Quien, como muchos de nosotros, perpetra a menudo y reiteradamente conferencias, aligera su conciencia pensando que raras veces se escuchan en serio. Quien se sienta en las filas de los auditorios deja a menudo vagar la mente en una agradable indeterminación, acunado por el sonido que le llega de la tarima, como cuando se miran las volutas de humo de un cigarrillo; el estornudo de un vecino hace perder el hilo del discurso y desvía hacia otros pensamientos.
Entre los distintos tipos de conferenciante, Giuseppe Garzoli —ni menciona al hipnótico, que induce al sueño. Puedo atestiguar su existencia. Hace muchos años pronuncié una conferencia en un círculo de damas, en su mayor parte entradas en años. Mientras hablaba, cerca de la mitad dormía, profunda y serenamente. Me halagaba el hecho de poder proporcionarles aquella paz y libertad interior; pensaba en el valor religioso del sueño, signo de un confiado abandono a la vida y a Dios, como dice el padre Brown en un relato de Chesterton, mientras que el insomnio supone una atormentada inseguridad y ansia culpable; pensaba en una página de Singer sobre el sueño después del amor y estaba virilmente orgulloso por haber satisfecho tan plenamente a las durmientes, que intentaba no despertar, hablando con tono dulce y aflautado, mientras miraba de refilón a las pocas que continuaban despiertas, por lo que se veía no igualmente satisfechas. Por desgracia el aplauso final de estas últimas arrancó brutalmente del sueño a las demás, entre las que estaba una de la primera fila, con la cabeza beatíficamente echada hacia atrás en la silla: «¿Puedo hacerle una pregunta?», me preguntó, tal vez para que cayera en el olvido su siestecita, «Por supuesto, señora», le respondí, con la nobleza del liberal abierto al diálogo. «Usted ha hablado de Kafka, ¿no es así?» «No, señora, de Goethe.» «¡Oh!, usted perdone.» «Faltaría más.» Y así fue como también aquella conferencia concluyó, como es debido, con un pequeño debate.
1998
«¿Su color preferido?» es una de las muchas preguntas del test. La respuesta, en este caso, es fácil y unívoca: el azul, el color del mar, de la lejanía y la ausencia. También la predilección por la gaviota —a la que no por nada cada año tributo una visita a la isla de Levrera, delante de Cherso, cuando rompen los huevos— me exime de titubeos. Otra cuestión parece en un principio también exenta de problemas. Mi flor preferida es desde luego la amapola, pero mientras lo escribo siento que el aciano, la violeta y la margarita no pueden quedar excluidos; además a lo mejor no es lo más acertado responder amapola, que por sí sola es más bien poco: las amapolas son encantadoras, pero todas juntas, un campo, o por lo menos un puñado, mientras que una rosa se basta por sí sola, así que hasta esa pregunta fácil le deja a uno un poco pasmado.
Los cuestionarios, sean del tipo que sean, se multiplican y llegan de todas partes; si Camus decía que la existencia del individuo podía resumirse, en sus tiempos, en la fórmula «fornicaba y leía periódicos», hoy en día se tendría quizás que añadir que, además, rellena cuestionarios, o hace declaraciones, en su mayor parte telefónicas, acerca de los temas más variados. No se trata de deplorar el fenómeno con el patético sermón sobre la parcelación de la vida y del individuo en la sociedad contemporánea; responder a los tests era un juego no desdeñado por escritores como Proust o Thomas Mann, a los que es difícil acusar de superficialidad. Los cuestionarios dirigidos a los escritores invitan a responder por varias razones: por curiosidad, por el placer del juego, por la vanidad de verse al lado de grandes maestros igualmente interpelados, por el temor de transgredir las reglas sociales del propio clan cultural y verse marginados. Aunque las preguntas sean numerosas, uno cree despacharlas con rapidez, sea porque las respuestas tienen que ser telegráficas o porque se está persuadido de tener ideas, opiniones, gustos, convicciones, amores, odios o pensamientos. Sobre todo se está persuadido de haber expresado ya de algún modo en los libros de uno gran parte de esos sentimientos y pensamientos; no parece pues difícil traducirlos de su expresión fantástica, metafórica, a una declaración explícita. ¿O es que Conrad y Stevenson habrían tenido dificultades para decir que amaban el mar? Para una declaración de ese tipo no hace falta la grandeza con la que representaron el mar.
Pero en cambio, desde los primeros pasos, no se consigue más que hacer aspavientos. ¿Cómo es posible indicar el poeta preferido? ¿Leopardi o Baudelaire? Ya en esta alternativa hay una violencia indiscreta, o a lo mejor se trata de una noble excusa de nuestra irresolución. Aun considerando —pero es una forma para escurrir un poco el bulto— fuera de categoría a Dante o Shakespeare, como autores para los que la definición de poetas es demasiado restrictiva, otros se amontonan enseguida, legítimos o imperiosos; dejar fuera a Petrarca es un dolor demasiado grande, se escriben nombres y luego se tachan, incluso una sola poesía de un autor que se ama solamente por ese poema se nos antoja insuprimible. Nos damos cuenta de que nos parecemos a un personaje de Capek, el señor Vasàtko, que, una vez que le sometieron a un test, confundió al psicólogo porque era incapaz de responder a una palabra estímulo con un solo término, el primero que se le ocurriera, sino que prorrumpía cada vez en decenas de ellas, en una irrefrenable y extravagante cadena asociativa.
¿Y los escritores? Dos —indiscutibles— son en realidad dos no-escritores, dos entidades múltiples y suprapersonales, el Espíritu Santo y Homero, si es verdad que escribieron la Biblia y la
Ilíada
y la
Odisea
, ¿Pero y los demás? Una inmensa confusión se apodera enseguida de nosotros, como en algunos líos sentimentales en los que se acaba por no saber a quién se quiere más y no se sabe a qué carta quedarse. Cervantes, Sterne, Tolstoi, Kafka, pero ni por asomo se puede pensar en olvidar a Dostoievski o Flaubert, estaríamos buenos, y luego..., por lo que respecta a las heroínas de ficción preferidas, la Pisana insiste en querer ocupar el sitio de la marquesa de Merteuil, pero es imposible decir si lo consigue o no, con toda esa cohorte de mujeres que también destacan además de ellas.
Con los héroes novelescos preferidos es todavía peor; un momento antes de sumergirnos en el cuestionario parecía que teníamos bien claros a dos o tres, pero inmediatamente después otros más apremian, acosan, empujan, el capitán Achab arranca junto al señor Pickwick y a Zeno, de la buhardilla de un pueblo de Singer se asoma Nathan Yozefover; es una verdadera muchedumbre y uno no tiene ganas de dirigir el tráfico, de poner orden y ponerlos en fila, sino de dejarse abrumar felizmente por ellos.
Hasta aquí se trata, como mucho, de una patológica indecisión crítica o una incoercible pero feliz vocación poligámica; a lo mejor está bien no saber elegir entre aquellos a quienes se ama, puesto que de lo acertado de no elegir entre los hijos de uno pocas dudas pueden caber, aunque se tengan cien como Príamo. Las cosas estarán ciertamente más claras por lo que respecta no a la ficción literaria sino a la vida, a la realidad; uno sabrá decir desde luego lo que ama, lo que odia, lo que teme o desea más, los lugares que prefiere y los que aborrece. Qué es para él la felicidad perfecta, cuál es el desastre más grande. Nos da la impresión de saber lo que es la felicidad mientras es un aire que envuelve, un horizonte hacia el que se mira; quizás incluso la hemos tenido, a pesar de todo, días perfectos no borrados por tantos otros de dolor, de miedo, de oscuridad. ¿Pero cómo definir, declarar una existencia compartida, un rostro, el amor, la amistad, los hijos, la risa, la armonía, una estación? Y el mundo en torno, ¿no debiera ser también él por lo menos no infeliz para que esa felicidad fuera «perfecta» y no filistea? Y aquí las cosas se complican ulteriormente, porque no se puede excluir el mezquino deseo de dejar traslucir un ánimo noble y altruista, y tampoco el igualmente mezquino temor de parecer banales.
Tal vez sea fácil afirmar que la liberación de los esclavos es la reforma que más se admira, ¿pero cuál es el desastre más grande? La guerra, la infamia, tragedias individuales más difíciles de soportar que las colectivas, violencias sin nombre... ¿Dónde quisiera vivir? Tengo muy presentes los lugares que amo, empezando por el sitio en el que vivo, pero, apenas puestos en cabeza de la clasificación, se encogen, se estancan en una especie de canícula, les falta algo indefinible, que no se opone al amor que se les tiene, sino a su proclamación.
A medida que se avanza en el cuestionario, nos vamos sumergiendo en un remolino de incertidumbre; no son tanto las ideas, los gustos o las preferencias lo que se tambalea, cuanto el mismo yo llamado a declinarlos, que se siente de repente abstracto, irreal, un poco como cuando escuchamos por primera vez nuestra voz grabada y nos cuesta creer que salga de nuestra boca. Era o parecía mucho más real hablarle a alguien de los lugares y las personas amadas, evocar libros, figuras, islas. Quien intenta hacer que hablen los prisioneros y rechaza la tortura, sabe muy bien que el mejor método es dejarles que hablen, hasta que acaba por salir, sin premeditación, su existencia y lo que ésta contiene, incluso lo que no se quisiera que supiera el carcelero.
¿Cómo puede pretender el cuestionario que quien lo contesta diga lo que habría querido ser? Tal vez nada, porque eso basta y se disfruta también de la vida en los intervalos entre las catástrofes, o bien lo que le falta, o sea todo, porque se da cuenta de que es una sombra, un doble de alguien, como si fuera otro el que contemplara con ternura el campo de amapolas, mientras él parlotea sobre su flor preferida. En el mundo de los tests, a la persona se la va desmenuzando cada vez más en los átomos de cada una de sus prestaciones o tendencias especificables o fichables. Ya Musil observaba que descomponer al individuo en sus atributos significaba destruir en realidad al individuo, producir un «hombre sin atributos» que de hecho es una acumulación de atributos, incluso notables, sin el hombre. ¿Cómo puede uno pues atreverse a señalar, en la respuesta a la pregunta número 16, el rasgo sobresaliente de su carácter, si esas preguntas y respuestas a bote pronto lo que hacen sobre todo es que se dude del hecho de tener un carácter? El yo se hace añicos y sus atributos se evaporan.
No se puede echar la culpa a la informatización que gobierna el mundo. Su lógica no desnaturaliza la vida, como sostienen los nostálgicos de los buenos tiempos de antaño, sino que expresa tal vez su verdad, deja al descubierto el mecano del que estamos hechos y que nos negamos a ver; deja filtrar, en los espacios en blanco entre una «P» y una «R», el vacío, la nada, la indecible e impensable muerte, que las fábulas y los cuentos conocen bien pero eluden y difieren, como Sheherazade.
¿Cómo desearía morir?, pregunta el cuestionario. Imágenes de serenidad, valentía, coralidad de hijos y nietos, el rostro que se quisiera tener cerca como siempre incluso en ese momento, el leonardesco sueño después de una vida bien empleada —todo se desvanece, se quiebra, contra el tono ascético de la pregunta que cierra el camino a la respuesta, lo mismo que los cristales puntiagudos que rematan los muros para impedir que nadie salte. ¡Cuánto más fácil es hablar del amor, de la risa o la muerte, entretener a los oyentes o a los lectores con un flujo ininterrumpido de palabras no separadas por ninguna «P» ni ninguna «R» que simulan la continuidad de la vida, épica y cálida incluso en el dolor, y recubren el silencio helador, la fractura y la suficiencia del ser, los intersticios vacíos puestos en evidencia por el cuestionario! El gesto de narrar crea, finge y construye una identidad, mientras que quien responde a los tests siente que la pierde, igual que un acusado ante un policía o ante el juez que lo interroga.
Entre las distintas preguntas, hay una relativa a si uno tiene algún lema propio. Naturalmente no lo tengo, pero podría adoptar —y dedicarlo eventualmente también a los redactores de cuestionarios— el estribillo con que un plurisuspendido alumno alemán contestaba a cada una de las preguntas del profesor, tanto si éste le preguntaba la fecha de la coronación de Carlomagno, como si lo que quería saber de él era en cuánto tiempo se vacía una bañera considerando la cantidad de agua vertida por un grifo y la que sale por el desagüe: «¡Ya las quisiera yo para mí, ya, sus preocupaciones!».
1994
Un hombre se ahoga mientras está nadando en la costa de Barcola, en Trieste. Una vez fuera del agua, acuden en su auxilio dos médicos que se hallaban allí por casualidad tomando el sol y bañándose, pero muere. En espera de ser evacuado, el cadáver queda tumbado en la orilla y cubierto por una toalla. Una fotografía, publicada por el
Piccolo
de Trieste y reproducida en el
Corriere
, muestra el cuerpo sin vida en medio de los bañistas que, pegados los unos a los otros, como ocurre en las abarrotadas playas de verano, no se inmutan lo más mínimo y continúan bañándose, bronceándose, hinchando la colchoneta, untándose sus fláccidas adiposidades, leyendo el periódico o tal vez hasta un libro que habla, con emoción y poesía, de la vida y la muerte.
El muerto, que debiera ser al menos durante cinco minutos protagonista de una tragedia, el centro de la atención y la consternación, no pasa de ser una ínfima comparsa marginal, irrelevante en esa imagen de verano; los cuerpos en torno a él quieren disfrutar del sol y el mar: y el suyo, que ya no puede disfrutar ni amar, queda apartado como un desecho. La toalla que le cubre da la impresión de ser no tanto un signo de respeto hacia él y el inviolable, universal misterio que ha tenido lugar y en el que ha entrado, cuanto una consideración hacia los bañistas, para que no les turbe lo intolerable e impúdico de la muerte. Sólo un niño mira con curiosidad aquella silueta en el suelo, acaso sin comprender bien lo que ha sucedido, como un perro que olfatea algo extraño.
Aquella instantánea de una cruel y absoluta indiferencia ante el acontecimiento fundamental y más escandaloso que se pueda imaginar, la muerte de un hombre, provocó como es obvio indignadas protestas, cartas y llamadas telefónicas al periódico triestino, comentarios amargos. Los bañistas, que se encontraban allí por casualidad, tienen poco que ver con esa epifanía de la miseria humana; igual que casi todos nosotros en muchos de los actos de nuestra vida, son casuales actores que obedecen a un guión estereotipado y a un director despiadado, se mueven automáticamente, como la dirección ha previsto que se moviesen en aquella mañana de verano en la playa. Se parecen casi todos (ya que casi todos somos no hombres, pero, como diría Sciascia, cuacuaracuá) a esas figuras que, cuando dan las horas, salen de la torre del reloj de algunos municipios medievales y desfilan en redondo, mientras abajo la gente, en la plaza, se para a mirarlas.