Este sincretismo exasperado es típico de los momentos de transición de una civilización a otra; no es casual que floreciera exuberante al final del Imperio romano y de la civilización antigua —época a la que la nuestra se parece cada vez más—, cuando prosperaban cultos supersticiosos de todo tipo y se fabricaban nuevos ídolos con los fragmentos de los agrietados dioses de todos los panteones. Aquella disolución encontró, entonces, en el cristianismo una nueva idea —fuerza capaz de dar sentido y unidad a lo real. Hoy en día no es posible saber si se podrá recomponer una unidad y qué idea del mundo podrá hacerlo; el mismo cristianismo, por primera vez, corre un fuerte peligro de desaparecer definitivamente.
La tendencia a reducirlo todo a algo facultativo es una defensa frente al trastorno de un mundo en el que objetivamente es cada vez más difícil decir qué es lo necesario y sustancial. Este nuevo sincretismo es distinto del sincretismo universal practicado desde siempre por todos, que ha hecho y hace suyas tanto la desesperación de Hamlet como la risa de los amantes de Boccaccio o la leticia de San Francisco. Cada uno toma, legítimamente, muchas cosas, incluso distintas y hasta opuestas, de todas partes, porque la vida no es dogma ni sistema, pero sólo se hace justicia a su creativa contradicción si se distinguen y respetan las diversidades en contraste, no si se las pasa por la batidora para obtener un confuso batiburrillo.
Toda elección ética concreta hunde sus raíces en el imprevisible caos de la existencia, en las vivencias de ese momento y ese individuo en concreto, pero ello no significa adecuar de antemano, cada vez, una ley moral a la situación. La ética existencial —ha escrito, en su defensa, el gran teólogo católico Karl Rahner— tiene apasionadamente en cuenta la irrepetible concreción de cada experiencia, pero es distinta de la pasiva y conformista ética de la situación, que se adapta simplemente a esta última. Simone Weil tenía una fe ardiente, pero algunas dudas acerca de ciertas afirmaciones de la Iglesia —ni siquiera fundamentales, pero tampoco facultativas— la llevaron a detenerse ante el umbral de ésta y a abstenerse, por respeto, de los sacramentos. Una actitud como ésta es mucho más religiosa que la de quien comulga sin saber siquiera si ha observado o no las normas prescritas para acercarse a la Eucaristía.
Lo
facultativo
inspira, como es obvio, sobre todo las opciones morales, porque es particularmente cómodo elegir a placer entre los mandamientos y las prohibiciones; un eunuco aceptará convencido y con gusto las prohibiciones ascéticas y un rígido puritanismo, un borrachín suprimirá la gula de la lista de los pecados capitales y ningún evasor fiscal relacionará su forma de actuar con el séptimo mandamiento que impone no robar. La esfera de lo facultativo se extiende cada vez más, engloba un territorio tras otro. Ha invadido y está progresivamente invadiendo también el ámbito de la ley, de lo que impone —o tendría que imponer— con ineludible necesidad el Código Penal.
Las recientes vicisitudes, más o menos —en realidad siempre menos, es más, bastante poco— misteriosas en relación a los secuestros de personas, se relatan y comentan de una forma que, poco a poco, borra la distinción entre comportamientos lícitos e ilícitos o bien la achaca a la casualidad de la situación y al estado de ánimo, como aguando progresivamente el concepto mismo de delito en sus distintas gradaciones y especificaciones, definidas no ya por la certeza del derecho, sino por la precariedad de las circunstancias y los sentimientos. La zona moralmente gris —otra palabra que tiene mucho éxito y que se repite como una cantilena psicodélica— se extiende como una mancha de aceite y en la zona gris nada es debido o prohibido, sino que todo es facultativo, esto es lícito.
En lugar de los confidentes de otros tiempos, a los que se les perdonaban algunos pecadillos a cambio de útiles soplos, ahora tenemos a «familias» de señores del crimen con las que el Estado «trata» casi de igual a igual, como en las negociaciones entre Estados soberanos, confiriéndoles de este modo credibilidad y legitimidad; toda cuestión tratable es, por definición, algo
facultativo
. Se marchita cualquier «tú debes» y «tú no debes»; el mismo secuestro se transforma imperceptiblemente, no suscita la execración que suscitaba y tendría que suscitar siempre, sino que acaba por parecer casi como una actividad anómala y criticable pero en cualquier caso, quién sabe, a lo mejor comprensible en ciertas situaciones, ya que la sociedad es inicua, la vida compleja, el corazón confuso y juzgar es siempre difícil. A este paso, dentro de algunos años la Anónima Sequestri
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bien podría convertirse en una sociedad por acciones con cotización en Bolsa.
Las discusiones sobre la justicia son también cada vez más aberrantes; en lugar de girar en torno a problemas urgentes y concretos (la aceleración de los procesos, la separación de las carreras de los magistrados, la corrección o el castigo de errores y abusos), evocan con frecuencia una absurda contraposición y exigen casi una elección de bando entre jueces y delincuentes, como si cometer delitos y perseguirlos fueran dos acciones de análoga dignidad entre las que es susceptible elegir en base a las convicciones e inclinaciones de uno, de la misma manera que se elige, en vacaciones, entre el mar y la montaña o se opta por votar a los conservadores o a los laboristas. Da casi la impresión de que la magistratura preocupa y ocupa más a los políticos que la mafia, que extorsiona, impide toda libertad o dispara delante mismo de los niños. Únicamente un clima ético-cultural de este tipo puede explicar, por ejemplo, que haya sido posible la inaudita, inconcebible frase de Berlusconi, que ha equiparado los magistrados a las Brigadas Rojas —a los asesinos de Bachelet, Croce, Casalegno y otros muchos, incluidos muchos jueces caídos en defensa de la ley y de los ciudadanos frente al terrorismo. No me cabe duda de que el propio Berlusconi —que ha asumido y es candidato a asumir de nuevo la responsabilidad del gobierno de Italia— ha sido el primero en arrepentirse de su ocurrencia autolesiva; es grave y sintomático que hasta las protestas respecto a esa declaración hayan sido demasiado morigeradas, como si no sintieran suficientemente su enormidad.
No todo puede ser facultativo. Elegir al gusto de uno, como en un menú, es agradable y, cuando es lícito, es también justo hacerlo cada vez que sea posible, porque no se trata desde luego de ser avaros con los placeres para uno mismo. Pero a veces no se puede. A su hija, que le exhortaba a ceder, a darle la razón al rey para salvar la cabeza, Tomás Moro, desde la cárcel en la que esperaba el patíbulo, le respondió que lo haría con mucho gusto, pues no era cosa de pamemas moralísticas, ya que él amaba la vida y también la buena mesa, pero «esta vez», añadía, «créeme, querida Meg, de verdad que no puedo».
1998
Los periódicos dieron hace poco la noticia de un sondeo realizado en Inglaterra, según el cual resultaría que numerosos sacerdotes anglicanos no saben bien cuáles son los diez mandamientos. Los breves comentarios al caso se guardaban bien, acertadamente, de insinuar que la Iglesia Anglicana esté menos preparada que las demás Iglesias, hermanas o rivales en el anuncio del Evangelio; entre líneas, si acaso, se leía una cierta admiración por esa presunta ignorancia, como si ésta bastase, por sí sola, para dar testimonio de una mentalidad más abierta y un ánimo más sensible, libre de formalismos esquemáticos y por ende más creativo y más capaz de caridad cristiana.
Por muy inconscientes que fueran, en los matices de esos comentarios emergía no un juicio sobre el clero anglicano —desde luego no menos digno que otros ni, como sucede en cualquier institución humana, menos exento de imperfecciones—, sino una actitud cada vez más difusa en nuestra cultura, que no hace referencia sólo a las Iglesias o las religiones, sino a la existencia en general. Si un sacerdote, cualquiera que sea su confesión, ignora el Credo del que está llamado a dar testimonio y no se preocupa por colmar dicha laguna, parecería obvio sugerirle que cambiase de oficio, lo mismo que a un profesor de matemáticas incapaz de hacer una multiplicación o a un médico que no supiera dónde está el páncreas o la clavícula.
Sin embargo a menudo las manifestaciones de ignorancia son recibidas con simpatía, como si revelaran alguna genialidad o por lo menos una sensibilidad superior al frío conocimiento de nociones sistemáticas. Se trata de una retórica chabacana. Por supuesto, es evidente que la posesión de las nociones no basta; no es suficiente saber dónde está el esófago para ser un buen médico ni dominar la gramática y la sintaxis para ser un verdadero escritor. Pero es asimismo ridículo suponer que basta con no conocer las bases del oficio de uno para trascender su rutina mecánica y alcanzar una mayor originalidad. No todos los que le dan patadas a la gramática son poetas, no todos los que se embarullan con el teorema de Pitágoras son geniales matemáticos, libres de fórmulas seculares y por ende dueños de una orgullosa creatividad.
Ésta se afirma siempre en su confrontación con las normas y las leyes, aunque sea para superarlas y fundar unas nuevas, como el poeta que renueva y revoluciona el lenguaje, pero a través del conocimiento de su estructura y de sus fundamentos. Los esquemas y las clasificaciones tienen una intensa carga de pasión y poesía, porque constituyen un esfuerzo por poner orden en el caos del mundo y por comprender, valorar y abarcar la realidad de la vida. No están desde luego a la altura de ésta, que no se deja disciplinar y sería ingenuo presumir de poderla afrontar siempre con reglas ya preparadas, colocando cualquier fenómeno imprevisible en su correspondiente casilla prefabricada. El mapamundi no contiene al mundo ni exime del riesgo ni de la seducción de aventurarse por sus laberintos.
Pero el mapamundi da color y relieve a la realidad, muestra por primera vez mares y mundos lejanos, descubre magnitudes y distancias, enciende fantasías y nostalgias; los intrépidos exploradores que salieron en otros tiempos en busca de lo desconocido estaban movidos, en el fondo de su corazón, por el amor a lo lejano, pero no desvariaban enfáticamente sobre el amor y la lejanía, sino que se ponían manos a la obra con el sextante y los compases, medían ángulos y circunferencias, hacían un balance de su navegación por mar y en ello consistía su poesía.
Nuestra cultura, enraizada en una época altamente racionalizada y dominada por el saber científico y tecnológico, está obsesionada por el miedo a lo artificioso y lo inauténtico, por la desazón ante la idea de perder frescura y espontaneidad y por el cómodo y retórico prejuicio conforme al cual el
esprit de géometrie
, el rigor conceptual, le corta las alas al
esprit de finesse
, a la espiritualidad y el alma. Haciendo ostentación de esta preocupación y convirtiéndola en una coartada para la pereza intelectual, se pretende que basta mostrar falta de claridad lógica para parecer ricos de sentimiento. De esta forma, para evitar el trabajo de buscarla de veras, se finge que la verdadera y auténtica vida es cosa fácil y al alcance de la mano y se hace alarde de una falsa simplicidad anímica, sin conseguir con ello más que una caricatura y una parodia de los valores que se pretenden afirmar, al igual que las tarjetas postales y los anuncios de verdes bosques y mares azules no son sino la falsificación de la naturaleza que se dice amar. Todo ello no revela ninguna profundidad de sentimiento, sino más bien aridez o banalidad encubiertas en una especie de papilla del corazón. Sin una libre y adusta sobriedad laica no hay verdadera fe ni verdadero amor a la vida que valgan.
Hace tiempo, en un programa televisivo, una atractiva señorita sentaba cátedra sobre la inquietud de su búsqueda espiritual reacia a todo sistema, de forma que, decía, si una tarde encontraba a alguien que le hablaba con entusiasmo del budismo, por la noche ella ya se había hecho budista, probablemente sólo por una noche. A lo mejor pensaba que su actitud podía escandalizar a quien respetaba códigos y catecismos, mientras que en cambio a lo que de veras ofendía no era sólo al budismo —uno de los grandes patrimonios de la humanidad, que es injurioso pretender conocer en dos horas— sino sobre todo al espíritu de libre investigación, que exige paciencia, atención y respeto por su objeto de búsqueda, conciencia de la dificultad de comprensión y capacidad de someterse al trabajo necesario para llegar a él. Para abandonarse al encanto de Natasha en
Guerra y paz
de Tolstói, hace falta por lo menos leer las novecientas páginas de la novela, sin presumir de comprenderlo y sentirlo leyendo sólo un resumen de cien páginas, como ofrecía hace tiempo una conocida revista. Quienes defienden el alma, la poesía, el corazón o la creatividad son hoy quizás quienes menos hablan de ello y aprenden en cambio, con el arrojo y la pudorosa paciencia del amor, las gramáticas de la realidad, con sus reglas y sus excepciones, tanto si se trata del decálogo, de ecuaciones o de las figuras retóricas del lenguaje. El reino de los cielos, está escrito, no es de aquellos que dicen continuamente «¡Señor, Señor!».
1997
Después de la tragedia, lo grotesco. Un bimotor EA6B de los marines norteamericanos cortó los cables del teleférico del Cernis, en Cavalese del Trentino, provocando la muerte de veinte personas. Las causas y las responsabilidades de la tragedia tienen que ser ratificadas por la investigación de la magistratura y no es formalmente lícito anticipar ningún juicio. Pero es increíble —y sería siniestramente cómico, si no hubiera veinte muertos— que durante tres días se haya discutido seriamente sobre si el avión, en el momento del accidente, se había salido o no de su ruta, como si hubiera sido posible lo contrario. Un inefable general Guy Vanderlinden, comandante en jefe de los marines en la zona de operaciones mediterránea, le replicaba tranquilamente al ministro Andreatta, que precisaba que el bimotor había abandonado la ruta autorizada a la altura de Riva, que «todo estaba en orden» y que el avión «había seguido la ruta regularmente autorizada por el mando de la base de Aviano».
El general —pero también todo aquel que se detenga aunque sólo sea un minuto a tomar seriamente en consideración sus declaraciones— evidentemente no sabe lo que es la lógica más elemental. Si un avión choca con un teleférico, las posibilidades son dos: o es el avión el que se ha desviado de su ruta, por el motivo que sea (accidente, avería, error, tormenta, bravuconería del piloto), o bien es el teleférico el que se ha salido de su recorrido establecido, el que ha dado un brinco en el cielo y ha arrollado al avión. No hace falta ser un genio ni un experto en aeronáutica para considerar más bien improbable esta última hipótesis, que en cambio el general considera evidentemente la más creíble, porque si en el momento del choque el avión circulaba por la ruta adecuada, quiere decir, necesariamente, que el teleférico había cambiado arbitrariamente de sitio y altura y que la aeronáutica militar estadounidense podría enviar una citación a los malvados o incompetentes manipuladores del teleférico por los prejuicios ocasionados a su bimotor.