Dejando a un lado las intervenciones —numerosas— nacidas al calor de las circunstancias, los ensayos se agrupan en torno a los grandes temas de la creación y la reflexión manniana. Un motivo central es el que representa la figura de Goethe, presente ya antes del giro del 1914-1918, pero todavía en sordina, y desarrollado después, ampliado, retomado una y otra vez hasta convertirse casi en una proyección autobiográfica, en un sapiente e irónico proceso de identificación, y sobre todo en el símbolo de esa alianza entre mito y humanismo que el escritor busca cada vez con mayor ahínco. Como se deduce sobre todo del espléndido ensayo
Goethe y Tolstói
, el poeta del
Fausto
es en primer lugar, para Mann, la encarnación de uno de los dos tipos ideales en que se establece la polaridad que le fascinó durante toda su vida: los hijos de la naturaleza —irresistibles, ligeros, brutales, seductores, demoníacos e inagotables como ella— y los hijos del espíritu, atormentados, reflexivos, moralistas, volitivos y dictatoriales. Thomas Mann modifica continuamente esta polaridad, que encontramos ya en la nostalgia de Tonio Kroger por las felices criaturas sin problemas de ojos azules y cabellos rubios, que es luego la nostalgia nietzscheana por la Vida más allá del bien y del mal, el deseo de Nietzsche de ser un dichoso e indiferente animal marino.
Goethe y Schiller, como Tolstói y Dostoievski, ejemplifican esa polaridad, que a veces corre el riesgo de conceder demasiado al estereotipo, pero que está analizada mediante una fascinante sutileza poética que la hace cambiar continuamente de signo, desvelando problemáticos abismos en los demoníacos benjamines de los dioses y demoníaca seguridad en los complicados hijos del espíritu. Goethe —y, mucho más, Tolstói— revela una grandeza mítica y una consonancia épica con el flujo de la vida, una profundidad inescrutable que puede ser también indiferencia, el impudor del niño, la «pretensión absoluta de ser amados» que impide separar el poderoso amor a la vida del narcisismo y acaba permitiendo sólo amarse a sí mismos. Schiller y Dostoievski palidecen en verdad, en tanto ideales polos opuestos, respecto a esos demonios; como si Thomas Mann, que se sentía ciertamente más cerca de ellos, estuviese más fascinado por los hijos de la naturaleza. Por lo demás es siempre el espíritu —y Mann es quien nos lo ha enseñado— el que siente la seducción de la naturaleza, que no puede experimentarla ni por sí misma ni por él, el cual a su vez puede encontrar sólo complicada y tormentosa, y no fascinante, su extraordinaria tensión moral e intelectual, su propia inclinación crítica.
A ésta —y a su labor heroica, generosa, inquietante, innovadora y abusiva— se dirige la admiración moral de Mann, unida a una cierta reserva frente a lo tortuoso de la misma. Al espíritu le compete cierta superioridad, pero también un rasgo repulsivo. Mann habla de un «eterno contraste entre la tranquilidad, la modestia, la verdad y la fuerza de la naturaleza, y la audacia grotesca, febril, dictatorial del espíritu». El espíritu —la «nobleza de espíritu», a la que se consagran los ensayos— consiste entonces en la mediación de ese contraste; no ya, advierte Tito Perlini, en una mediación dialéctica, que supera y suprime tesis y antítesis, sino en un mediar humanístico que las conserva a ambas en una conciliación oscilante, que se convierte para Mann en la esencia del humanismo y de la democracia.
Mann se esfuerza por recuperar para la democracia también esos elementos demoníacos, alemanes, que antes contrapuso a la democracia y a la «civilización». No pone velos a la brutalidad y la arrogancia inherentes a toda fuerza y toda gracia natural y subraya esos aspectos en muchas actitudes inaceptables de Goethe y Tolstói, demasiado inmunes a la debilidad como para poderla entender y paliar, sino que intenta incorporar esos elementos de demoníaca vitalidad al conjunto de los valores humanísticos democráticos. Sabedor del «estado de desconcierto en que la humanidad acaba siempre por encontrarse ante el genio reaccionario», trata de conservar pero también de domesticar la demonicidad vital (de por sí no democrática) —por ejemplo subrayando la inquietud, las turbaciones o los sufrimientos de los hijos de la naturaleza. Éstos generan desconcierto por su inescrutabilidad, que no parece tomar partido, que da la impresión de no basarse en nada y tiene algo de esfinge, de indecible, de demoníacamente neutral.
Absolutizadas en las
Consideraciones
, esas cualidades se convierten, en los ensayos, en una especie de vacuna que robustece al humanismo con una fuerte dosis de demonicidad y lo preserva de su disolución en la irracionalidad de lo demoníaco. Eficaz por lo que respecta a Goethe y a Tolstói, esta operación no deja de presentar sus peligros cuando se hace referencia a otros autores —por ejemplo a Dostoievski, que el título de un estudio de 1945 exhorta a leer y ensalzar «con medida», aviso que, si no es una obvia repulsa de la exaltación mimética que lleva a los lectores incautos a «dárselas» de dannunzianos o hemingwayanos, es una imperdonable cautela moralista que estorba a la verdadera lectura de un grandísimo autor cuyo genio y humanidad son sumos y desmesurados.
El
Bürger
alemán —la misma Alemania, la alemanidad— ya antes oscilante entre extremos opuestos (también entre Occidente y Oriente, pero, entonces, más inclinado hacia este último) se convierte en una forma de mediar entre los dos opuestos, en una conciliación humanística bajo el lema de una «nobleza de espíritu» —expresión indudablemente infeliz, que sugiere una espiritualidad vaga e históricamente abstracta— que no es otra cosa que la metabolización de los valores «apolíticos» en la democracia.
Goethe se convierte entonces, cada vez más, en el «exponente de la edad burguesa», en la «exaltación y transfiguración de ese humano estado del medio que llamamos burguesía alemana» y que en 1932, año de publicación del citado ensayo, ya no es la Alemania poética que se opone «a la literarización» (o sea a la democratización, a la civilización) del mundo, como en las
Consideraciones
, y ni siquiera la Alemania en vilo entre el humanismo de Settembrini y la metafísica totalizante de Naphta, como en
La montaña mágica
, sino que es una
Bürgerlichkeit
injertada en la democracia y convertida al humanismo democrático.
Goethe es asimismo un ejemplo de conciliación entre la concreción de lo particular, inmune a las abstracciones ideológicas y a las fórmulas genéricas del gusto de los «literatos de la civilización» rechazadas por Mann incluso después de su cambio, y la universalidad humanística de la democracia; entre la ética del trabajo cotidiano, de la tranquila perseverancia en los deberes —de la que Thomas Mann, que era un ejemplo de ello, se sentía también amenazado en su infatigable productividad— y la juguetona ironía con la que el «mago» (como le llamaban a Mann en su familia) sabía cambiar los papeles, burlarse del mundo, del público y el aplauso aunque por otra parte lo buscara y aceptara con reverencia.
En Goethe, Mann hallaba esa mezcla de demonicidad y urbanidad o incluso oficialidad. En los ensayos goethianos Mann supera y considera «infecunda» la distinción entre poesía y literatura proclamada por todo lo alto en las
Consideraciones
e implícita con frecuencia en las posiciones «apolíticas». Aquí poesía y literatura se unen y se distinguen —con una frontera siempre fluida— dentro de la persona y de la obra, son un poco el alma y el cuerpo de una individualidad sentida por lo demás como unidad indisoluble. Mann, «genial administrador de la herencia goethiana», como le llama Giuliano Baioni, aprende de Goethe —no en vano también protagonista de una famosa novela suya— las contradicciones de la modernidad, la antítesis entre existencia artística y existencia burguesa, y la profunda, insuprimible afinidad que une al escritor moderno con el impostor y el falsario. En los ensayos goethianos Mann suaviza esa antítesis, le da la vuelta —imitando también en esto a Goethe— haciendo del poeta un ejemplo de conciliación de esa antítesis, pero tal vez esta conciliación un tanto ampulosa sea a su vez un truco de falsario, digno del escritor que era también el creador de Félix Krull, el estafador, el divino granuja.
Aparte de Goethe, la protagonista de los ensayos es obviamente la constelación Schopenhauer-Wagner-Nietzsche, cuya presencia es decisiva como ninguna otra, hasta el último momento, para la formación y la visión del mundo de Mann. Su amor, a cada uno de los tres, es constante, fiel hasta la muerte; unos cimientos de los que no puede ni quiere separarse y que él, por lo demás, proclama expresamente en los ensayos. También en este caso la radicalidad de los tres grandes, a los que en las
Consideraciones
hacía inconciliables enemigos y desmitificadores de la modernidad democrática y de la «civilización», es suavizada de alguna manera y retocada hasta hacerla integrable en la
humanitas
, término que, de nuevo, se desplaza del ámbito «desesperadamente alemán» al democrático-occidental. Incluso el pesimismo de Schopenhauer, tan inquietante en
Los Buddenbrook
, acaba imperceptiblemente domesticado en un «humanismo pesimista» más tranquilizador.
Esta operación no ofusca la lucidez con la que se ilustra la esencia de su obra, la penetrante finura del análisis, su fascinante y musical evocación. Por lo demás, es una operación perfectamente legítima, además de política y moralmente merecedora de todos los respetos en los terribles años de tiranías y muerte en los que se lleva a cabo. En el fondo es lo que hace —sin conciencia crítica y sin esfuerzo— cualquier lector común, libre de prejuicios ideológicos o antiideológicos, cuando se conmueve ante una extraordinaria y terrible página en la que se plasma el abismo de la vida y no se preocupa ni de que eso turbe su adhesión a una reforma social ni de que esta adhesión descalifique como ilícito a ese abandono poético al sentido del abismo.
De particular importancia es la personalidad de Nietzsche, que acompaña a Mann desde sus primeros relatos hasta más allá del
Doctor Faustus
. En las
Consideraciones
, la figura y 1a obra de Nietzsche emergían con toda su carga inaudita y subversiva, en su alemanidad antialemana y su alcance europeo y mundial, en su ambigüedad «literaria» entre la exaltación de la vida y el amor a la muerte, la destrucción de la moral y la severidad moral, en la esencia metafórica de ese pensamiento-poesía que sacó de quicio a un milenio entero de orden conceptual. El único espejismo fue el de hacer de Nietzsche un adversario del siglo XVIII (identificado con el progresismo ilustrado) y el defensor de un oscuro y demoníaco siglo XIX, cuando es justamente este último, con su
pathos
épico y moral de progreso, lo más lejano a Nietzsche, cercano en cambio a la sobria, desencantada y cínica lucidez del siglo XVIII francés. En el ensayo del 47 retrata e interpreta a Nietzsche con extraordinaria y amorosa inteligencia, implicada y a la par distanciada, pero al final se le recupera a él también —indudablemente amputado de algunos de sus componentes más preñados de futuro— en un «humanismo con un fundamento y un acento religioso» que si bien no es difícil encontrarlos —y con vehemencia— en su obra, no constituyen lo más señalado de su herencia en la historia de la civilización.
De los tres, la presencia más relevante en los ensayos —y más desarrollada respecto a las
Consideraciones
— es la de Wagner; el estudio más importante de cuantos le dedica constituyó, como es sabido, la ocasión del abandono definitivo, por parte del escritor, de la Alemania nazi. A pesar de sus distintos desarrollos, la interpretación wagneriana de Mann permanece ligada a la del amor agresivo e infeliz de Nietzsche hacia el músico, a la doble ética que lo impregna y que Guido Morpurgo-Tagliabue definió como una mezcla de confesión y mistificación, una tragedia auténtica y al mismo tiempo tartufesca, «una tragedia escrita que tapa a la vivida»; también Mann percibía en ella un «panegírico de signo opuesto». Mann ve a Wagner como una extraordinaria simbiosis de genio y charlatanería, es decir, como una expresión extraordinaria de la inevitable y mistificada vulgaridad del arte en la sociedad de masas —interpretación nietzscheana que sigue siendo iluminadora por muy sectaria que sea en la comprensión del arte en la sociedad de masas, pero que, por lo que respecta a Wagner, no hay que tomar al pie de la letra ni como un juicio en firme.
La posición de Mann sobre Wagner, a pesar de sus finísimos matices y diferencias, es más nietzscheana después de 1918; ya en las
Consideraciones
, sin embargo, Wagner representa la ambigüedad del artista alemán y moderno, un crítico de Alemania que les parece típicamente alemán a los extranjeros; y ya en las
Consideraciones
se le compara a Zola y a Ibsen por la técnica constructiva basada en el símbolo y en el
Leitmotiv
. Mann retoma y profundiza en 1933 y 1937 estos elementos en una lectura en la que, adentrándose en las miserias y la grandeza de Wagner y casi reflejándose en el análisis de su técnica compositiva, penetra y esculpe la potencia del arte wagneriano y sobre todo su extraordinaria —moderna— capacidad de unir un mítico primitivismo con la psicología o mejor aún con el psicoanálisis.
El giro más radical de Mann hace referencia precisamente a la psicología. En las
Consideraciones
la había descalificado como «la cosa más mísera y vulgar que pueda existir», útil únicamente para desmontar el mito, para «aislar» de forma intelectual y por consiguiente «ensuciar» los elementos individuales de la vida indivisible, antitética pues de la poesía. Ahora en cambio la psicología resulta aliada del mito como una razón humanística que se aventura en las tinieblas para tratar de entender mejor su verdad y, por consiguiente, desmochar el poder destructivo que deriva del abuso irracional y oscurantista de las fuerzas oscuras de la vida y del mismo regazo de la muerte, pero no ya para achatar ese reino de lo profundo. La alianza de mito y psicología se convertirá en la fórmula del humanismo manniano experto en las tinieblas y será alianza de poesía y democracia —
Kultur
y
Zivilisation
, liberadas ambas de sus degeneraciones, en una labor de recíproca emancipación— como en el ensayo sobre Freud o en las novelas sobre José.
Tal vez los mejores ensayos sean los que, aun analizando con precisión los textos de algunos autores, abrevan en el corazón más profundo del arte manniano y de su «patria del sentimiento» y son, en el fondo, no menos autobiográficos que los, espléndidos, dedicados a Lübeck. Los estudios sobre Platen, Fontane, y sobre todo sobre Storm. Al medirse con Platen, Mann afronta —con extrema sobriedad— la relación existente entre la belleza, la muerte y el eros homosexual que impregna también su ensayo sobre Miguel Ángel, en el que resuenan turbaciones vividas en el ocaso de su vida, y que ya habían dado sustancia anteriormente a otras obras, la primera de todas
La muerte en Venecia
. La homosexualidad, socialmente estéril, está ligada para Mann a la belleza y la muerte, a un estremecimiento tanto más intenso cuanto más doloroso, y a la esencia del Eros, de su simbiosis de sacralidad e indecencia. Mann trata de salvar e integrar asimismo a la homosexualidad —como a las demás pasiones «apolíticas», demoníacas y prohibidas— en un humanismo positivo, que dome su carga anárquica y mortal, como se ve en el interesante y desagradable ensayo
Sobre el matrimonio
de 1925 —tema que, por otra parte, no hay que contar entre los más felices del escritor, puesto que su mucho más famosa y elogiada
Carta sobre el matrimonio
, escrita como obsequio a su mujer Katia, roza, en su consumada afabilidad, lo empalagoso y no consigue enmascarar su sustancial aridez, disimulada en un prosaísmo intencionalmente acentuado por la responsabilidad y el recato, que aludiría a afectos más fuertes silenciados por pudor, pero en realidad verdaderamente ausentes. Mann ve en cualquier caso la homosexualidad —elemento poético en sus novelas e inquietantemente perverso en su vida y sus diarios— con una óptica decimonónica, como algo numinoso pero también ilícito y mortal.