Esa serenidad, desde un punto de vista poético, es un arma de doble filo, un mérito y un límite. Hasta la Primera Guerra Mundial, en las obras de Thomas Mann no hay serenidad —a no ser esa serenidad que, de alguna manera, está siempre presente en la gran poesía, incluso en una poesía de muerte o tragedia, en la que hay, a pesar del horror, un estupor encantado, un resuello profundo, la epifanía de algo arrollador, esa experiencia captada en el Solón de Pascoli: «del flautista quejumbroso, que llora, / gozar, pues en el corazón se te muda / su dolor en tu felicidad.» Pero esta felicidad dolorosa, que una obra maestra como
Los Buddenbrook
ciertamente comunica, tiene poco o nada que ver con la serenidad y la conciliación de los conflictos; nace por el contrario del abandono al fluir de la vida más allá del bien y del mal, de la expresión poética de su insostenible intensidad y la indisoluble unidad y presencia simultánea de sus contradicciones, que la hacen insensata y encantadora, estremecedora y brutal, estúpida e insondable.
El mayor Thomas Mann es el de
Los Buddenbrook
, el de
Tonio Kroger
y el de
La muerte en Venecia
, como había visto ya hace setenta años Ladislao Mittner; es también el autor de un libro desencaminado y fallido —pero grandioso y arrollador— como las
Consideraciones de un apolítico
. El mayor Thomas Mann es el que, como escribe Cesare Cases, en
Los Buddenbrook
«espía el surgimiento del dilema sin intentar todavía mediar en él».
Los Buddenbrook
encantan, estremecen, le llenan a uno de melancolía, pero no tranquilizan, y tampoco
Tonio Kroger
o
La muerte en Venecia
; las
Consideraciones
irritan, agotan, atascan, agreden y chocan sin miramientos, tienen la calidad del verdadero libro que, decía Kafka, impresiona como un puñetazo.
Salvo algunas excepciones —normalmente de muy notable intensidad intelectual y poética, como el espléndido
Bilse y yo
de 1906 —los grandes ensayos surgen después de 1918, es decir, tras aquel auténtico viaje a los infiernos del germanismo y de sí mismo y a los Orígenes de la crisis epocal de la civilización que representa la primera guerra, al término de la cual Mann, nada más acabadas las
Consideraciones
, empieza a darles la vuelta y a cambiar de rumbo, hasta volver del revés sus posiciones, convirtiéndose poco a poco en un representante de aquel compromiso civil que en las
Consideraciones
había denunciado como falsificación ideológica, luchando ahora —con una participación cada vez mayor— por la democracia, que hasta entonces había rechazado, y atareándose para mediar y conciliar aquellos opuestos y aquellas contradicciones de cuya exasperada inconciliabilidad se había nutrido, hasta entonces, su arte.
Desde Lübeck, Mann había aprendido a vivir el espíritu burgués como un destino y esta identificación del burgués con el hombre
tout court
le permitió vivir y representar con extrema intensidad el crepúsculo de aquella civilización burguesa, humanística, particularista y al mismo tiempo universal, un crepúsculo que todavía nos envuelve y del que Mann veía nacer los monstruos de la decadencia, la barbarie y la irracionalidad. La libre ciudad hanseática, donde nació el año 1875, estaba regida por una burguesía inspirada en las corporaciones medievales y en la ética del provecho; era un microcosmos autónomo, refractario a cualquier sentido hegeliano del Estado y a la política en sí misma, entendida como ideología moderna del Estado y como injerencia del poder público en la esfera privada; era uno de los muchos corazones del particularismo alemán, de su multiplicidad romántica, excéntrica y demoníacamente distinta respecto a los Estados europeos occidentales.
El decoro burgués, basado en la consagración al trabajo, en la rectitud y el prestigio social, era una representación en la que se creía con pasión. En
Los Buddenbrook
, ante el cadáver del tío Gotthold, que había renegado del
ethos
familiar casándose por amor en contra de las razones de interés y conveniencia que imponía la tradición, Thomas Buddenbrook piensa que el tío rebelde no había tenido la suficiente poesía ni fantasía para entender el profundo significado simbólico que podía esconderse tras la obediencia fiel al honrado emblema de una empresa familiar y a su prosperidad. De este
ethos
es del que recibe Mann el sentido inflexible y vehemente de la forma, la disciplina del trabajo transferida a su disciplinadísimo trabajo artístico, el apasionado respeto del límite que es amor a la vida, amenazada por lo informe. Tal vez esa disciplina burguesa aplicada al trabajo artístico sea el más sólido hilo conductor en torno al cual gire toda la obra manniana, confiriéndole unidad incluso más allá de la inversión de rumbo que del germanismo antidemocrático le llevó a la democracia humanística.
Si la casa hanseática estaba protegida por el honrado emblema comercial, detrás de aquel emblema resonaban a menudo las notas de los
Lieder
, que tanto le gustaban a la exótica madre de Mann, y poco más allá, hacia Travemünde, el lugar de vacaciones a orillas del Báltico, estaba el mar, con la «trascendencia musical» de su aliento, el aliento épico de la vida que siempre se renueva pero disuelve en su transcurso las formas, los individuos y las generaciones. En la intimidad acogedora y nostálgica del
Lied
, Mann sentía vibrar la
Bürgerlichkeit
, una patria burguesa del sentimiento que no se identificaba con ninguna
bourgeoisie
, con ningún orden social determinado, pero donde sentía sin embargo resonar el indecible estremecimiento de una forma que remite más allá de sus propios límites, de una felicidad que naufraga en lo ilimitado, de un olvidadizo abandono cuyo secreto se sustrae al cálculo y al trabajo sin los cuales no habría nacido esa melodía que lo expresa. El
Lied
es la esencia del alma alemana, y los alemanes, el pueblo musical por excelencia, buscan la vida, según Mann, en una misteriosa esencia que huye de las tranquilizadoras mediaciones de la razón humanística, o sea en la muerte.
La antítesis entre la vida, sana pero banal, y el espíritu que la comprende y refina pero la esteriliza, es un motivo debatido por la cultura del fin de siglo, que Mann recapitula y resume. Aunque él, en
Los Buddenbrook
y en el resto de sus grandes obras escritas antes de la guerra mundial, lo elabore con sutil inteligencia y extraordinaria poesía, no se trata de un tema original. Ya Schiller, en su ensayo
Sobre la poesía ingenua y sentimental
, primer e insuperado diagnóstico de la contradictoria situación del arte en el mundo moderno, había abordado las dificultades que le impiden al escritor representar el mundo sin perderlo, la antítesis entre la poesía que se identifica con la vida y la poesía que, como la moderna, siente que la ha perdido y puede expresar solamente esa falta y esa nostalgia.
En su narrativa y en sus ensayos Mann retoma incesantemente, con múltiples variaciones, esa contraposición, declinándola en distintas parejas de contrarios que no permiten ninguna síntesis dialéctica entre ellos: arte y vida, vida y espíritu, arte y burguesía, naturaleza y espíritu, caos y forma; criaturas de cabellos rubios y ojos azules que se sienten felizmente satisfechos en la inmediatez y almas complejas, pero que se han vuelto áridas y de esa inmediatez sienten sólo la añoranza; héroes de la tensión moral como Schiller, que luchan incansablemente para conquistar la gracia, y demoníacos benjamines de los dioses como Goethe, que encarnan la inquietante y abigarrada energía vital.
Thomas Mann es un genial epígono de la gran literatura de fin de siglo, que rastreó esos problemas con una profundidad todavía inigualada. Ibsen —por el que Mann sentía una profunda admiración, hasta el punto de encarnar el papel de Gregor Werle, el funesto y fanático charlatán de la verdad sin amor, en una representación de
El pato salvaje
en el año 1895 —había formulado con definitiva claridad el irresoluble conflicto que existe entre vida y representación, la culpa de la existencia y del arte que se devoran recíprocamente, el dilema letal entre represión y caos. En
Los Buddenbrook
hay una disensión insoluble entre dos formas igualmente destructivas, la represión —el
pathos
de la compostura, que encauza la disolución sofocando sin embargo la vida— y el abandono a esa disolución, que rompe los grilletes pero también cualquier cauce y cualquier valor, desembocando en la autodestrucción y la barbarie mortales. Ibsen, y junto a él otras grandes voces de la cultura de fin de siglo, sobre todo escandinava y centroeuropea, había plasmado el malestar de la civilización con inexorable lucidez y profundo estremecimiento, con la persuasión de que las antinomias de ese malestar eran insuperables, pero con la persuasión también de hundir sus propias raíces en aquel
impasse
.
La formación de Mann está determinada por la constelación Schopenhauer-Nietzsche-Wagner, esto es, por esa gran
Kultur
universalista, cosmopolita y a la vez «desesperadamente alemana» —por utilizar una definición suya— que escrutó con inigualable radicalidad la Medusa de la modernidad, la transformación epocal de una civilización plurisecular, viendo en las ideologías de la Modernidad —liberalismo, democracia, fe en el progreso— no una superación, sino un síntoma y un factor de ese malestar y esa crisis. Hasta 1918, Mann se reconoce —ideológicamente, aunque estuviera persuadido de oponerse de esa forma a toda ideología— en las afirmaciones y sobre todo en las negaciones de los grandes «enemigos del pueblo»: Kierkegaard, Nietzsche, Schopenhauer, Burckhardt o Wagner (que por lo demás, en ese aspecto, no es ciertamente asimilable así como así a la
Kulturkritik
conservadora-reaccionaria) entre otros.
Se trata de una cultura heterogénea y contradictoria y sin embargo inconfundible en su intraducible
pathos
, que Carlo Antoni sentía vibrar en la propia palabra
Kultur
. En ella Mann agrupa con fervoroso consenso a cimas extraordinarias como Nietzsche y a ideólogos nacionalistas de pacotilla como Paul de Lagarde. Esa cultura puso al descubierto, con implacable y liberatoria lucidez, algunas de las contradicciones más lacerantes, trágicas y triviales, de la moderna sociedad de masas, de sus grandes conquistas civiles, de las conquistas aparentes y de sus reversos que a menudo las distorsionan o incluso vuelven del revés; negó con impulsiva y revoltosa alergia el progreso democrático y la ideología de ese progreso. Desde este punto de vista, dicha crítica representa una metáfora iluminadora, una levadura indispensable para la comprensión y la corrección de las sociedades democráticas y progresistas; pero si se pretende hacer de ella el manjar principal o único —como hace la ideología antidemocrática— y tomar (o peor, aplicar) al pie de la letra sus metáforas, se cae en una retórica brutal y chabacana, desde luego no menos filistea que el aborrecido filisteísmo progresista contra el que se alza. El mismo Mann, en las
Consideraciones
—que sin embargo están impregnadas de ese equívoco y no por cierto exentas, junto a sus brillantes epifanías, de torpezas, pesadeces y vulgaridades— escribe que no hay que tomar al pie de la letra ninguna de las afirmaciones de Nietzsche y llega incluso a admitir, en una de esas contradictorias ambigüedades con las que se supera y da la vuelta a sí mismo con inigualable maestría, que hasta la batalla «apolítica» contra la injerencia moderna y totalitaria de la civilización se convierte a su vez en política —mala política y mala ideología, podríamos añadir, tanto más malas cuanto más persuadidas de hablar en nombre de la vida contra los artificios ideológicos.
En las
Consideraciones
Mann lucha, de mil maneras, contra un peligro que le parece ruinoso para la vida, para el arte, para la libertad interior y para Alemania, que se le antoja la patria de esos valores. Lucha contra la ideología democrática del compromiso y el progreso —de la
Zivilisation
— que absorbe al individuo, penetrando hasta el interior de su conciencia y ahogando la peculiaridad de su persona y sus sentimientos. Dicha ideología, a su parecer, nivela las diversidades, aplana toda interioridad y toda metafísica en una reducción sociológica o psicológica, reemplaza la verdad por la opinión, el diálogo errabundo por el debate y la firma de un manifiesto, el estremecimiento del
Lied
por la frase hecha, las cosas últimas por el orden del día, la
Kultur
por la
Zivilisation
.
Frente a esta amenaza —que él enfatiza sectariamente, sin prestar la debida atención al progreso real que ha traído aparejada la democracia y sobre todo a los desastrosos efectos de la antidemocracia, pero que constituye una amenaza real no sólo para su arte, sino para la autonomía interior del individuo—, Mann reacciona con el «gigantesco rescripto de dolores» de las
Consideraciones
, que él mismo definió diez años más tarde como «una batalla de retirada en gran estilo —la última y la más tardía de un espíritu burgués alemán y romántico— combatida con plena conciencia de su vanidad y por consiguiente no exenta de nobleza de ánimo».
Aparte del rechazo del
pathos
democrático y la propaganda antigermánica, a menudo realmente facciosa, Mann aspira a defender al burgués alemán, su fidelidad conservadora y al mismo tiempo anárquica y vagabunda, del «imperialismo de la civilización», y en esos «charloteos sobre lo profundo» (como los llamaba desdeñosamente su hermano Heinrich, el «literato de la civilización» por excelencia) se enreda en una serie de contradicciones inextricables. Su burgués alemán es el habitante del burgo de la pequeña ciudad que es a la par
Weltbürger
, cosmopolita abierto al mundo, en un sentimiento humanístico de supranacionalidad que es lo contrario de todo internacionalismo democrático, porque se nutre de germanidad incluso cuando es extraordinariamente crítico hacia Alemania, como lo son todos los grandes alemanes modelos de «apoliticidad», desde Goethe a Wagner pasando por Nietzsche.
Este
Bürger
es lo contrario del
bourgeois
afrancesado, literato e intelectual, porque vive en los valores perennes del corazón y la metafísica y se niega a creer en la primacía moderna de la política y el Estado y a someter a éstos los valores espirituales, según el lema del intelectualismo progresista y de su panpolitización. Política y Estado tienen el deber de proteger desde el exterior la esfera de la
Kultur
y, en tales funciones, es menester servirles sin una participación interior, pero con disciplina y sacrificio indiscutibles; Mann concilia de este modo el Reich de Bismarck y Nietzsche, que lo odió y vituperó, porque no se le escapa que la gran cultura conservadora que niega todo valor a Estados y gobiernos —de Schopenhauer a Nietzsche pasando por Burckhardt— acaba por apoyar siempre de buena gana a gobiernos autoritarios que le permitan continuar sus aventuras del espíritu. Como ha escrito Norberto Bobbio, el que dice rechazar por igual a derechas e izquierdas es de derechas. Esa actitud, según Mann, es una misión y un destino de los alemanes, que, como Hamlet, no han nacido para la acción —para la política— pero están llamados a ella, en un cometido por consiguiente trágico.