Utopía y desencanto (28 page)

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Authors: Claudio Magris

Tags: #Ensayo

BOOK: Utopía y desencanto
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El «viejo Fontane» es el ejemplo vivo de la alemanidad profunda que es a la vez espíritu europeo y cosmopolita y espíritu del relato, epicidad también nacional y universal,
ethos
e ironía, fidelidad conservadora y apertura a lo nuevo, orden prusiano y gitanesca libertad del corazón, complejidad en la que Mann se reconocía y de la que se sentía heredero y continuador a mayor escala. Pero es en concreto el admirable ensayo sobre Storm el que nos introduce, acaso más que ningún otro, en el corazón de la poesía manniana y de su concepción de la relación entre arte y burguesía. Desde las espléndidas páginas de las
Consideraciones
, el significado simbólico que Mann atribuye a Storm viene de un capítulo de
El alma y las formas
de Lukács, obra maestra del ensayo moderno. Sin embargo Lukács, por su parte, había encontrado, indirectamente, el origen de la imagen de Storm en el espíritu y la atmósfera de las primeras novelas y relatos mannianos, dando comienzo así a la complementariedad que llevará al gran narrador y al gran ensayista a iluminarse y completarse recíprocamente. Thomas Mann —que en
La montaña mágica
refleja a Lukács en la figura de Naphta y que interviene ante el canciller austriaco Seipel en defensa del filósofo comunista húngaro exiliado en Viena— toma de Lukács el sentido explícito de su propia «búsqueda del burgués» y le suministra a su vez el ejemplo y la clave para la elaboración de su teoría sobre el realismo crítico, que el otro formula sobre la base de su narrativa. Lukács completa y aclara la odisea manniana que va desde el
Bürger
alemán al artista, con su intento de evitar al
bourgeois
, señalando sin embargo la falta fatal, en Alemania, del ciudadano, del
citoyen
democrático, y la necesidad de encontrarlo o mejor aun de crearlo, dando la vuelta de ese modo a las
Consideraciones
.

Ya en éstas, Storm representa la absorta interioridad, la perdida nostalgia del corazón, unidas a una sólida habilidad artesana y a una burguesa seriedad profesional que abarca a la vez al mundo del trabajo y al de los sentimientos. La burguesía —la
Bürgerlichkeit
— es una forma de vida que atribuye su primacía a la ética, a la laboriosidad, a la regularidad y al orden de lo que se repite y es menester desempeñar como un deber; en esta tranquila consagración a la tarea cotidiana se expresa un cálido mundo de sentimientos, de afectos y nostalgias, una poesía de la existencia sencilla y misteriosa por lo sencilla y cotidiana que es, un estremecimiento que esa sólida ética burguesa contiene y a la vez salva.

Es ésta la belleza —la belleza de la vida— hacia la que tiende Mann, muy distinta del estetismo dannunziano que, en cuanto desgajado de la ética, el escritor rechaza con desprecio como «cosa de italianos y espaguetantes del espíritu». Mann podrá decir que su
Tonio Kroger
es una continuación del
El lago de Immen
de Storm, la apartada poesía del corazón de la provincia alemana convertida en poesía de la crisis que agrieta a la civilización europea. En el estudio sobre Storm de 1930 Mann desarrolla y profundiza estos motivos, con una especial referencia a la lírica, que evocan admirablemente esa patria del sentimiento, casera y nórdica —impensable sin la melancólica e íntima intensidad del paisaje nórdico— a la que Storm presta su voz y que constituye el más genuino y poético paisaje del ánimo de Mann.

A esta peculiar sensibilidad compartida por la luz del norte, ejemplificada asimismo en otros ensayos —por ejemplo en el dedicado a Hamsun, punto de referencia central para Mann— se opone en cambio un sustancial extrañamiento respecto a la civilización austro-habsbúrgica, a la que le dedica artículos breves y circunstanciales, poco más que decorosas formalidades. Mann habla con amable respeto de Grillparzer, Altenberg, Hofmannsthal y Kafka, pero sus observaciones no están a la altura de la complejidad de ese mundo que sustancialmente se le escapa, como se ve con particular evidencia en el caso de Kafka, a cuya grandeza rinde desde luego homenaje, pero sin rozarla siquiera. También en las
Consideraciones
ese mundo —que sin embargo habría podido ofrecerle un formidable contraaltar anárquico-conservador a la democracia palabrera de los literatos de la civilización— está ausente. En esas páginas Mann se contraponía a la modernidad progresista en nombre de una tradición más antigua, pero en realidad reciente y, por si fuera poco, mucho más comprometida con esa modernidad occidental que lo que él creía. Su «apoliticismo» alemán es esencialmente protestante, es por consiguiente una matriz de la modernidad revolucionaria, democrática y política. La tradición austríaca, católica y barroca se remonta a una
ecumene
mucho más antigua y profunda, a una unidad mucho más radicalmente «otra» respecto a la modernidad democrática y precisamente por ello extraordinariamente capaz de abrirse a la comprensión y expresión de la crisis contemporánea, posmoderna, al mundo incierto, fragmentario y tentacular nacido de las ruinas de la totalidad moderna.

Thomas Mann era extraño a la
ecumene
danubiana plurinacional; aunque haya visto aguda y generosamente el genio de Musil, permaneció extraño a la radical revolución del lenguaje y la novela que llevó a cabo —con una simbiosis de arte y ciencia lejanísima de las formas y el espíritu de la gran épica decimonónica— la literatura austriaca del siglo XX.

La temática de los ensayos de Mann es amplísima, signo de una versatilidad y una disciplina que van en aumento según pasan los años, en un
crescendo
de compromisos y deberes que acaba por abrumarle y lo induce a refugiarse, en un gesto extremo de defensa, en el manierismo y el estereotipo, en medio de los cuales, en los momentos más insospechados, resplandece el relámpago del genio o la malicia del mago. Geniales aperturas sobre la literatura universal, ora ambivalentes (las miopes reservas acerca de Strindberg) ora generosas (la admisión de que era incapaz de escribir grandes cosas como
Lord Jim
); evocaciones autobiográficas de distinto calibre y longitud, casi elásticamente modulables a placer; comentarios a las peripecias políticas de decenios espantosos, autointerpretaciones de sus propias obras maestras, divagaciones sobre el cine y el teatro, conversaciones radiofónicas. Un compromiso político acuciante y noble, sobre todo en su lucha contra el nazismo, que exige un alto precio, porque Mann se da cuenta, como escribió en una ocasión, de que no se trataba sino de «sermones» —sermones democráticos, más necesarios en aquel momento que una obra de arte, pero sin embargo pensados siempre por quien, en las páginas de las
Consideraciones
, había visto con agudeza en la perenne movilización a favor de la expresión de opiniones y la predicación uno de los más graves riesgos y más pesados fardos para el escritor contemporáneo.

A veces, igual que un órgano forjado por lo menos en parte por la función, el sermón se expone a convertirse en un hábito, a convertirse en el estilo y el tono estable del escritor; un estilo perfecto pero demasiado hermoso, demasiado liso, demasiado tranquilizador, que transforma una falta de magnanimidad en una benevolencia ceremoniosa y oficial, prodigada a todos como si fuera un cigarro o una cruz de caballero. Ese refinado decoro se vuelve casi indecoroso en el tono con el que, por ejemplo, Mann escribe el prólogo a un libro en memoria de su hijo Klaus, que se suicidó tras una vida de cuyos padecimientos la frialdad del padre no era desde luego del todo inocente. Resultan intolerables la falta total de tormento y la noble mesticia, casi complacida, con las que Mann habla de la «vida precozmente concluida de mi querido hijo» que se ha ido «sin preocuparse de las penalidades de todos nosotros», comentando con una exclamación retórica («¡oh, cuánto en contra de mi afecto!») el hecho de haber proyectado una grave sombra sobre su vida e incluso casi enorgulleciéndose de no experimentar «amargura si al final no pudo pensar en nosotros», como si se tratase de un extraño o de alguien con un sentimiento de culpa respecto a él y no al revés. Quizás, en todo este asunto, hay que ver también el peso del trabajo y de la intercambiabilidad de todo, de la indiferencia que ello trae consigo, al igual que el dinero.

Lo mismo que a Goethe, también a Mann se le pidió acaso demasiado, aunque también se le diera mucho y aunque, como decía Cassio, si somos esclavos la culpa no es de las estrellas, sino de nosotros mismos. También en esa férrea y perseverante disciplina en el desempeño de los cometidos que el mundo le requería, Mann se identificó con Goethe y con su extraordinariamente sobrio sacrificio burgués. Hay algo heroico y al mismo tiempo también mecánico en su predicación, en su conversación, en sus intervenciones en la radio, sus ponencias, sus prólogos o sus respuestas a las innumerables cartas que recibía. Ningún orador oficial escapa al peligro de ser objetivamente falso, falso de buena fe, como Mann había aprendido del vituperio que le endilgó Strindberg a Bjornson. Mann afrontó ese papel, que no excluye riesgos de ese tipo, altos riesgos porque están en proporción a la estatura del escritor.

A veces —y se trata de alguno de los deslices más llamativos— algunos ocasionales escritos de encomio, sinceros y a la par ambiguos, sirven para tratar de arreglar, en la vida, lo que la verdad del arte ha desgarrado. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, con los halagos pronunciados sobre Gerhart Hauptmann en circunstancias oficiales. Mann, de un modo claro y reconocible, se había inspirado en Hauptmann para el personaje de Mynheer Peeperkorn de
La montaña mágica
, imagen de una magnánima vitalidad y a la par de un pomposo y radical vacío. En los ensayos, igual que en una carta al propio Hauptmann, intenta poner remedio a la herida infligida al colega con aquel retrato, pero no se trata sólo de doblez o habilidad diplomática, de una forma de escribir aquellas páginas que llegan a ser crueles y luego distanciarse, sin renegar de ellas, para amansar al amigo ofendido, poniendo así a buen recaudo tanto el libro como la amistad.

Mann sabe que los rasgos de Hauptmann le sirvieron para trazar un retrato de un tipo humano universal al que no está dispuesto a renunciar por miramientos humanos, y no sólo por egoísmo de artista, sino también porque la ética del arte —del trabajo artístico— exige representar esa realidad, que genera dolor en alguien y enriquece humanamente a los hombres. Sin embargo sabe que la verdad de la vida —ciertamente no menos importante que la del arte— es más compleja que esa representación artística y no se deja reducir a ella. Las precisiones, los reparos, los retoques que hace en sus homenajes a Hauptmann no modifican la verdad de Mynheer Peeperkorn, pero perfilan mejor la de Hauptmann, impidiendo su vulgar identificación con la anterior.

Ese es quizás el tema esencial del arte de Mann, de su grandeza y su conciencia de culpa; tema que trató ya en aquel breve, juvenil y espléndido ensayo titulado
Bilse y yo
, de 1906, nacido como consecuencia de las reacciones que
Los Buddenbrook
habían provocado en Lübeck. La novela, que calca pormenorizadamente muchas figuras de la ciudad, generó un resentimiento unánime de ésta hacia Mann: en parte a causa de una efectiva falta de caridad con la que a menudo plasma a los personajes reales, abusando parasitariamente de ellos para convertirlos en objeto de su representación literaria más que participando con verdadero amor en su destino; en parte debido al insuperable equívoco que surge siempre entre un determinado mundo y la poesía que lo representa —con afecto, pero también con esa distancia crítica sin la cual no hay poesía ni amor, sino sólo obtusa retórica.

El vínculo de Mann con su ciudad era el de un espíritu conservador dirigido críticamente contra sí mismo. El espíritu conservador no puede hacer otra cosa, si se trata de espíritu, pero la ciudad no se da cuenta de que se trata de una forma de amarla y celebrada, sino que se siente traicionada y agrede, rencorosa e injusta, al hijo embrujado. Es la fatal desilusión del poeta que quiere elogiar y recibe la acusación de ser un denigrador; los legitimistas habsbúrgicos se sintieron ofendidos por
La marcha de Radetzky
de Joseph Roth, los generales soviéticos por
Caballería roja
de Babel, la opinión pública triestina por los escritos de Scipio Slataper.

La acusación de la que Mann se defiende en
Bilse y yo
es una acusación crucial, que afecta a una contradicción radical de la literatura —y en particular, pero desde luego no sólo, de la suya— y confiere a su respuesta un valor general. A Mann se le asoció moralmente con Bilse, un oficial de Lübeck denunciado por difamación por haber desvelado en un relato vicisitudes íntimas de conocidas personas de la ciudad y fácilmente reconocibles en los personajes caricaturescos y bastante poco simpáticos de su relato. También en las figuras de
Los Buddenbrook
muchos se habían reconocido, sintiéndose heridos e inducidos a repudiar la novela como una maligna denigración del mundo natal.

Remitiendo a grandes ejemplos de la literatura universal —Goethe, Turguéniev, Shakespeare—, Thomas Mann replica afirmando en primer lugar el derecho de la literatura a tomar donde le parezca los motivos que necesita y proclamando la primacía de la realidad y la vida sobre la pura invención. La vida, como dice Svevo, es original, más que la fantasía de los escritores, que se enciende y conmueve justamente a causa de las personas que realmente existen y aman, sienten, sufren, se enamoran, envejecen y mueren; a causa de la luz de una mirada o el gesto de una persona de carne y hueso, igual que por un paisaje vivido —las torres de una ciudad, el largo resuello del mar en la orilla— que es más sugestivo que uno mera y abstractamente inventado. El arte se traicionaría a sí mismo si no hiciera caso de esa seducción, de ese amor por la vida verdadera que es el manantial más auténtico de su inspiración.

Todo esto es también amor al mundo y a las personas que se recrean, pero es también abuso, como sabía bien Mann, que no en vano recreó a innobles figuras de literatos egoístas como Spinell en el
Tristán
, parásitos que espían la vida y el dolor ajenos sin tomar parte en él ni intentar siquiera mitigarlo, para poder plasmarlo con mayor enjundia. Pero cuando se transforma «un hecho en una frase, ¿qué tiene que ver ya ese hecho con la frase?». Un escritor puede tomar cualquier detalle de cualquier persona, «la negra epidermis de Ótelo y la adiposidad de Falstaff» lo mismo que unas cejas pobladas, una manera de caminar o un papel social, pero todo ello le sirve para caracterizar a una figura completamente autónoma del propietario de esos rasgos tomados en préstamo, una figura cuyas acciones y cuyos sentimientos no tienen nada que ver con los del personaje real.

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