de gestos y actividades que tienen todo el hechizo de la normalidad y la costumbre de una familia feliz. El cantor de piratas y bucaneros, el narrador de oscuras e insondables escisiones de la personalidad como la del doctor Jekyll, el fabulador seducido por las historias de misterio y pesadilla, es también, merced a su profundo amor a las cosas, un padre de familia atento a la marcha de la casa, a los quehaceres del jardín y el bosque, a todas esas infinitas cosas mínimas y fundamentales que conforman el ordenado ritmo cotidiano.

En los relatos de Stevenson también hay Robinsones, desde Ben Gunn, abandonado por sus compañeros en la desierta isla del tesoro, a David Balfour, el muchacho raptado que, antes de percatarse del mecanismo de las mareas, cree haberse quedado aislado en una isla en medio del mar. Pero cada hombre, a su modo, es un Robinson arrojado en el desierto de la vida y, como el héroe de Defoe, se defiende con las virtudes del orden y el trabajo, virtudes análogas a las que sirven, cada día, para llevar una casa.

En Samoa, Stevenson no busca, como otros grandes fugitivos que se fueron de Europa, el olvido de la civilización y la ebriedad de la vida primitiva; se introduce en la realidad local y permanece en contacto con amigos y escritores europeos y americanos, aprende el samoano, ayuda a los isleños contra las vejaciones que sufren, les enseña a trabajar; no hay el menor contraste entre el escritor de éxito en el mundo occidental y el Tusitala —narrador de historias, como lo llamaban los isleños— que se las cuenta a ellos en voz alta. Su vida en Vailima no es una fuga, es laboriosidad; no en vano los indígenas, para demostrarle su gratitud, le construyen un buen acceso a casa para que no tenga que caminar por el barro.

Stevenson fue un escritor de enorme éxito perfectamente inserto en los mecanismos de la producción literaria, pero no sentía predilección por la gran novela social del siglo XIX, que relata y acepta la prosa de la realidad, o sea el triunfo de un orden impersonal cuyas leyes permanecen invisibles a los hombres gobernados por ellas, sino que celebra el
romance
, la narración fantástica y épica en la que todavía hay lugar para la poesía del corazón y la libertad individual, para la aurora de las cosas, para la mirada con que se mira el mundo como si fuera la primera vez.

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