Si el festejado o el difunto es un hombre de cultura, un insigne estudioso, las cosas cambian; nacimiento, jubilación, fallecimiento, bodas de oro, misa de difuntos o trigésimo aniversario se convierten, a pesar de las sentidas y a veces apasionadas y reverentes muestras de afecto para con él, en una ocasión de encarnizada persecución para todos los demás colegas, amigos y discípulos que en aquel momento cometen el error de no cumplir cincuenta o setenta años, de no convertirse en eméritos, no morirse o no estar muertos ya desde hace un lustro o bien veinticinco años.
A los invitados, en este caso, no se les pide que se rían en la fiesta o que lloren en el funeral, que traigan regalos o envíen coronas; se les pide —se exige, se pretende, con el chantaje moral y sentimental que es uno de los chantajes más apremiantes y tortuosos o uno de los más odiosos— que escriban, que escriban alguna cosa, cualquier cosa, una aportación, un relato, un artículo, un testimonio. Como oreas voraces, las misceláneas y colecciones de estudios en honor de o en memoria de le asaltan a uno desde todas partes, hacen pedazos el tiempo de su vida y su persona, le obligan a darse un trozo por aquí y otro por allí, hasta que de él —de su tiempo, de su existencia, de ese mínimo ocio o ese mínimo sosiego a los que tendría derecho y de los que tiene necesidad— ya no queda nada, como una carcasa atacada por famélicos tiburones.
Un colega cumple cincuenta años y un grupo de personas que le estima prepara un volumen de escritos en su honor, en el que se participa con agrado, porque se le aprecia y se le admira y gusta estar entre quienes le rinden justamente homenaje. Pero, al mismo tiempo, otro, no menos benemérito y apreciado, cumple setenta, y un nuevo comité promotor atosiga con la petición urgente de otro escrito; se acepta con gusto —es decir, se aceptaría con gusto incluso si se pudiera decidir libremente y no se estuviera obligado a decir que sí— por una deuda de amistad, gratitud y reverencia respecto a la persona que reúne todos los méritos para recibir ese honor. Mientras se intenta, perseguidos por editores y promotores, respetar los plazos, otro muere y la majestad de la muerte, aunque no estuviese acompañada por los méritos y las virtudes del fallecido, es tiránica, no admite negativas o deserciones, no reconoce justificaciones ni válidas causas de ausencia, ni siquiera las enfermedades y los motivos familiares que obligaban hasta a los directores más severos a autorizar a los alumnos a no asistir a la escuela, a quedarse en casa.
El ritmo empieza a hacerse angustioso, sobre todo porque la realidad, insensible a las onomásticas y los retiros, sigue acosando a los autores de estudios en honor y en memoria de; los atosiga con todo el enjambre de las preocupaciones cotidianas, el trabajo, las bodas, los divorcios, los suspensos, los familiares a los que hay que asistir, los pasaportes que caducan, las enfermedades, las tuberías del baño que se rompen, los fontaneros inencontrables. Uno se bate como un granadero de la Guardia y sigue manteniendo el tipo, pero he ahí que se cumplen los diez años de la muerte de otro, efemérides seguida de cerca por los cuarenta años de la desaparición de otro más e intercalada, según las justas exigencias de equilibrio entre tristeza y serenidad, por los primeros veinticinco años de actividad de un nuevo elemento de la serie.
De no ser que se sea Balzac o Dostoievski, quien escribe no puede inventar cada semana algo original o creativo, ni mucho menos estudiar a fondo un nuevo tema; para escribir de veras hacen falta tiempos largos, silencio, pausas, es necesario vagabundear con el pensamiento y pasar horas delante de la hoja en blanco. Es menester también una cierta dosis de aridez; no en balde muchos de entre los mayores escritores han tenido dificultades para escribir y han sentido hasta desazón ante el papel, y muchos de los mayores estudiosos son los que han sido capaces de estudiar durante años un tema para no decir después una sola palabra, insatisfechos por los resultados alcanzados, o bien escribir como mucho una breve nota.
El esclavo atado al remo de las misceláneas, de los tiempos y ritmos de la organización y la sobreproducción cultural, tiene en cambio y en cualquier caso que escribir, y entonces recicla y repite algo que ya ha escrito antes, en un raro momento de libertad creativa; estira y diluye un breve párrafo publicado hace años, condensa y encoge un denso volumen que le recuerda una época de energías frescas y todavía no exprimidas, cambia algún adjetivo y modifica un par de construcciones sintácticas para amañar un texto que pueda parecer nuevo, suaviza y lima, despeja y embute, rumia viejas páginas como si fueran chicle. Por supuesto que puede producirse también una feliz coincidencia entre creatividad y circunstancias, entre un escrito nacido de una investigación efectiva y la petición de publicarlo.
En esta fiebre estéril, quien paga los platos no es solamente el trabajo creativo, al que no le queda ni tiempo ni espacio; mucho más melancólica es la contaminación que afecta a la relación con las personas que se festejan, se honran o conmemoran. En muchos casos se trata de personas verdaderamente extraordinarias y amadas, respecto a las que uno estaría contento de poder testimoniar su afecto y homenaje. Pero se quisiera hacerlo libremente, como requiere todo auténtico amor y toda auténtica relación intelectual, y no coaccionado por un activismo frenético encubierto de retórica sentimental.
Esta pequeña persecución, que desvirtúa y a veces corre el riesgo de echar a perder por completo el significado que tiene la persona que se querría honrar pero sin estar obligados a hacerlo de esas formas y con esos ritmos afanosos, es un aspecto del delirio al que se llega a través de la desorbitada suma de muchas cosas concretas, cada una de ellas, de por sí, sensata y significativa. Una declaración de amor puede ser un gran momento, pero cien declaraciones amorosas que se suceden con la velocidad de las películas de Ridolini no son más que una parodia, igual que lo son cien misceláneas, cien congresos o cien funerales.
Esta movilización general es la gran retórica de la que hablaba Michelstaedter, el engranaje de incesantes actividades representativas puesto en marcha para ocultar la nada de la existencia, para cubrir con su fragor el silencio de esa nada, para trastornar la conciencia e impedirle que se dé cuenta de la trágica, indefensa y a veces mugrienta miseria elemental de la vida. La movilización general no admite vacíos entre sus filas, llama a levantarse al toque de diana y a marchar complacidos y compactos, a creer, obedecer y combatir.
Ahora es otoño, en las colinas las hayas se han puesto rojas como el oro que los bárbaros mezclaban con cobre; ese color rojo es un aviso fuerte pero no lo suficiente para poderlo escuchar y seguir, los llamamientos a filas se acumulan en la mesa y no permiten que uno se levante de esa mesa, su número crece en proporción geométrica, en conformidad a la dilatación y proliferación de todo, que quita el aire y el espacio, dos mil o veinte mil nuevas plazas para profesores que han salido a concurso producirán pronto decenas de miles de estudios en honor y en memoria de, así como diez mil nuevos libros aumentarán la tumefacción de prólogos, reseñas, presentaciones y debates, el papel absorbe y seca la existencia lo mismo que un tampón vaginal, se quisiera vivir pero no se puede porque los festejados, premiados, jubilados y conmemorados nos lo impiden, haciéndonos morir con toda seguridad un poco antes pero dándonos por lo menos el agrio consuelo de saber que, en cuanto nos llegue nuestra hora, también nosotros nos convertiremos en un instrumento de persecución para alguien que seguramente nos quería, impidiéndole y acortándole a nuestra vez su vida.
1989
«¡Se ha perpetrado una conferencia!», anunciaba en 1893 Giuseppe Garzolini, con el tono dramático de quien, en una novela negra, descubre un delito, invitando a buscar al culpable y el móvil. Literato menor e inevitablemente olvidado, Garzolini —por lo menos a juzgar por sus escritos más lábiles y peregrinos, consagrados con puntillosa precisión a curiosidades humanas y lingüísticas— tenía que ser una de esas personas que alegran la vida gracias a la desenfadada ironía con la que cogen las cosas por los pelos soltándolas antes de que su peso se haga insostenible, mirándolas lo suficiente para entender su truco, pero volviéndose para otro lado antes de que muestren su rostro de Medusa.
Hoy sería desde luego mucho más difícil localizar al autor de ese delito; si se tuviera que perseguir a todo aquel que hubiera pronunciado una conferencia habría que incriminar a muchedumbres enteras, de modo que no queda más remedio que despenalizar el delito de conferencia, conforme a la tendencia —cada vez más extendida y apoyada en especial por quien está molesto no por la corrupción difusa que supone la concesión de comisiones, sino por quien trata de combatirla— según la cual un delito deja de considerarse tal en el momento en que se convierte en algo suficientemente frecuente.
Pero ya hace un siglo la
libido loquendi
, el placer de hablar y de hablar cuanto más mejor —unido al, todavía más difundido, de adoctrinar, amaestrar, iluminar y persuadir a los demás— debía de cubrir el mundo como una baba espumeante, si un escritor de provincias como Garzolini tuvo el capricho de escribir un suculento opúsculo que lleva por título
Contra la conferencia
, dándole la forma de una de esas conferencias que él tenía el vicio de pronunciar.
¿Qué es lo que, se pregunta, impulsa cada día a tantos valientes a verter sobre tantos caballeros un raudal tan torrencial de palabras, agresivas, persuasivas o penosas, según el carácter, el lugar o la circunstancia? Como hijo del siglo de los grandes sistemas filosóficos, que encajaron el mundo en las sólidas mallas de los conceptos y las categorías generales, Garzolini clasifica, ordena y subdivide a los diversos tipos de habladores públicos, después de haber trazado la parábola que va del originario
conferente
al más modesto
conferenciante
y luego al ansioso e inflacionado
conferencista
. Está el nervioso orador novato y el que ya ha hecho el callo a los aplausos y las salas vacías, el de recambio y el ambulante que «lleva el pan eucarístico de su ciencia a los moribundos alejados del campanario de su parroquia», el «de piñón fijo» que remacha siempre el mismo clavo; está el curial y el provocador, el que se nutre de calamidades y el que enardece los ánimos con el sol del progreso; el que lamenta la molicie de las costumbres, el debilitamiento del patriotismo, el vilipendio de la religión, la decadencia del arte y el entontecimiento de la juventud. Por supuesto que entre el público se dan también categorías concretas: los amigos, los amigos de los amigos, los imitadores, los fieles de un rito social, los curiosos, los malignos, los que no tienen nada que hacer, los perversos, los comprometidos, los que se mueren de ganas de intervenir y los que buscan, al menos por una hora, un rato de compañía aunque sea desconocida, porque dice el
Eclesiastés
: «¡Ay del solo que cae!» y éstos saben muy bien lo que es eso.
El docto autor abandona de inmediato su idea inicial de buscar un motivo recóndito tras el claro anuncio del título. El conferenciante obedece a una pulsión primaria cuyo fin es ella misma, a un componente de la sangre, suya y de toda la especie; es más, a una fuerza cósmica, a una especie de ley física universal. Puesto que Garzolini admite como hipótesis que tal vez «la conferencia debió de existir ya antes de los seres organizados», durante las reacciones de los vapores corrosivos y en el mar en ebullición de la atmósfera de la época de formación del planeta.
La broma del buen Garzolini, que se toma el pelo incluso a sí mismo, capta un proceso general que desde entonces, en la sociedad y la cultura, no ha hecho más que crecer en una medida imparable. La tierra exhala palabras, opiniones, informaciones, comentarios, alocuciones, comunicaciones, burbujas y burbujillas que nos envuelven como en un gas, en una fiebre de hablar que recuerda la locuacidad compulsiva e irrefrenable de algunos inmortales personajes dostoievskianos. Los antiguos preceptos —ama a tu prójimo,
carpe diem
, proletarios del mundo unios— dejan paso al eslogan universal: hablemos. Conferencias, debates, entrevistas, mesas redondas. Si ocurre algo, los periódicos no indagan acerca de lo que ha ocurrido, sino que ponen declaraciones, opiniones y comentarios sobre lo que ha sucedido, que acaba por quedar en un discreto segundo plano o incluso por desaparecer.
Cada uno dice lo que le parece, no faltaba más, sobre Dios o sobre el dormitorio, pero no tiene bastante con decirlo —y escucharlo— con los amigos en el bar. Le hace falta a menudo subir a una tarima o sentarse delante de una tarima —que es lo mismo, porque da un toque de oficialidad e importancia y genera la ilusión de no estar delante de una jarra de cerveza, de la vida que desazona y la muerte que avanza entre uno y otro trago, sino en una pasarela de la Cultura y la Historia. A decir verdad, las sonrisas de algunos rostros que pasan al lado, la adecuada presión de la cerveza y los amigos en torno a la mesa tendrían que ser suficiente para amar el tiempo que pasa; dejar todo eso de lado para ir a pronunciar o a escuchar una conferencia puede constituir una culpa.
Se peca también por omisión, dice el catecismo, y seremos llamados a responder de todas las veces que hemos dejado pasar el amor y el sexo para participar en un congreso sobre el sexo, la cultura y la sociedad. Pero evidentemente vivir debe de ser algo difícil si se tiene tanta necesidad de posar, de dominar el ansia dándose importancia y convirtiéndose en los conferenciantes de los amores y los apuros de uno, por ejemplo yendo a pelearse en público —conforme a un programa concreto que establece la hora, la duración y la secuencia de las intervenciones— con los propios amantes o padres de uno, como si la tribuna pública o sobre todo la pantalla televisiva dieran más consistencia a la fragilidad de nuestros sueños o nuestras penas.
El viejo Garzolini, que también daba conferencias, sabía perfectamente que hay muchas que son inteligentes y honestas, capaces de establecer un contacto real y crear un verdadero encuentro, de tocar las conciencias y dar testimonio de valores, de constituir una experiencia y abrir nuevos horizontes. Pero el significado, la implicación intelectual y emotiva de una verdadera comunicación justifican todavía más y con más ferocidad la sátira de su abuso y de su degeneración autoparódica. Sin embargo ese ruido de fondo es también benévolo y misericordioso. En una intensa página de su
Labirinto
, Eugenio Scalfari compara el Yo oscuro, impersonal del cuerpo —sin conciencia de ser ni de la muerte, en feliz aunque torpe sintonía con el flujo de la naturaleza— y el Yo intelectual, aculturado, civilizado, que lo sacude de su ignorante abandono y lo obliga a entrar en el engranaje de la cultura y la sociedad, proporcionándole dignidad pero también, como la antigua serpiente, conciencia de la muerte. Una vez aprendida ésta, ya no se olvida jamás; volver con absoluta serenidad a los elementos y asumir conscientemente, en radical silencio, la propia disolución en la nada, como le sucede al personaje de
Labirinto
, es realmente arduo. A menudo, ese desnudo silencio, que nos pone cara a cara con el vacío, es insoportable, y no nos queda más que intentar aturdido, más que distraernos de su pensamiento. Hablar, hablar sin tregua, sirve también para eso, para distraernos de la nada. Y entonces las palabras que nos echamos encima los unos a los otros se convierten en un pasatiempo, en un juego como las bolas de nieve que nos tirábamos de niños. El Yo oscuro y profundo del cuerpo, despertado de su beato entumecimiento, necesita aturdirse en el mecanismo de la retórica —que, decía Michelstaedter, es el fragor que los hombres hacen para sentir menos la muerte.