Utopía y desencanto (24 page)

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Authors: Claudio Magris

Tags: #Ensayo

BOOK: Utopía y desencanto
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Muchas de las páginas de su libro
En los Mares del Sur
muestran ese encanto y esa capacidad de encanto de la que Stevenson es un maestro, con su escritura tersa y cristalina increíblemente capaz de captar los sonidos y los colores, el soplo de los alisios y la sombra de las palmeras, la resaca blanca en la playa de Taiaro, los colores del alba en la bahía de Anaho, las marejadas a lo lejos.

Respecto al gran modelo de la novela decimonónica, Stevenson parece un epígono y al mismo tiempo un descendiente. Por un lado da la impresión de ser un narrador del siglo XVIII casi ingenuamente convencido, como los muchachos y sus libros de aventuras, de que el mundo está todavía a disposición de la energía individual. Por otra parte, como por lo demás muchos autores del siglo XVIII que nos resultan hoy tan cercanos, es un escritor de arabescos consciente de que la imagen totalizante y compacta del mundo y de la historia, plasmada en la gran novela realístico-social, se ha quebrado, igual que las estructuras narrativas que la habían recreado tan extraordinariamente, y de que solamente en algunas astillas y algunos fragmentos, casi como pecios dejados en la orilla por algún naufragio, resplandece la imagen de aquella totalidad perdida.

Stevenson también escribió novelas históricas, desde
La flecha negra
a
Las aventuras de David Balfour
, pero la historia, para él, es un escenario para empresas aventureras, una serie de gestas como las de la antigua caballería. Acercándose a las islas de los Mares del Sur, dice tener la sensación de haber salido fuera de la sombra del imperio romano, de sus leyes y sus prohibiciones, del mundo de los hombres gobernados por la sabiduría de Gaio y Papiniano. Pero incluso antes de establecerse en los Mares del Sur, Stevenson había permanecido extraño a la gran tradición político-estatal que, desde el imperio romano a los grandes Estados unitarios y desde la Revolución francesa al código de Napoleón, constituye la estructura que sustenta la civilización europea.

Entre los clanes de las islas Marquesas vuelve a encontrar a los clanes de su Escocia natal, que recrea y admira en sus novelas: un mundo en el que la costumbre vale más que la norma, la palabra dada y el vínculo de sangre más que la ley escrita, la rebelión del individuo pronto a pagar con su espada más que los deberes para con el Estado, el canto popular que ensalza al rebelde más que los artículos de ley que condenan su delito.

Stevenson ha sido justamente definido como «un Heine escocés», y no sólo por la análoga presencia simultánea de amor por el pasado fantástico y ariostesca ironía que lo difumina porque es consciente de su irrealidad. Stevenson vislumbra y ama en su extravagante Escocia lo que Heine vislumbra y ama, con ironía, en la vieja Alemania, esto es, la abigarrada y poética variedad de un mundo premoderno, feudal, reacio a la uniformidad y a la nivelación impuestas por la modernidad, que por lo demás ninguno de los dos, ajenos a cualquier nostalgia retrógrada y reaccionaria, rechaza, de la misma forma que no rechazan el sentir liberal y democrático.

Pero esta conciencia de la diversidad del mundo le permite a Stevenson hacer justicia poética a las figuras y valores irreductibles a la civilización moderna y destinados a desaparecer, como los piratas de la inmortal
Isla del tesoro
o las creencias polinesias acerca de la permanente presencia de los muertos en la realidad de los vivos, creencias que Stevenson plasma con objetividad y sin comentario, perfectamente sabedor de que el único modo de entender las cosas es narrarlas.

La oscuridad del mar no se ha tragado la luz del faro, pero a menudo parece estar a punto de hacerlo. Stevenson es el autor de
El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde
, obra maestra en la que el angustioso peso del mal y la frescura de la narración se equilibran a la perfección, de
Markheim
, de
Olalla
y de tantos otros relatos en los que las tinieblas están siempre al acecho. Tusitala, que sabe encantar a los oyentes y a los lectores y goza de un talento especial para la felicidad, es experto en las laceraciones de la mente y del corazón y conoce la dimensión infernal y turbia de la vida.

Stevenson se siente quizás más atraído por el mal que por el bien, aun a sabiendas de lo obtuso y opaco que es el mal y de que la gracia de Uma saliendo del mar, en su relato
La playa de Falesá
, o la llana lealtad de Jim, en
La isla del tesoro
, son más poéticas e interesantes que el mal, que posee la potencia pero también la sordidez de la enfermedad. En
El señor de Ballantrae
plasma con pasmosa fuerza poética el lento triunfo del mal sobre el bien, la maldad de James que corrompe al bondadoso Henry hasta lograr apagar su bondad casi en una especie de idiotez, en una decadencia psicofísica en la que la herida del alma noble termina por convertirse en una repulsiva lesión de la mente y el cuerpo.

Con ser como era un maestro de la fantasía y de la técnica literaria, Stevenson peca a veces por exceso, se deja llevar por su talento y su versatilidad y escribe muchas páginas que están lejos del nivel de sus obras maestras. Pero la ligereza mozartiana de sus grandes libros le permite transformar musicalmente la realidad en una fábula desenfadada, lo mismo si se trata de historias inventadas que de una realidad trasladada con fidelidad, como
En los Mares del Sur
.

En esos mares Stevenson se convierte en Tusitala, el narrador de historias, amigo o hermano de los indígenas. En esas islas, como en las páginas en las que habla de ellas, encontramos la felicidad indecible del mar pero también una indecible melancolía. Esas páginas se abren a un inmenso mar al mediodía, a una extrema lejanía crepuscular en la que, incluso a la hora más luminosa, se advierte descender inmensamente la noche. Muchos de los habitantes de esos paraísos, imagen donde las haya del edén, son lotófagos que esperan la muerte y piensan en la muerte, en una soledad tan sin límites como el océano.

Sobre esa belleza pesa una flojera invencible, además de la melancolía inherente a toda belleza absoluta, que promete mucho más de cuanto pueda dar. En esas islas se recala, pero para volver a marcharse: «Todos ir», dice tristemente el rey en una de ellas, y tras cada marcha el mar vuelve a cerrarse sobre el breve encuentro como sobre un naufragio.

Stevenson se detiene, en Vailima, y echa raíces en esa isla, trabajando en sus libros como en las reparaciones de casa, permaneciendo en estrecho contacto con sus amigos europeos y sintiendo interés por el indígena que le dice que Cook no puede haber existido verdaderamente porque la Biblia no habla de él. Vailima, donde murió, es un lugar de vida, pero los encantadores Mares del Sur por los que navegó son un mar de Calipso, del olvido y la muerte.

Pero también en una de esas islas perdidas en la lejanía, en Apemama, Stevenson encuentra, en el rey Tembinok, no sólo a un tirano ambiguo, sino también a un compañero en las lides literarias. El rey, hablándole de unos versos que había escrito, le responde a Stevenson, que le había preguntado de qué trataban: «Enamorados y árboles y el mar. No todo como verdad, todo como mentira.»

1994

UN FORRO PARA «LOS BUDDENBROOK». LOS ENSAYOS DE THOMAS MANN

En el discurso pronunciado en el torreado ayuntamiento de Lübeck el 21 de mayo de 1955, poco antes de su fallecimiento, Thomas Mann, reconciliándose definitivamente con su patria hanseática (que no era sólo una ciudad sino, según su definición de treinta años atrás, una «forma de vida espiritual»), habló de un deseo imposible, el de que su padre, el estricto senador Mann, hubiera leído
Los Buddenbrook
—tal vez recubiertos, por decencia y timidez, con un forro que los hubiese hecho irreconocibles y hubiese impedido que los demás se dieran cuenta de que estaba leyendo aquel libro estremecedor e impío, que ensalzaba con profundo amor aquel mundo burgués del que él mismo era un pilar y al mismo tiempo escrutaba sin rémoras sus grietas, sus contradicciones y la muerte que se cernía sobre él.

De esa forma el senador Mann había leído
Nanà
de Zola, tapando las cubiertas del libro para no escandalizar a quien pudiera considerar aquella lectura indecorosa e inadecuada para la «estricta conducta de vida» que se requería a un gran burgués de la pequeña Lübeck. Pero
Los Buddenbrook
hubieran sido una lectura mucho más ilícita, más irreconciliable con aquella «estricta conducta de vida», porque ponían de manifiesto la decadencia a la que ésta, precisamente con su rigor, llevaba a aquel mundo, a sus valores y sentimientos, a toda su vida; ponían de manifiesto lo que eran en verdad la existencia y la obra del senador Mann y de la sociedad que representaba. La sola idea de que su padre leyera ese libro, y Thomas Mann lo sabía muy bien, era «inconcebible»; una imagen incestuosa, más inquietante y culpable, para el escritor, que un incesto limitado a la seducción erótica, que probablemente le escandalizaba menos. «No hay forro —no es factible ni imaginable— tras el que el padre hubiera podido leer
Los Buddenbrook
», escribió el hijo, autor de ese libro que narra el encanto, la grandeza, pero sobre todo la muerte de su familia y de toda la cultura que se encuentra reflejada en ella, y que narra sobre todo cómo esa muerte nace de la misma esencia de esa cultura, de su encanto y su grandeza.

El senador Mann habría podido leer en cambio los ensayos del hijo, que se había convertido en uno de los grandes de la
Weltliteratur
, de la literatura universal. Tal vez los ensayos de Mann representen el forro que permite ofrecer ese extraordinario libro —y los demás, nacidos como inevitables continuaciones suyas— en una sabia y seductora presentación, que deja intactas las reglas de convivencia y el profundo respeto a los demás y a sí mismo, a quien —sin ese forro— resultaría herido de muerte al leer el libro y a quien, habiéndolo escrito, está cruelmente herido por el sentimiento de culpa provocado por su crueldad y, aún más, por el dolor de herir y de ver herido de muerte a aquel mundo, a aquella grande, estricta, estremecedora burguesía del alma que, a pesar de sus críticas y de su alejamiento de ella, es para él el
humus
de su existencia y su escritura, la linfa de su ironía y de su afecto, la vida misma.

Rigurosos en la escrupulosa atención con que afronta, en cada ocasión, su objeto de estudio, iluminantes en muchas de sus intuiciones críticas y escritos en una prosa de afable seducción, los ensayos de Thomas Mann —valiosos para la comprensión de sus temas, que afrontan nudos esenciales de la cultura contemporánea y la literatura universal— son también (y tal vez sobre todo) un sutil y gigantesco comentario de su propia obra, una explicitación y explicación de los motivos presentes y escondidos en ella. No es un azar que casi todos —y desde luego los más importantes— estén escritos después de la Primera Guerra Mundial, tras la crisis y el viraje radical que transforman en profundidad la obra manniana y el tono de su voz, por mucho que intente durante toda su vida —convirtiéndose, desde ese momento en adelante, en un extraordinario autoexégeta y sobre todo en un mediador de los conflictos que hasta entonces había representado como insanables y narrado más que comentado— recomponer o mimetizar esa fractura, construir una continuidad, problemática pero sustancialmente armoniosa, de su propia obra.

Su producción ensayística, que constituye una continua apoyatura —con infatigable asiduidad, sentido de la responsabilidad y juguetona ironía— de su labor narrativa, imponente no sólo por su calidad, sino también por su mole y por el trabajo requerido, es el instrumento esencial de esa construcción de una continuidad que, por el solo hecho de ser tal, desempeña una función tranquilizadora y consolatoria, y espanta la insostenible radicalidad de la muerte, de la decadencia y sus monstruos interiores, del abismo, de las desavenencias irreductibles que desgarran la unidad de la vida y la civilización europea. En ese sentido los ensayos son un forro, o mejor un amplísimo, elaborado prefacio que hace un poco menos escandalosos a
Los Buddenbrook
y al resto de sus obras, incluidas esas
Consideraciones de un apolítico
que cierran para siempre la fase más creativa e inquietante de Thomas Mann, gigantesca y desfasada novela ensayística, exenta de toda medida y llena de aberraciones y de ciclópeas divagaciones pero asimismo de genio, enorme y desproporcionado ensayo que contiene en embrión, con una intensidad que quizás no volvería a alcanzar ya en el plano crítico, todos sus ensayos sucesivos, que constituyen su desarrollo, su consecución, su corrección, su retractación o perfeccionamiento, su «civilización».

En los ensayos Thomas Mann expresa la que, en 1937, llamó su vocación, que —decía— no era la de mártir, sino la de representante, consciente de serlo. A esa autodefinición —realizada en un difícil momento histórico en el que, ante el avance del nacionalsocialismo, iba asumiendo cada vez más el papel de portavoz oficial y autorizado del humanismo y la democracia— el escritor añadía algunas animosas especificaciones, diciendo que había nacido para traer al mundo un poco de serenidad superior. Al igual que muchas otras declaraciones de Mann dictadas por su sentido de la responsabilidad ético-política y por la vigilante administración de su genio y su figura personales, también esa glosa tendía a mitigar la verdad de su afirmación central, el malestar de quien se siente llamado no tanto a vivir cuanto a representar la vida.

La conciencia de la distancia que media entre la vida y la representación —que para plasmarla no puede evitar, por lo menos parcialmente, el perderla— es la conciencia de la necesidad, para el artista moderno, de instaurar esa distancia y recurrir a esa representación. Los ensayos analizan e ilustran este motivo, presente desde los primeros escritos de Mann, bien sea discutiéndolo en general o bien captándolo en los distintos matices y dimensiones que asume en los más diversos autores de la literatura universal, de Goethe a Tolstoi, de Nietzsche a Dostoievski. Los ensayos explican ese tema tan complejo y ambiguo incluso en el sentido etimológico del término que recordó Benjamín a propósito de las interpretaciones de las parábolas, «explicadas», «desplegadas» también como el folio con que se ha hecho un barquito de papel, que se despliega y alisa sobre la mesa. Esa explicación es asimismo reducción. Los ensayos de Mann traen realmente aparejada una «serenidad superior»; su amable profundidad, su estilo armonioso y afable, su sintaxis sinuosa y perfecta que impone orden a las ambigüedades y las contradicciones más tortuosas, la sonda que rastrea el abismo y ayuda a evitarlo, el mismo gusto por la hermosura de una palabra y una frase —de una belleza pastosa pero sobria, ajena a todo lenocinio estetizante— proporcionan una confortación real, le dan al lector la impresión de estar de alguna forma respaldado y justificado.

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