Utopía y desencanto (22 page)

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Authors: Claudio Magris

Tags: #Ensayo

BOOK: Utopía y desencanto
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La existencia se neutraliza y destruye a sí misma con su propio ritmo martilleante; Oblómov busca la verdadera vida, la armonía con el fluir del tiempo, en la canción de Olga, la muchacha que ama o cree amar, pero ese canto se apaga. La verdad más profunda, y acaso la defensa contra la imposibilidad de vivir, le llegan, más que de la promesa del canto de Olga, de la astucia remolona y enredadora pero buena y fiel del sirviente Zajar, inolvidable figura que no le va poéticamente a la zaga a la de su amo, o de los suaves y blancos brazos de Agafia, entre los que encuentra una paz semejante al embotamiento de la muerte pero también al abandono del amor.

El oblomovismo es un mal y cuando Stolz, el amigo activo y positivo, le ofrece una posibilidad de redimirse de su acedía inmemorial, posibilidad que sin embargo llega demasiado tarde, la novela representa con una poesía estremecedora el dolor por aquella cita fallida con la realidad. Pero no se da por descontado que Stolz, con su laboriosidad alemana, tenga siempre razón y Oblómov se equivoque. Oblómov constituye un extraordinario retrato del nihilismo y éste consiste no sólo en la apatía del héroe pasivo, sino también en el destructivo frenesí del activismo, que nace de una relación distorsionada con el transcurso del tiempo. En un mundo en el que cada vez estamos más llamados a hacer, a producir, hablar, escribir, comentar, participar, emprender —en una movilización general cada vez más impulsiva, en que a menudo parece no saberse cuándo se vive—, esa indolencia de Oblómov puede ser una extrema defensa de la libertad; tal vez su posición, allí tumbado en la cama, que se prolonga durante páginas y más páginas, sea más digna del hombre de cuanto lo sea el continuo presenten armas a la orden del día.

1992

EL ESTILO DEL PADRE, EL ESTILO DEL HIJO

El 30 de marzo de 1880 Theodor Fontane asiste al estreno berlinés de La familia Selicke, uno de los primeros dramas naturalistas. Esta obra oscura y agresiva, redundante de desolación existencial y protesta social, no estaba hecha ciertamente para su gusto; él era un señor de setenta años, que dentro de muy poco escribiría sus obras maestras en las que iba a representar, con desilusionada imparcialidad, el fluir contradictorio de la vida, el declive de su Prusia, que amaba pero juzgaba con desencanto, los nudos cotidianos en los que la pasión del corazón se entrelaza con las convenciones sociales, el irrefutable crepúsculo de la vieja Europa y las primeras grietas de la nueva Alemania.

Fontane empezó a los sesenta años a escribir unas novelas en las que plasmaba los irresolubles conflictos de la existencia captándolos en los detalles concretos de cada día, en los gestos leves e irreparables con los que, sin darse cuenta, tejen los hombres la trama de su suerte, y en la concatenación casual e imperiosa de las circunstancias, que asumen poco a poco el rostro del destino. El narrador, al que no le disgustaba parecerse a un alto funcionario prusiano, con sus patillas y sus bigotes blancos, y que unía un profundo sentido moral del deber a una irónica conciencia de la vanidad de todo, tenía la ecuanimidad épica que hace justicia a todas las partes en liza y a todas las voces discordantes de la realidad —prestando oídos a quien lucha por conservar y a quien se bate por renovar— y que encuentra su propio estilo y formula su propio juicio haciendo hablar a las cosas. Su representación serena, que desenmascara con un rigor ético de corte prusiano incluso las injusticias y la decadencia de la vieja Prusia, pone al descubierto la crisis de una sociedad con mucha mayor incisividad que un explícito y unilateral acto de acusación.

El drama que triunfa en la escena de Berlín vocea en cambio la miseria y subraya la sordidez con
pathos
peleón y didáctica evidencia; parece como si todas las palabras tuvieran signos de exclamación, mientras que Fontane prefiere las comas y las conjunciones, esas modestas y ambiguas «y» que sacan a relucir inesperadas y fugaces relaciones entre las cosas. Si el drama carga las tintas y exaspera las situaciones, Fontane evoca el absurdo y la culpabilidad de las leyes sociales describiendo con reticencia el comedido fin de una
liaison
embarazosa, la obviedad con la que se obedece a un código del honor en el que ya no se cree, un paseo sentimental a lo largo de un río en el que se perfila el presagio de la inevitable despedida o una velada en el círculo de oficiales, cuando una frase o una alusión dejan de improviso al descubierto lo angosto e inexorable del círculo de la vida de un personaje y lo imposible que es franquearlo, salir al aire libre.

Sin embargo Fontane pronostica, con la mayor tranquilidad, que el futuro pertenece a dramas como
La familia Selicke
. El anciano caballero, al que le agradan las extensiones de arena y los silenciosos lagos de la Marca de Brandeburgo, no ama ese futuro, pero compadece a los conservadores que deploran la perversidad de los tiempos y se niegan a ver la necesidad del proceso histórico. Fontane es un padre, que sabe ponerse a un lado cuando se da cuenta de que ha llegado la hora de los hijos, aunque no le despierte mayor ilusión esa descendencia. Se percata de que el futuro les pertenece a esos hijos, a esos autores descompuestos y excitados que no saben para qué puede servir su mesurada reserva, y comprende que la nueva época, que él mismo ve surgir, será en todo y por todo una época de hijos, de convulsa brevedad y febriles mutaciones, en la cual ya no habrá sitio para los padres, para la continuidad y la duración. A la gerontocracia de la tradición, que obedece a la autoridad de lo que ha sido, le sustituye el culto de la juventud, de la fractura y la provisionalidad.

También entre los escritores, como entre los demás hombres, hay quien nace con la vocación, con el estilo del padre, y quien está destinado a ser siempre un hijo, a tener la actitud, la constitución psicológica y el tono estilístico de éstos. Fontane es una personalidad paterna, compacta y resuelta, capaz de reconciliarse con el absurdo de la existencia y consciente de ser una comparsa lateral en el vasto escenario del mundo; no ansia ponerse en el centro, pero sabe aprovechar los placeres que la ocasión le depara. Es como si hubiera nacido ya experimentado y pagado de la vida, como si se hubiera percatado por instinto de que la realidad es un malentendido, pero sin permitir que ese descubrimiento le quite el gusto de vivir y la vaga pero arraigada convicción de que la vida, con todas sus contradicciones, tiene un sentido y un valor, ante el que, a pesar de todo, uno debe inclinarse.

Su visión épica y paterna le induce a someter cualquier particularidad, incluida la suya propia personal, a una compleja totalidad, de la que advierte su resuello unitario hasta en los momentos más dolorosos y lancinantes. Su naturaleza le lleva a respetar incluso aquello de lo que duda, a subordinarse aunque sea escépticamente a algo superior, como un padre que vive y trabaja para la familia aun cuando no esté perfectamente convencido de la bondad general de la institución familiar.

Cuando lee la
Autodefensa
, la genial y descarada autobiografía de Strindberg, Fontane tiene un gesto de repulsa: esa exhibición narcisista y autolesionadora de la intimidad conyugal, ese catálogo de sus humillaciones sexuales, de la ropa interior sudada y manchada puesta en primer plano, se le antojan de un egocentrismo indecente por el que rezuma un equívoco resentimiento. Pero a renglón seguido añade, con la objetividad que le caracteriza, que quienes hacen progresar al mundo son las personalidades inconexas y desagradables como Strindberg, los jugadores de fortuna y no los irónicos caballeros.

Strindberg es exasperadamente hijo, casi bloqueado en una crisis de pubertad que él reitera obsesivamente, con la chocarrería y la sed de pureza de la adolescencia, con la intemperancia y el candor de sus pequeños vicios y de sus grandes sueños. La agresiva e impúdica inocencia del hijo le inspira al padre azoro e irritación, Pero también ternura y, sobre todo, una melancólica estima. Ese acre deseo filial de herirse, esa insolente e inoportuna arrogancia, derivan de una fragilidad ciertamente fastidiosa, pero tal vez también necesaria para la mejora del mundo: derivan de la capacidad de escandalizarse que el padre ya ha perdido.

Las sombras y los pecados que el hijo descubre en la familia, en la sociedad y la vida, le inducen, en medio del dolor de su desilusión, a juicios lapidarios y ofensivos, a escarnecer el altar en el que había creído y con él cualquier otro; a exasperar, con la amargura de su desengaño y con su desorden, la imperfección de las cosas. Ese acerbo y doloroso escarnecimiento es injusto, pero sin esa sectaria y estridente reacción frente a los agravios y los compromisos no nace ninguna rebelión contra el mal y el dolor, no se emprende ninguna batalla para mitigar las injusticias. La ecuanimidad paterna del escritor épico, que entiende las razones de todo aquello que es, deja las cosas tal como están, con su parte buena y su parte mala; en el clasicismo paterno anida también la respetabilidad culpable del señor Duval, que en
La dama de las camelias
va a echar a Margherita Gautier y a convencerla además de que eso es justo.

Fontane se da cuenta de que para cambiar las cosas es necesaria a veces la subversión violenta, con todo el sectarismo, el engreimiento y el narcisismo de quien quiere transformar el mundo y para hacerlo debe presumir arrogantemente de ser el depositario de la verdad, dejarse llevar por gestos enfáticos y chocantes, hacer de sí mismo el protagonista de grandes acontecimientos u ostentar su propia inmadurez como una bandera. El escritor advierte el final de la era de los padres; en la época que él vislumbra, y que es la nuestra, las contradicciones de la realidad se van haciendo tan agudas que ya no se pueden conciliar con esa operación intelectual tan típicamente humanística y paterna que es la mediación entre los opuestos.

La intensidad de la crisis y la violencia de las transformaciones humanas y sociales dificultan lo que Giuseppe Bevilacqua, a propósito de Fontane, ha denominado el amor conyugal a la realidad. Los escritores y sus personajes ya no se apoyan en un sentido de la totalidad, sino que se sienten obligados a exasperar las laceraciones, a sumergirse y hundirse en las llagas de esas heridas, a señalar y gritar continuamente las mutilaciones que se infligen a la vida.

No es Fontane sino Strindberg la expresión de esa incertidumbre, de esa búsqueda y ese autocastigo, de esa disonante necesidad de abandonar el punto de vista de la totalidad y retroceder a la perspectiva inmediata y puesta a cero de la infancia. Tampoco es que Fontane, a decir verdad, presumiera de conocer el mecanismo de la totalidad, de mirar las cosas desde arriba y saber cómo iban a acabar: sentía con agudeza la inadecuación y la precariedad, pero consideraba que a la incertidumbre del corazón le debía corresponder una tranquilidad del gesto; pensaba —y en esto era profundamente padre— que se podía dispensar seguridad aun sin tenerla uno. Kafka, el más grande y el más severo de los hijos, no ahorró ciertamente acusaciones para con su padre, sintió como una grave culpa su propia ineptitud para ser padre, para poner su propia angustia egocéntrica en un segundo plano, para dar certeza y salud aun sin poseerlas.

Fontane pensaba que «lo clásico —esto es, la resuelta y sobria comprensión de uno mismo, de sus propios límites y desazones— nos hace libres», pero veía que ese estilo era ya entonces anacrónico y se sentía, como dice uno de sus personajes, a contrapelo en un proceso histórico que él mismo reconocía como necesario y, en cuanto tal, válido. Comprendía las razones de aquellos que le dejaban atrás en la marcha de la historia, mientras que ellos —los hijos, los fugaces amos del futuro— no podrían ni querrían comprender sus razones. Por su parte, continuó escribiendo novelas en las que confiaba lo esencial a palabras leves y lo escondía en conversaciones sencillas y profundas como la vida misma, en personajes «fascinantes e insignificantes» como Effi Briest, la protagonista de su libro más famoso, que hace falta leer con suma atención para darse cuenta de que, en su trama principal, relata un adulterio.

Esa levedad elusiva, propia del arte clásico que hace libres, es mucho más ardua y difícil que el
pathos
del arte contemporáneo, que con tanta frecuencia siente la necesidad de explicar, subrayar, simplificar y declamar con pedantería didáctica. Mittner compara lucidamente los diálogos de Fontane con los de Goldoni; un breve intercambio de frases entre los cuatro rústicos cascarrabias de su obra homónima dice, acerca de la relación conyugal, de la cocina y el dormitorio, cosas mucho más inquietantes e insidiosas, en su aparente afabilidad, que los dramas expresionistas con todos sus machos que estupran y sus hembras que castran. Fontane, irónico Junker y amable
causeur
, atento siempre al «cómo» y no al «qué» de la narración, resume su última novela,
El señor de Stechlin
, diciendo que en ella se cuenta la vida de «un viejo que muere y de dos jóvenes que se casan, eso es todo...».

1982

EL SUPERHOMBRE Y EL HOMBRE DEL SUBSUELO

Nietzsche decía que leía a Dostoievski con un sentido de inmensa liberación y añadía, en otro fragmento, que su anhelado superhombre no era muy distinto del hombre del subsuelo creado por el escritor ruso. A los cien años de su muerte Dostoievski resulta no tanto un clásico, serenamente adscrito al panteón de la tradición literaria y de sus valores más duraderos, cuanto la voz de una furibunda y confusa transformación del hombre, que está todavía en curso y que nos compete en su provisionalidad, en su incertidumbre y desorden. Cada mañana, al abrir el periódico y leer —desde los titulares hasta los sucesos o las páginas de sociedad— el novelón inconexo y trastornado del que sin embargo somos también inconscientes personajes, nos percatamos de que Dostoievski, el escritor que buscaba inspiración en los hechos sensacionales y las noticias clamorosas, es todavía nuestro cronista, el testigo y el reportero de nuestra existencia, con frecuencia tan aberrante y banal. En sus historias febriles y fangosas Dostoievski parece representar aquello en lo que nosotros ahora nos estamos convirtiendo; da la impresión de plasmar esa incierta transformación de nuestra naturaleza humana, que nos hace parecernos a una especie animal en una fase de mutación.

Con uno de esos relámpagos de genio que tan a menudo acababan por deslumbrarle, Nietzsche pensaba que Dostoievski quería narrar y celebrar esta metamorfosis de la fisonomía milenaria del hombre y que se asomaba, más allá del individuo tradicional —que, para Nietzsche, era un puente que debía ser superado—, a una nueva forma de la personalidad, liberada de las seculares jerarquías morales y espirituales que habían apresado al libre fluir de la vida en la camisa de fuerza de la identidad individual, en la compacta y tiránica unidad de la conciencia.

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