La fe en un radiante porvenir, a menudo peligrosamente justificadora de las infamias cometidas en el presente que lo prepara, rechina en
El Noventa y tres
con estruendos de terremoto, entre borrascosas contradicciones y magnánimas incertidumbres que determinan la grandilocuente grandeza de la novela.
Hugo habla a través de Cimourdain, el héroe purísimo y fanático, el cura jacobino, según el cual «un día la revolución será la justificación del Terror», que él personalmente aborrece pero considera un sacrificio necesario; y Hugo habla también a través de Gauvain, el luminoso y humanísimo héroe que lucha valientemente por la revolución y es guillotinado por su padre espiritual Cimourdain, que le quiere más que a nadie en el mundo, porque ha violado la cruel ley de la guerra en nombre de la humanidad: «Cuidad», dice Gauvain, «que el Terror no sea la vergüenza de la revolución.»
En el polo opuesto está el marqués de Lantenac, el viejo aristócrata impávido y despiadado, pronto a sacrificarlo todo por la causa de la reacción, incluso a sí mismo, que condecora y hace fusilar al mismo tiempo a un marinero protagonista de un acto de valentía pero culpable también de negligencia.
En diversas ocasiones el escritor pone en el mismo plano la ferocidad de los monárquicos y la de los republicanos, en la sanguinaria guerra civil que es, según escribe, guerra de bárbaros contra salvajes. Y sin embargo hay, para Hugo, una profunda diferencia objetiva entre la falta de piedad jacobina de Cimourdain y la vandeana de Lantenac. Cimourdain es el hombre del futuro y de la humanidad, a la que está dispuesto a sacrificarle fanáticamente el presente y los hombres que hagan falta, comprendido él mismo; su ideal, para Hugo, entraña sin embargo una emancipación real del género humano y la conquista de libertades concretas para los hombres, mientras que el marqués de Lantenac combate para perpetuar lo salvaje, la ignorancia, la crueldad.
Con justicia de poeta, Hugo plasma con mucha mayor vivacidad a Lantenac, que es un personaje de carne y hueso, con la concreción física y sensual de un señor del
ancien régime
, respecto al cual la febril palidez de Cimourdain tiene la abstracción de la idea y un ascetismo físicamente casi repelente. Lantenac es incluso capaz de un inesperado y aislado gesto de generosidad, cuando salva a los tres niños de la hoguera, cayendo así en manos de los revolucionarios.
Cimourdain se sacrifica a sí mismo cuando condena a muerte a Gauvain, el valiente comandante revolucionario al que quiere como a un hijo (hasta el punto de suicidarse después de haber dirigido su ejecución). Gauvain, impresionado por el gesto de Lantenac, lo había dejado en libertad, transgrediendo así la ley y poniendo en peligro la causa revolucionaria por la que lucha y en la que cree. Cimourdain está en un lugar más alto que Lantenac, de la misma forma que el artículo de una ley que garantiza la libertad a hombres de carne y hueso está en un lugar más alto que un hombre vital y sanguíneo que se atarea para que hombres de carne y hueso continúen siendo esclavos.
Gauvain está más arriba que ninguno de los dos, porque concilia revolución y caridad, libertad y amor, la Humanidad y los hombres, sentido de la ley y de la discordancia que toda existencia individual constituye respecto a ella. Sin embargo él se declara culpable y considera justa su condena, porque se da cuenta de que liberando a Lantenac ha favorecido la victoria de quien aspira a remachar las cadenas de los hombres que él ha sido llamado a defender. Gauvain es el hombre ideal del futuro, pero Cimourdain es el que actúa para hacer posible ese futuro y esa caridad; Gauvain da la razón al Cimourdain que lo guillotina.
En el enfrentamiento entre las distintas respuestas dadas a la tragedia histórica, la más elevada parece proporcionarla sin embargo el sargento Radoub, el bigotudo, tosco e intrépido soldado revolucionario que vota contra la condena de su comandante Gauvain. Radoub es una de las pocas figuras de revolucionario —junto a la luminosa, pero demasiado ideal de Gauvain— que inspira, en la novela, una simpatía total. Al representar y celebrar la revolución en su, aunque grande, peor momento, Hugo bosquejó con extraordinaria ecuanimidad también sus aspectos más negativos: en páginas memorables plasma la improvisación, la prisa, la exaltación colectiva, la crueldad, el fanatismo que sospecha de todo y ve en todas partes la traición y la castiga antes de que llegue a cometerse, la superficialidad, la desconfianza, la retórica compulsiva, la espiral que lleva a la revolución a devorar a sus propios hijos y a sí misma.
Pero sobre todo plasma el ansioso espíritu totalizante, que requisa por completo la vida y no deja espacio para la intimidad ni para la existencia privada, poniéndolo todo a la vista de todos y forzando a que la vida se viva siempre en público, en una excitación que expropia al individuo. La guillotina ya no es la horrible máquina producida por el pasado para destruir la injusticia del pasado, sino una especie de obscena máquina erótica. Algunas páginas —como las que describen las votaciones sobre la condena del rey y a las mujeres de la tribuna que cuentan en un tablero uno a uno los votos como se hace hoy en los premios literarios— constituyen un retrato definitivo de la revolución como representación de masas y como núcleo de la espectacularización que afecta a toda la vida moderna, transformando las tragedias en parodias. Por ello releer hoy
El Noventa y tres
significa también ajustar cuentas con el cortocircuito de orgía o prurito revolucionario y cinismo reaccionario que ha caracterizado a nuestros años. En su honestidad, Hugo critica asimismo los lados retrógrados de la mentalidad jacobina, como la concepción tradicionalista que Cimourdain tiene de la mujer, en su opinión sometida por naturaleza al hombre —concepción que por lo demás rechaza Gauvain, un hombre clemente, es decir, moderado, pero en este punto radicalmente demócrata.
Al revés de todos los que han confundido orgasmo y revolución, Hugo sabe que ésta no es deseable; en la novela excluye genialmente cualquier vicisitud amorosa, puesto que la abnegación y la violencia revolucionaria no dejan lugar en su opinión al amor. La revolución no es el deseo, es el sacrificio de quien subordina su propia felicidad al deber de un combate que tiene como fin el que muchos otros no sean excluidos de la felicidad.
Esta es la grandeza que Hugo capta en su
El Noventa y tres
: incluso a través de los delirios, los excesos y las perversiones, la Convención es una fragua de civilización, pone en movimiento un grandioso proceso de libertades civiles concretas destinadas a determinar el futuro, crea una conciencia de derechos y valores universales, contribuye a romper las cadenas del género humano.
Por eso, y a pesar de todo, para Víctor Hugo la Vandea es una hidra y los reyes que quieren sofocar a la nueva Francia son unos tigres; y todo ello no se queda en una mera enunciación ideológica, sino que se convierte en el sentido mismo de la novela, en su propio resuello, en su
pathos
épico.
Hugo reconoce la genuina subjetividad de los valores defendidos valientemente por los vandeanos, pero pone de manifiesto cómo la hidra del pasado, la ideología vandeana, manipula y pervierte esos mismos valores, usándolos como instrumentos para inducir a los campesinos vandeanos a combatir, sin ser conscientes de ello, por el triunfo de la opresión y la barbarie que los aplasta. Sólo en la militancia revolucionaria esos valores de los que dan prueba los vandeanos —coraje, fidelidad, amistad, afectos familiares— se convierten en valores auténticos también en el plano histórico, y se ensalzan como patrimonio de toda la humanidad y no como instrumento para su división y sometimiento. El verdadero héroe es el sargento Radoub, inmune a los prejuicios seculares y al sectarismo, capaz de vivir con gallardía, de combatir, amar y perdonar.
Monárquico que se hizo luego republicano y demócrata —en un proceso humanamente bastante más fecundo que el resentimiento que induce a tantos revolucionarios a hacerse ultraconservadores—, Hugo no olvida los valores de la vieja Francia ni su variedad regional y localista, que el marqués de Lantenac opone al centralismo jacobino con palabras particularmente actuales en la actual reivindicación de las diversidades. Sin embargo, en aquel momento histórico, es positivo para Hugo —para que esa variedad no quede reducida a instrumento de dominio— que el centro se afirme sobre la periferia, que París venza a Francia y Francia venza a Europa.
«Tiempos de luchas épicas», se lee casi a las primeras de cambio en
El Noventa y tres
. Épica significa totalidad, fluir tempestuoso de toda la vida, aceptada y celebrada en su globalidad, en la tragedia y en la parodia, en sus poderosas contradicciones. En ese mar de la vida y de la historia, Hugo se encuentra como en su propio elemento y traza de él un fresco grandioso y anómalo, con la ingenua elementalidad psicológica que deploró Flaubert y con tonos melodramáticos que nos hacen reír pero que son a la par testimonios de su grandeza, porque sólo un gran escritor puede medirse con el melodrama, con las grandes pasiones y los grandes efectos, los grandes gestos y las grandes palabras, con la monumentalidad sentimental. A menudo Víctor Hugo corta por lo sano, se introduce en el relato anticipando hechos y conclusiones y hablando, como un conferenciante, a toro pasado respecto a lo que narra, pero su fuerza deja en un segundo plano esos defectos, que serían imperdonables en una novela bien hecha. Inventa pero también toma directamente de la realidad a personajes, hechos y palabras, haciendo hablar al sargento Radoub, pero también a Danton y a Robespierre, con la desenvoltura del narrador que, cuanto más grande es, más puede permitirse no inventar sino citar la realidad, haciendo desfilar, como en una gran parada, a la historia universal.
En un fresco épico, las contradicciones no quedan eliminadas sino que permanecen, como en las turbinas de la vida y la historia; la admiración y el rechazo del Noventa y tres coexisten sin excluirse. Sed, sed pequeños y mezquinos, dice con desprecio Lantenac, intuyendo que el final del
ancien régime
traerá aparejado asimismo una generalizada mediocridad burguesa. Víctor Hugo presta oídos a esas palabras, que serán repetidas luego en tantas ocasiones con banalidad reaccionaria en las polémicas contra las democracias, y las trasciende con la misma magnanimidad con que las recoge. Cuanto hay de bueno en la vieja Francia continúa viviendo en Gauvain, en Radoub, en el batallón del Gorro Rojo, en sus sargentos y sus proveedoras de vituallas; es la revolución la que da lugar a la épica, a la visión en grande, que va más allá de la misma revolución.
1993
A los habitantes de la aldea de Oblómovka parece que la vida les pasa «al lado» como un río en cuyas orillas ellos se sientan a contemplarla; no es que sólo huya, sino que tienen la impresión de no llegar a poseerla nunca, ni siquiera en el instante de su transcurso, y de que no es nunca su vida. «¿Cuándo se vive?», se pregunta en efecto Oblómov, el inmortal protagonista de la novela homónima; en el precipitado atosigamiento de los afanes y agobios ocasionales, que quema cada instante con el fin de alcanzar algún objetivo que hay que superar y abandonar apenas alcanzado, no se tiene nunca la impresión de vivir la propia vida, sino sólo de destruirla continuamente para obtener algo distinto.
Algunas obras maestras se prestan a ser mal interpretadas precisamente a causa de su propia grandeza, en especial cuando entran a formar parte, en virtud de ésta, del lenguaje y el sentido común, y a confundirse con una simplificación estereotipada. Después de
Madame Bovary
el bovarismo se convirtió en una expresión familiar para todos, incluso para quien no había leído jamás a Flaubert, pero sin estar a la altura de la extraordinaria poesía del libro y del personaje flaubertiano, de su pasión impregnada de verdad y falsedad, de su mezcla de tormento y mediocridad que lo convierte en la verdadera expresión de la vida. El bovarismo, que alude a una insatisfacción y una frustración provincianas generadas por una atmósfera social concreta en un momento de la historia burguesa de Francia y de Europa, puede oscurecer la comprensión del libro que le ha dado el nombre.
Como fórmula igualmente reductora que es, también el oblomovismo puede ofuscar la conciencia de que
Oblómov
es una de las obras maestras de la literatura universal, a la altura de las otras grandísimas novelas rusas y europeas del siglo XIX y quizás no siempre reconocida como tal. Oblómov no actúa, no elige, no decide; está preso de una inercia que le penetra hasta lo más profundo de su persona y le obstaculiza cualquier afirmación y realización de sí mismo; su lugar preferido es la cama, donde está perezosamente tumbado habiéndoselas con el agresivo entrometimiento de la realidad. El oblomovismo, que le debe el nombre, tiende a presentarlo como el mero representante de una actitud existencial y cultural típica de la sociedad rusa de su tiempo, mediados del siglo XIX, como el símbolo de la parasitaria y entumecida acedía de un mundo y una clase pobre de valores y de fe en la acción.
Todo esto, naturalmente, es verdad. Las pasiones y los destinos de los hombres se hunden en el tiempo en el que viven, son indisolubles de su pertenencia a una sociedad o una cultura; tampoco la ira o el llanto de Aquiles o los celos de Swann existirían, y serían lo que son, sin aquella Grecia o aquel París de los que ellos son también expresión. Goncharov vivió entre los años 1812 y 1891, en una época en la que se publican las mayores obras del siglo XIX ruso, entre ellas, en 1859,
Oblómov
; su existencia y su arte están entretejidos en ese mundo y su libro es desde luego, también y en primer lugar, un retrato de éste. Pero la fórmula del oblomovismo tiende a reducir su novela casi únicamente a una caracterización sociológica y a pasar por alto la extraordinaria penetración poética con la que escruta no sólo una época, la Rusia decimonónica, sino también algunos de los puntos nodales esenciales de toda la civilización europea moderna.
La flojera y la acedía de Oblómov constituyen una respuesta, grandiosa en su negatividad ora amarga ora tragicómica, a una vida que parece haberse hecho, bajo algunos aspectos, cada vez mas invivible e irreal, agrediendo al individuo y convirtiéndolo en el blanco de un febril bombardeo de deberes, estímulos, agobios, impulsos, cometidos, solicitudes u órdenes que le impiden vivir. «¡La vida apremia, urge por todas partes!», exclama angustiado Oblómov dándose la vuelta en la cama; no se puede vivir, de la misma forma que es imposible dormir cuando te pican continuamente los insectos.