Recorrido regular a lo largo de la ruta asignada, repetía sereno el estratega, al que hacían eco sus colegas. Pero si aquélla era la ruta asignada, y por ende si estaba previsto que en aquel momento el avión se encontrara a aquella altura y en aquel punto, caben sólo dos posibilidades. Si el mando que autorizó la ruta sabía que en aquel punto y a aquella altura había una teleférico, se trataría entonces de un choque deseado y por consiguiente de una catástrofe premeditada. Si no lo sabía, significa que se trata de personas incapaces de establecer una ruta o proclives a establecerla al buen tuntún y no es muy entusiasmante que se diga la idea de que personas de semejante competencia estén destinadas en el mando de una base militar tan importante para la defensa de Occidente.
Obviamente ninguna de las dos hipótesis implícitas en las palabras del general Vanderlinden y sus colegas es verosímil; salta a la vista que —si estas dos hipótesis no son ciertas, como de hecho no lo son— el avión tenía que encontrarse fuera de su ruta y que es insultante para la inteligencia —y ofensivo como una burla a las víctimas— el solo hecho de discutir sobre ello. Lo sucedido puede ser explicado sólo como un accidente o como una criminal bravuconería de los pilotos que quisieron ver si conseguían pasar por debajo de los cables del teleférico.
El mínimo derecho que nos asiste es conocer la verdad. Los responsables tendrían que comprender que, como decía Biagio Marin, diciendo la verdad y siendo honrados no sólo se salva el alma y la conciencia, sino que a la postre incluso se sale ganando, porque se afirma la dignidad de uno y por lo tanto también el prestigio. Si una gran potencia se sintiera en peligro por la verdad de lo que ha sucedido en Cavalese, cabría dudar que se tratara en efecto de una gran potencia. Incluso las embarazosas frases de circunstancias y los intentos de ocultar esa verdad debieran tener un mínimo de recato y no ofender nuevamente a las víctimas con su descaro. Sería moralmente menos grave si se intentase camuflar el avión o decir que no era norteamericano, antes que sostener que aquel vuelo, en aquel momento, era regular. Cuando, en la toma del poder por parte de los comunistas en la Praga de 1948, Jan Masaryk, adversario de éstos, cayó —verosímilmente empujado— desde un balcón, el régimen sostuvo —verosímilmente mintiendo— que se había suicidado, pero no tuvo el valor de decir que no había caído o que aquella caída formaba parte de las normales prácticas de gobierno.
Es descorazonador comprobar cómo hasta en un episodio como éste —en el que los hechos hablan por sí solos terrible e indiscutiblemente, igual que «pilastras de granito», ha escrito Eugenio Scalfari— se pierde de vista la realidad o se pierde el bien del intelecto, o sea la lógica más elemental, elucubrando y mangoneando con la visión de las cosas. Las generalizadas protestas antinorteamericanas contribuyen también a enredarlo todo, a confundir la realidad de lo que ha sucedido y que no puede por sí mismo poner en entredicho las bases militares, que debieran continuar o no según su utilidad o inutilidad en el marco de la política europea. Ciertamente, la OTAN surgió para defender a Occidente de la amenaza soviética; por suerte esa amenaza ya no existe, porque sería preocupante si la libertad y la democracia estuvieran defendidas por fuerzas armadas mandadas por hombres que no saben razonar. Los grandes generales, por el contrario, se distinguen por su lucidez, por su lógica, por el rigor intelectual y la capacidad para afrontar y dominar los acontecimientos, como se puede comprobar leyendo las hazañas de Aníbal o los escritos de Julio César o de Von Moltke, el vencedor de Napoleón III en Sedan, llamado «el pensador de batallas». Por suerte ya se han alzado voces norteamericanas dignas de crédito que llevan la discusión a cauces más razonables y sensatos.
Violar las leyes de la lógica es una violencia no sólo contra los conceptos, sino también y sobre todo contra la vida y los sentimientos, porque significa enredar con los documentos y confundir las partes, intercambiar los papeles de víctimas y culpables alterando el orden de las cosas y atribuyendo hechos a causas o a causantes distintos de los efectivos.
Los agravios a la razón son también siempre agravios al corazón. En espera de que salga a la luz la verdad de esta tragedia y que los responsables de ella sean llamados a responder ante la ley, sería oportuno que a quien sostuviese que aquel avión, en el momento de la catástrofe, seguía la ruta adecuada se le obligara a asistir a un curso intensivo de lógica, a aprender qué quiere decir formular un juicio y qué es el principio de no contradicción. Éstos son, desde Aristóteles, los puntos cardinales del pensamiento occidental, de la libertad y la democracia, y no estaría de más que les fueran familiares a quienes tienen el cometido de defenderlos.
1998
Según una encuesta realizada por el instituto Infratest Burke, aparecida recientemente en los periódicos, las parejas consumen menos jabón, perfumes, cremas, lociones y desodorantes que quienes viven solos. Los resultados vienen a corroborar, con una mal disimulada satisfacción general, la imagen del «matrimonio como tumba del amor», un tópico no menos manido que el que sostiene que madre no hay más que una (afirmación hoy en día puesta por lo demás en entredicho por la biotecnología) o que los italianos son buena gente. Podríamos discutir quizás acerca de los criterios del sondeo; si un escaso uso de la ducha o la bañera es indudablemente elocuente e indica que un individuo tiene poco respeto de sí mismo y aún menos deseo de gustar o de no disgustar al otro, no está claro que quien es parco con el espray y el gel forme parte de esta categoría.
No se puede ser limpios sin utilizar jabón y champú, pero se puede serlo incluso absteniéndose de bálsamos y sueros antiedad, de la misma manera que se puede ser atractivo incluso sin someterse a las lámparas de cuarzo o a las poco apetecibles sudoraciones del
jogging
. Es más, un exceso de atención hacia el propio cuerpo tiene algo de aséptico y asexuado, un aura de higienismo físico y espiritual como el de gran parte de la publicidad de los productos de belleza y salud, que hace absolutamente neutros, no deseables, los cuerpos cultivados y exhibidos de esa forma en muchos anuncios televisivos. En la cara de muchas mujeres elegantes, consagradas a un meticuloso cuidado de sí mismas, hay a veces —entre los estiramientos de piel, los autobronceadores y la dura mueca de la boca procedente de la representación del rango social— una estéril convencionalidad que hace esa cara mucho menos deseable que otra que se haya dejado marcar magnánimamente por los placeres, los afanes y las penalidades de la vida.
La Mariscala de
El caballero de la rosa
de Hofmannsthal o la de
La educación sentimental
de Flaubert —hermosísimas y deseosas de gustar, pero también proclives a dejarse llevar por la corriente de la vida y del tiempo que pasa— tienen mucho que enseñar, incluso en el dormitorio, a las impecables
siluetas
de las revistas de moda. Una de las grandezas de la Mitteleuropa es su eros, impensable sin el abandono y el desencanto aprendidos del catolicismo y el judaísmo, esa confianza con las cosas últimas y con la elementalidad del cuerpo que Joseph Roth describió en
La leyenda del santo bebedor
y Ermanno Olmi puso genialmente de relieve en su película homónima; la intensidad pasional del protagonista, andrajoso y borrachuzo vagabundo, sería inconcebible si usase demasiados cosméticos.
No en vano un destacado hijo de esa civilización, Freud, puso en guardia frente a las manías de limpieza y a quien se lava continuamente; sustraerle demasiados elementos y señales de fisicidad a un cuerpo —demasiados humores, demasiados pliegues, incluso arrugas— significa menoscabarlo, quitarle sensualidad. El aire caliente del verano, que trae olores callejeros, le sienta mejor a Eros que un aire acondicionado como es debido. El abuso de productos de perfumería por parte de quien vive solo podría quizás suponer también un educado y árido culto de sí —típico de quien no comparte la vida, la cama, la mesa y el tiempo que le ha sido dado—, igual que la gimnasia matutina, utilísima para la ciática pero no demasiado seductora.
El periódico de Trieste trae un comentario de un sociólogo, Willy Pasini, a la encuesta de marras. «La pareja», constata desolado el estudioso, «no está al servicio del consumo.» Hasta la fecha, confieso, había pensado que el consumo estaba al servicio de las personas, emparejadas o sueltas. Cuando, hace diez años, en un gran hotel de Moscú, algunas personas aparecían furtivamente en la puerta de mi habitación pidiéndome una pastilla de jabón o un tubo de dentífrico, me parecía que aquello indicaba el fracaso del sistema soviético en un sector fundamental de la existencia cotidiana, pero pensaba que se causaba un prejuicio a las personas privadas de dentífrico y no al dentífrico. Esa frase inocente, que vuelve del revés a las efectivas relaciones de valor, señala la tendencia idolátrica de la que una vez tras otra, en formas distintas según los momentos políticos y sociales, da muestras una cultura. Hace un tiempo —no mucho, aunque parezca lo contrario— consumo y consumismo eran palabras deplorables, según un vicio ideológico que las consideraba casi como insultos y veía en ellas la corrupción del mundo provocada por el capitalismo. Consumir bienes —los necesarios y, si se puede, incluso los superfluos, que alegran la existencia— no es desde luego un mal, como bien saben los desafortunados que no disponen de los medios para hacerlo; combatir la escandalosa pobreza del mundo significa intentar dar a otras personas la posibilidad de consumir y, sería de desear, no sólo pan, sino también queso y helados. Es obvia la necesidad de jerarquizar los consumos, dando prioridad a los hospitales frente a las piscinas, y administrar racionalmente —y por consiguiente a veces, si es menester, incluso espartanamente— los recursos, pero esta elemental y responsable sensatez no tiene nada que ver con el sórdido ascetismo moralista implícito a menudo en las ideologías anticonsumistas.
Pero si no hay que condenar el consumo de forma rigorista, es también ridículo hacer de él un valor supremo, un mecanismo cuya finalidad sea él mismo y al que los hombres tienen que adecuarse en todos los sectores e incensarlo como a un dios recién llegado. La sociedad de la opinión huye del pensamiento laico, que, con independencia o no de toda convicción religiosa, significa equilibrio, capacidad de distinguir, de dar a cada uno y a cada cosa lo suyo, de apreciar sin adorar y criticar sin demonizar. Hoy se habla de consumo, de mercado, como se hablaba hace un tiempo de programación o de economía planificada o quizás de revolución, o sea, como si de palabras mágicas se tratara, de un ábrete sésamo. El mercado es un sistema eficientísimo e insustituible de circulación de bienes, es un valor central en el ámbito de la actividad económica, pero no es el universo; saber hacer que funcione una empresa es fundamental, pero no todo es una empresa y es ridículo e improductivo, por ejemplo, tener por tal a la universidad, como se tiende a hacer con totalizante
pathos
economicista. Consumir y ahorrar son actividades condicionadas por la situación económica del momento; se vive por supuesto más a gusto consumiendo que ahorrando, pero no se trata de ser siervos idólatras de ello. Si la pareja no estuviese de veras «al servicio del consumo», como lamenta el sociólogo, sería un mérito por su parte que la haría más libre, más transgresora y por consiguiente eróticamente más picante que quienes viven solos y devotos del gel o de las cremas con retinol. Claro que si los dos se limitan a no lavarse es otro cantar.
1998
No sé si la anunciada reforma de la escuela, que en su conjunto parece sensata y oportuna, prevé también la modificación de los reglamentos disciplinarios de los distintos institutos; por lo demás no conozco siquiera los actuales, verosímilmente distintos de los vigentes en mis tiempos. En el reglamento de mi instituto había un artículo inolvidable que prohibía a los alumnos fumar en el instituto o en sus «adyacencias». Si hubiese puesto «alrededores» no habría sucedido nada, pero esa palabra pomposa y poco usada era irresistible, de modo que un amigo y yo le escribimos al director una carta en la que decíamos que, con el corazón en un puño, teníamos que indicarle que un compañero nuestro —con el que nos liga, hoy lo mismo que entonces, una amistad consolidada con los años— fumaba detrás de las columnas de enfrente del instituto, al otro lado de la calle. Naturalmente —añadíamos— no sabíamos si aquellas columnas debían ser consideradas como adyacencias o no; esperábamos que no lo fueran y en caso de duda le rogábamos al director que decidiera, por el bien de nuestro amigo, que no fuesen adyacencias, pero no podíamos ciertamente nosotros, humildes y modestos alumnos, establecer por nuestra cuenta qué zonas tenían que considerarse adyacencias y cuáles no. Nos encogía el corazón tener que denunciar a un queridísimo amigo, pero la propensión de los sentimientos y la amistad, espontáneos e irreflexivos movimientos del corazón que —como se nos había enseñado en la clase de filosofía— la virtud y la razón miran con recelo, tenía que ser sacrificada al Deber respecto a la Escuela. Fuimos justamente castigados, pero de una forma suave, porque aquella escuela, cuya ampulosa clasicidad era con razón objeto de risas, apreciaba también el sentido del humor y las veía venir respecto a los estudiantes que, asimismo con razón, se burlaban de ella y aprendían a amarla y a respetarla también por medio de la risa.
La auténtica seriedad de los estudios —que puede y debe ser severa, pero nunca grave y presuntuosa— es inseparable de la vivacidad del juego, que no supone superficialidad ni frívola mofa. El verdadero juego es ligero, pero también apasionado y por consiguiente serio; es raro, en la vida, que uno se entregue luego a otras actividades con el mismo ímpetu con el que se lanzaba a los juegos de infancia. El juego —el que aún no ha sido pervertido por el mortal y aburrido fanatismo competitivo, que arruina todo placer para conseguir un récord estulto— es libertad, ironía, conciencia de las ficciones de las que está hecha la vida y participación intensa pero desenfadada en su carrusel; a diferencia de los adultos, que tan a menudo idolatran el papel que representan y hacen de él un falso absoluto que los aplasta, los niños que juegan a policías y ladrones saben que no son ni policías ni ladrones, pero en sus carreras y sus persecuciones se emplean todo lo a fondo que pueden.