Imaginaba esto en los días en los que se sentía más solo. Y una lágrima traicionera y tibia surcaba las incipientes arrugas de su rostro.
Peter había plagiado descaradamente la idea de la alambrada de su vecino. Incluso comenzó a poner la suya el día después de que observara en la distancia cómo Patrick lo hacía. Sin duda, su vecino tenía más práctica, pero él no se avergonzaba del resultado. Le quedó bastante decente para no haberlo hecho nunca. Había abierto agujeros en el muro con un martillo y un cincel, a un metro de distancia cada uno y a cincuenta centímetros de profundidad. Después preparó hormigón y, uno a uno, fue poniendo a nivel cada poste metálico echándole la mezcla. Cuando terminó toda la cerca, tarea que le costó alrededor de un mes, comenzó a extender la alambrada por el cercado y a anclarla a los postes con alambre retorcido. Después, extendió otra malla desde su tejado hasta la pared del jardín que daba a la calle. Convirtió su casa y su jardín en una enorme pajarera.
Esa mañana, después de ver a través de la cristalera del salón que Patrick entraba en su casa, salió a su porche y se desperezó. Había tenido una idea aún mejor y que haría más efectiva su protección. Cavaría una zanja bordeando el exterior de su propiedad. No muy ancha, aunque de igual modo sería un trabajo colosal hacer aquello sin máquinas. Pero tenía todo el tiempo del mundo. Además, no era tan descabellada la idea. Para hacerlo tendría que empezar por los jardines de sus antiguos vecinos, el de Ralph Weiss a su derecha y el de Larry Holleman a la izquierda, y sabía que en los jardines las máquinas ya habían cavado para después echar tierra fértil encima cuando construyeron las casas. Todo el mundo quería un hermoso jardín o un pequeño huerto en Bangor, y las nuevas construcciones se aprovecharon de eso.
El problema sería excavar delante de su fachada. Recordó cuando tuvo una avería en la tubería principal que daba a la calle y se formó un barrizal. Los de mantenimiento de la empresa de aguas tuvieron que abrir la zanja con una pequeña excavadora amarilla, pues había demasiadas piedras para utilizar un simple pico.
Pero ya tendría tiempo de maldecir más adelante, cuando el choque de su pico contra aquellas piedras le provocase calambres que le recorrieran todo el brazo y parte de la espalda.
Entró en el salón y cogió unos guantes de cuero, una chaqueta de piel forrada de lana y un gorro negro. Una pulmonía en aquellos momentos volvía a ser casi mortal.
―¿Vas a quedarte aquí? ―preguntó a Ketty.
―Sí, papi ―contestó la niña, abstraída, sentada en la moqueta.
―Bien ―dijo Peter revolviéndole el cabello―. Estaré aquí al lado, en el jardín de Larry, haciendo unas cosas. Si sales, me verás al otro lado del muro. ¿Vale?
La niña asintió, así que la dejó jugando con sus dos muñecas rubias. Una punzada de sufrimiento le recorrió toda el alma. ¿Cuánto recordaría la niña de aquella fatídica noche en que sus peores pesadillas habían cobrado forma?
Agarró una escopeta y una herrumbrosa pala, pensando en que tendría que hacerse con una nueva en la próxima incursión a la ciudad. Seguro que en el Toolsmarket encontraría más de una.
La casa sólo conservaba una pequeña puerta para entrar y salir. A la grande, que antaño se usaba para meter el coche en la propiedad, la había sustituido por una tapia de ladrillos rematada por una alambrada; era un punto demasiado vulnerable, ya que no había sido capaz de poner la alambrada sobre la puerta porque era demasiado estrecha.
Salió a la calle y volvió a cerrar con un par de candados; luego se dirigió a un lateral de la casa con la pala y la escopeta al hombro y cantando en voz baja:
―¿Qué será, será? ―Intentaba imitar infructuosamente el acento francés que requería la canción―. El mundo nos lo dirá…
No pudo evitar echar un vistazo a la propiedad de Patrick. Había hecho un buen trabajo con la pala, aunque un poco inútil porque parecía avecinarse una nueva nevada por el oeste.
Sus botas se hundían casi hasta la rodilla en la nieve. Recordó cuando de joven se quejaba del clima de Bangor. «El infierno blanco», le llamaba. Además, la ciudad era pequeña, y salvo el festival de música a orillas del Penobscot donde las bandas locales y los imitadores de Elvis tocaban, allí no había nada que hacer. Antes de que comenzara la guerra, el censo del ayuntamiento tenía registradas a cerca de cuarenta mil personas. Demasiadas para ser un pueblo y muy pocas para ser una ciudad con algo de bullicio.
Sin embargo, ahora estaba agradecido a Bangor, tanto por él como por su hija. Las temperaturas extremas y la baja demografía habían conseguido que la pequeña ciudad permaneciera casi intacta. Salvo por los bombardeos sufridos en el aeropuerto internacional y en el de Brewer, en los cuales habían muerto decenas de personas, en su mayoría trabajadores que no eran de Bangor. Un acontecimiento que provocó el pánico y el caos en la ciudad.
Al enemigo ―al contrario de lo que había hecho en ciudades de todo el país― no le interesaba diseminar ningún tipo de virus allí por dos simples razones: apenas había gente y el frío destruiría cualquier tipo de arma biológica que fuese esparcida por aerosoles, que era la forma más rápida, barata y efectiva de hacerlo.
Pese a eso, la relativa seguridad de que allí gozaban no había impedido que todos abandonasen la ciudad el día en que los militares les indicaron que tenían que evacuarla y trasladarse a la base militar de Portland. Dijeron, a través de los altavoces de los vehículos militares, que allí estarían seguros. Que había una base donde todos disfrutarían de seguridad, agua y comida. Y Helen, él y la pequeña estaban los primeros en la cola de los autobuses militares que les aguardaban junto a la enorme estatua del leñador Paul Bunyan.
Todos estaban allí para ser evacuados, todos menos Patrick. Al irse de su casa, el matrimonio Staublosky y su pequeña pudieron verlo en su porche, sentado en una mecedora de mimbre y bebiendo cerveza; escuchando country en un viejo aparato negro y saludando con la mano o con una inclinación de cabeza a todo el que se iba. Su perro permanecía echado a sus pies, y cada vez que Patrick saludaba a alguien, levantaba la cabeza para mirar.
Helen, respondiendo a un impulso, lo saludó con la mano, y Peter la recriminó con su mirada. Ella bajó la vista con expresión de arrepentimiento y siguió andando cabizbaja, con lágrimas a punto de brotar, estrechando a su pequeña hija contra su pecho y odiando aquella maldita guerra como todos los demás.
Peter decidió no seguir recordando. Ya sabía cómo hacerlo a fuerza de práctica. Así que entró en la propiedad de Larry descorriendo un pequeño pestillo de la puerta e intentando cambiar el rumbo de sus pensamientos.
Larry Holleman había sido un buen vecino.
Le debía la vida de su hija.
Desde que Helen y él se mudaran allí recién casados, el anciano les había tratado bien. Era un viudo de unos setenta años que se había dedicado en su juventud a temas bursátiles y en cuya mirada aún se detectaban una inteligencia felina y una vivacidad fuera de lo común. El día en que llegaron a su nueva casa, Larry apareció cinco minutos después del camión de la mudanza con una tarta de queso, tres cafés solos y la agradecida intención de ayudar a la joven pareja con el traslado. Obviamente, aceptaron la compañía del hombre durante un rato, pero rechazaron de manera gentil la ayuda. Aunque Holleman conservara toda su astucia y memoria, su marchito cuerpo no podía perdonar el paso del tiempo.
«Ahora está muerto ―pensó Peter―. Muerto como todos.»
―Los autobuses ―recordó en voz alta, pero en seguida arrojó a un lado aquel recuerdo.
Sin embargo, aquel día de mudanzas tanto tiempo atrás sí aceptaron la ayuda de Patrick. La aceptaron porque eran amigos, muy amigos. Además, Patrick se acababa de divorciar y necesitaba algo con lo que entretener su mente. Y un hombro en el que llorar.
Peter empezó a apartar a palazos la nieve que bordeaba el muro. Era incómodo trabajar con tanta ropa, pero no quería esperar a la primavera, cuando no hubiese nieve, para comenzar con aquella tarea. No había noticias del mundo exterior y, por lo que a él respectaba, la guerra aún podía continuar en otra parte del país o del planeta; o, al contrario, todo el mundo habría podido irse a la mierda, que era lo más probable.
―¡Eh, polaco! ―la voz a su espalda le hizo dar un respingo―, ¿vas a hacer de tu casa un castillo feudal? Si quieres, te presto un par de cocodrilos.
Peter levantó la cabeza, se giró y vio detrás del muro de metro y medio la cara sonriente de Patrick, cercada por el gorro de orejas del anorak. Hizo caso omiso de la presencia del hombre y continuó con la tarea.
―No es mala la idea de cavar un foso; laboriosa, eso sí ―dijo Sthendall ante el mutismo del otro―. Pero te sugiero que empieces por delante de tu propiedad. Esta noche he recibido la visita de algún oso que quería llenarse el estómago conmigo y con mi perro, y empezó a cavar por delante.
Peter oyó el ruido de su puerta al abrirse; iba a decirle a Ketty que volviera dentro, pero cuando levantó la cabeza Patrick ya no se encontraba allí. Lo vio dirigirse calle arriba hacia la ciudad, andando con paso ligero y con su perro corriendo de un lado a otro, delante de él. Pensó que iría a buscar aprovisionamiento. Si algo bueno había tenido la ciudad es que casi no había sido saqueada por vándalos antes o después de la evacuación. Los militares y Durham se encargaron de ello con mano dura.
―¿Hablabas con alguien, papi? ―preguntó la niña con su pequeño ceño fruncido.
Él negó con la cabeza.
―Con nadie, hija. Sólo cantaba en alto.
Ella asintió y se sentó en el porche, con las muñecas en sus rodillas. Peter la observó, tan frágil, tan pequeña.
―Oye, guapa ―le dijo―. Ve dentro y abrígate mejor si quieres estar sentada ahí, que hace mucho frío.
Ella sonrió, se levantó y entró en la casa a toda prisa. Minutos después salía arropada con un abrigo de Helen, de imitación de piel. Lo había cogido de su armario; aún no había sido capaz de tirar su ropa pese a que al mirarla se encontraba de lleno con la bofetada de una cruda realidad que le decía que jamás volvería a verla.
«Nunca más, nunca más.»
Apartó al cuervo de Poe de un manotazo mental.
A la niña el abrigo le quedaba enorme, y casi lo arrastraba por el suelo.
Peter intentó sonreír hasta que Ketty le hizo una pregunta. Entonces se le encogió el corazón en el pecho y dejó caer la pala.
―¿Crees que a mami le importará que se lo coja prestado?
Cuando veía al perro corretear por la acera, detenerse, oler un rastro en la nieve de Dios sabe qué y salir disparado en alguna dirección hasta que comenzaba a ladrar, Patrick sentía algo así como momentos efímeros de felicidad. A
Doggy
que el mundo se hubiera ido al carajo le daba igual, y eso a veces era contagioso. Sólo a veces.
Vio cómo, enérgico, el perro cavaba por debajo de un banco sepultado por la nieve y comenzaba a gruñir. Olisqueó el aire y volvió a centrarse en cavar.
―A ver si espabilas y esta noche cenamos conejo, Rantamplán ―le dijo al perro. Éste lo miró y siguió a lo suyo.
Hicieron una pausa en el parque de Hannibal Hamlin. Las palomas ya no se cagaban en la cabeza del vicepresidente de Lincoln; no es que hubieran dejado de existir, pero su población sí que parecía haber mermado, y mucho.
Miró la quietud personalizada que cobraba vida a su alrededor. Las casas, ánimas de tejados de pizarra; los pisos vacíos, fantasmas de ventanas oscuras y fachadas descascarilladas; los coches, cadáveres metálicos bien aparcados en la acera, esperando poner en marcha sus calentadores y comenzar a andar, como muertos vivientes. Incluso las campanas de la iglesia de Saint John, antes tan ruidosas y estridentes, permanecían ahora mudas y mecidas débilmente por el furibundo viento. Parecía que en cualquier momento la ciudad despertaría y volvería a retornar inmediatamente a su actividad parsimoniosa; que el silencio mudo que reinaba sería roto por el estruendo de las bandas municipales que tocaban en verano al aire libre en todos los parques de la ciudad o a orillas del Penobscot durante el Festival Popular, cuando el paseo olía a pescado. Pero Patrick sabía que eso no era posible. La música en directo, por muy mala que fuera a veces, jamás volvería a retumbar en aquellos parques o en el río. Nadie volvería; no después de casi un año. Al igual que los miles de neoyorquinos que huían de la ciudad por el túnel Lincoln no abandonarían sus coches, que les sirvieron de sepultura, para volver a sus casas.
«Y aunque sea cruel, ¿de qué serviría? Si todo volviera a la normalidad, seguiríamos sin haber aprendido jodidamente nada», se dijo.
Mientras callejeaba por la ciudad, contemplado aquellos resquicios en los que la guerra se había dejado sentir más, imaginó Nueva York. Había estado allí cuando tenía veinte años, acompañando a su tío Charlie. El mayor putero de Bangor, según se rumoreaba. Y no se equivocaban. Su tío siempre tenía una frase con la que parecía solucionarlo todo cuando estaba metido en algún problema, y era: «¡Eh, Patrick, que yo siempre me lavo la polla en el lavabo después de mear!».
Su tío Charlie fue de los primeros en morir en los bombardeos.
Durante su estancia en la Gran manzana se dijo a sí mismo que no había ciudad más cosmopolita y cargada de vitalidad que Nueva York, y que con razón se la llamaba «la ciudad que nunca duerme». Creyó que no habría sitio inigualable a Times Square, con sus miles de almas paseando por calles de neón, riendo, llorando, discutiendo o simplemente embelesadas como él ante la inmensa jungla de asfalto que se abría ante ellos, con rascacielos tan altos que ver el manto de estrellas durante la noche era tan imposible como que las alas de Ícaro hubiesen funcionado.
Vio también a camellos traficando con droga en la esquina de Broadway, y a viandantes negociando con las prostitutas que tomaban la Séptima avenida cuando la policía hacía la vista gorda. Los chulos las vigilaban mientras las esperaban en sus llamativos coches y no dudaban en apalearlas si notaban que sus putas escondían algo de dinero en el coño.
Puro espíritu de Nueva York.
Después de la guerra biológica, a la Gran manzana se la podría haber llamado «la ciudad de los árboles de ramas rotas» por los miles de brazos alzados, con dedos encrespados en manos arrugadas, que mirarían al cielo en una mueca de horror absoluto, suplicando para que los neones de Broadway volvieran a encenderse una vez más en Manhattan, sólo una vez más.