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Authors: Juan de Dios Garduño

Tags: #Fantástico, #Terror

Y pese a todo... (6 page)

BOOK: Y pese a todo...
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Los niños formaron corro mientras Peter se levantaba tambaleante, sangrando por la nariz. No quería seguir con aquella pelea, pero Patrick, herido en su orgullo ―y con los huevos machacados―, sí. La profesora impidió que aquella trifulca llegara a más y los acompañó a la oficina del director. Éste, cuando estuvo a solas con ellos, se levantó, les dijo que no volvieran a pelearse en su colegio y le propinó una bofetada sonora a cada uno. Los dos aguantaron las lágrimas como valientes, pero nunca olvidarían aquello.

Y a raíz de aquella pelea surgió una gran amistad. Y en los años venideros nadie recordaría a Peter sin Patrick, o a Patrick sin Peter.

Eran otros tiempos.

Un Peter adulto, con una pala en la mano y mirando hacia la propiedad de su antiguo amigo no pudo detener una lágrima fugitiva que escapó de su penal.

―¿Por qué me fallasteis? ―dijo con voz trémula―, ¿por qué?

9

Patrick soltó en el salón la mochila. Sacó de la nevera una lata de cerveza y le dio un buen trago; después, le echó a
Doggy
un poco en su cuenco. Vio cómo el perro bebía y se marchaba un poco tambaleante a su rincón detrás del sillón. Luego el can se echó a dormir.

Su amo bajó al sótano.

Encendió la luz tirando de un interruptor de cuerda, al estilo antiguo. «¿A qué genio de la decoración se le ocurriría hacer algo así en pleno siglo xxi?», pensó.

Bajó las escaleras entre vaharadas provocadas por su gélido aliento y se dirigió hacia la mesa de madera que había instalado en un rincón, el más seco. En aquel cubículo la temperatura era unos cuantos grados más baja que en el resto de la casa. Allí tenía una radio emisora-receptora de color negro, el mismo modelo y la misma radio que había en la comisaría de policía de Bangor antes del fin de todo. El cable de la antena asomaba por uno de los tres ventanucos que había a ras de suelo y trepaba por la pared hasta el tejado.

Había robado aquella radio porque era buena y porque era de las antiguas y no usaba el nuevo método de encriptación que tenían las actuales de la policía. Lo sabía de buena tinta porque el ayudante del sheriff Mike Renfield era un charlatán y se le iba la lengua cada vez que tomaban unas cervezas de más.

―Cuando Durham se entere de que he robado su radio y su antena, me cortará los cojones ―dijo al sótano.

Luego dio un trago a la cerveza y se sentó en la silla, que crujió lamentándose.

Encendió la radio y comenzó a cambiar de frecuencia cada poco tiempo. Buscó en la banda de 110-136 MHz, que era la que se usaba en la aviación comercial. Nada. Lo intentó de 144-148 MHz para ver si algún radioaficionado con una «banda de dos metros» pedía auxilio ―o lo proporcionaba―. Nada. Tampoco tuvo suerte escuchando de 137-174 MHz, la frecuencia en la que emitían los servicios de emergencia sanitaria, policial, seguridad privada, transporte urgente, radiotaxis, transportes, etcétera, y de 156-160 MHz, la banda marítima.

Nada. ¿Y qué esperaba oír? ¿Quizá una conversación tipo: «¡Hey, Johnny!, voy por la I-95 y me encuentro en el kilómetro 52 a una tipa haciendo dedo. Estaba como un tren, así que la monto al camión, me la camelo y cuando voy a follármela tenía un rabo más grande que el mío, ja, ja, ja?».

No, en lugar de aquello se encontraba a diario con la misma terrible y fría estática de siempre. Un sonido que también se había acostumbrado a oír y a odiar con facilidad. Por eso no instalaba la radio en el salón o en alguna de las habitaciones de arriba. Verla le garantizaba varias horas de malestar.

―Alfa, beta, Charly ―dijo pulsando el botón para emitir en diferentes bandas―. ¿Me recibe alguien?

Esperó en silencio con el corazón encogido, los ojos cerrados y el micro apoyado en la frente. Siempre le ocurría aquello. No aprendía. El crepitar de la estática fue la única respuesta a sus palabras. Volvió a repetir la fórmula con idéntico resultado.

―Señor presidente de los Estados Unidos, sé que me escucha ―dijo después―. Quiero decirle que este año no podré invitarle a pavo el día de Acción de Gracias, espero que sepa entenderlo. Saludos a Michelle y a las niñas.

Se arrugó en su silla, con impotencia, mordiéndose los nudillos. Decidió que permanecería algunas horas allí abajo, escuchando la conversación de su amiga estática y emitiendo de vez en cuando en busca de respuesta.

En un momento dado se inclinó y agarró algo de la mesa. Una fotografía enmarcada con el cristal lleno de polvo, en la que aparecían él, Peter y Helen. Ellos la besaban en la mejilla a ella, situada en medio y exhibiendo una gran sonrisa. «Sonrisa marca Helen», le decían entre bromas. Porque Helen era especial. Estaban los enfados marca Helen, los abrazos marca Helen. Helen era en sí misma marca Helen. Genuina, pura.

Eran muy jóvenes, y esa imagen la captó el fotógrafo oficial del colegio, Billy «el Granos», el día del baile de fin de curso de 1989.

Recordó una conversación con Peter, cuando ambos eran adolescentes y se acercaba el gran día. «El día del polvo seguro», le llamaban.

―Tío, es que esto es muy grande ―le dijo su amigo cuando los dos estaban sentados en las escaleras de piedra de la entrada del instituto―. ¿No crees?

―¿A qué te refieres, polaco? ―contestó él. Sabía que no le gustaba que delante de los demás le llamara así, pero a solas no le importaba.

―Al baile de fin de curso de este año, capullo.

―Ah ―contestó Patrick, lacónico.

―¿No estás emocionado, tío? ―preguntó Peter levantándose. Se subió sus vaqueros gastados y se puso delante de él, tapándole el sol―. Yo creo que es uno de los días más importantes para un americano, tío. ¡Es como el día de tu jodida boda por lo menos! Es… es como el siguiente paso importante de tu vida. Digamos, que es una evolución, una… una…

―¿Es que vas a estrenarte? ―preguntó abruptamente él con una sonrisa maliciosa―. ¿Quién será la afortunada que tenga que ir al psicólogo durante el resto de su vida después de la gran cita?

Peter comenzó a bajar los escalones, levantando el dedo corazón y alejándose hacia su casa. Por aquel entonces, él también tenía el pelo largo, y los dos parecían salidos de un grupo de heavy.

―¡Que te den! ―espetó.

Patrick brincó de las escaleras y le alcanzó echándole un brazo por encima de los hombros. Los dos caminaban por entre los árboles florecidos por la primavera, con sus cazadoras de cuero estilo Tony Manero.

―¡Vamos, vamos, polaquito! No te pongas así ―le dijo casi rozando la oreja con su boca―. En serio, dime, ¿a quién has invitado?

―No mereces que te lo diga, cabrón ―contestó Peter marcando una pausa para hacerse el interesante―. Es Helen McNamara.

Patrick deshizo el abrazo y se detuvo en seco. Peter se dio la vuelta con una sonrisa calculada. Había conseguido el efecto deseado. Los transeúntes les esquivaban en mitad de la acera, molestos.

―Vamos, no me jodas, Staublosky.

―No me gustaría, pero si es lo que quieres… ―bromeó―. Ahora en serio, me dijo que sí.

―¡Maldito cabrón! ―exclamó Patrick―, y bien guardado que te lo tenías.

Volvió a abrazarle y continuaron caminando, riendo y hablando de lo mismo. Llegado el día del baile, Patrick acudió con otra de las chicas más guapas del instituto, Kathy Pruset, o Kathy alias «Garganta profunda», y Peter se presentó con Helen McNamara.

Helen la genuina.

Cuando acabó el baile, y embriagados por varios tragos de ponche que habían conseguido infiltrar en la fiesta, se hicieron aquella foto, y de aquella noche nació un matrimonio.

Un matrimonio que él estuvo a punto de romper muchos años después.

―Alfa, beta, Charly ―dijo, compungido, pulsando el botón rojo y cerrando los ojos con fuerza.

10

Una vez puesta en marcha la maquinaria del recuerdo, es imposible pararla; aunque los engranajes se encuentren herrumbrosos y viejos, y chirríen hasta hacer sangrar los oídos, y parezca que puedes meter una palanca y hacerlo saltar todo por los aires deteniendo el diabólico aparato.

Peter seguía cavando en la zanja, aunque con menos brío y descansando cada pocas paladas para echarse mano a los riñones con gesto dolorido. Los guantes le incomodaban y había comenzado a tener sarpullidos. La niña había salido un par de veces con sus muñecas, pero él la había mandado dentro. Hacía demasiado frío y comenzaban a caer los primeros copos del día. Pero él seguía empeñado en trabajar hasta la hora de la comida.

Recordó el comienzo de su relación con Helen, los buenos momentos que les depararon sus cuatro años de noviazgo y los siguientes. Resonaron en su mente las risas de su mujer durante el viaje de un mes que hicieron por diferentes estados del país en el viejo Buick 8 de color rojo y franjas blancas que su padre les había comprado poco después de la boda. Él quería viajar a Nueva York, descubrir la gran ciudad, coger el transbordador hasta Liberty Island y ver la estatua y la ciudad desde dentro de ella. Pisar la plaza de Times Square, de la que tanto les había hablado Patrick con voz trémula, y caminar abrazados entre el gentío y los neones. Pero ella prefería rodar por carreteras secundarias y parajes de Texas, a veces extendiéndose desoladores a lo largo de varias millas, a veces preciosos y sobrecogedores. Sintonizaba alguna emisora de música country, la ponía a todo volumen y asomaba la cabeza por la ventanilla intentando atesorar cada segundo dentro de su memoria, cada paisaje, cada olor, cada sensación. También le encantaba hospedarse en los peores moteles de carretera y follar hasta las tantas haciendo crujir los muelles e incluso cargándose alguna cama para luego dormirse echada sobre su pecho, desnuda y sonriente.

Así era Helen.

Los recuerdos acudían en tropel a reclamar su puesto de honor, uno tras otro. Aflojándole el ánimo. Le parecía curioso cómo el cerebro parecía eliminar o anestesiar los malos momentos. Para él, todo fue bonito: los días de pesca en el Penobscot que compartían con Patrick y alguna de sus múltiples novias ―que siempre acababa en el agua empujada por Sthendall―, las noches de juerga por los pubs de la ciudad, donde se emborrachaban y jugaban al billar hasta las tantas, la boda de Patrick con Monica Hollister en la que trozos de pan acabaron volando por todo el salón. Recordaba la cara de Monica contemplando aquello horrorizada y con una mano en el pecho ante las risas de un Patrick que no dudó en estrellarle un trozo de pan en la calva a su suegro. Monica era una abogada de Minnesota venida a más en los últimos años que había abierto un bufete en Bangor y que, por cosas del caprichoso destino, acabó enamorándose de su amigo.

Todo fue bucólico y pastoril, hasta que llegó la crisis al matrimonio de los Staublosky. Y llegó poco a poco, a hurtadillas, con los zapatos agarrados en una mano para no hacer ruido y con una porra en la otra para poder golpear con la contundencia con la que lo hizo.

Peter recordó una frase que decía algo así como que cuando no tienes dinero, tienes mucho tiempo, y que si tienes dinero es porque no tienes mucho tiempo. Lo segundo fue lo que acabó produciendo grietas en su matrimonio.

Ni él ni Patrick fueron a la universidad. Aquello no gustó en el seno familiar, pero en cuanto los dos se pusieron a trabajar en la serrería GreenTree cesaron los reproches. Cuando llevaban un tiempo allí trabajando, decidieron ahorrar para fundar su propio negocio. Fue así como al cabo de un año trabajando duro fundaron con sus ahorros la empresa Happy Bags, mucho antes de que las asociaciones de protección medioambiental alertaran de la contaminación que producían las tradicionales bolsas de plástico. Se adelantaron a un mercado que aún no había nacido, el de las bolsas de papel reciclables para los grandes almacenes, y les fue bien. Tan bien que sus cuentas bancarias comenzaron a sumar ceros en la parte derecha en poco tiempo. Patrick y su mujer se mudaron a una zona residencial de nueva construcción. Una urbanización de casas blancas con jardín, a las afueras de Bangor y para gente bastante pudiente, como le gustaba decir a Monica. Pero sacar aquello a flote y mantenerlo les costó más horas en la oficina y viajando de las que sus matrimonios podían permitirse sin que surgieran grietas. Monica Hollister rompió su matrimonio con Patrick dos años después de fundar la empresa, llevándose de paso una buena tajada. La gente rumoreaba que el divorcio se había producido porque él le pegaba y comentaba que había heredado demasiados genes de su padre. Estos rumores se incrementaron cuando Patrick propinó una paliza a un lugareño borracho que tuvo la estúpida ocurrencia de murmurarlo en alto en el Strangi’s Pub. Pero Peter sabía que nada de aquello era cierto. En primer lugar, porque conocía a su amigo y éste jamás puso una mano encima a una mujer; además, si lo hubiera hecho, no tenía ninguna duda de que Monica lo habría metido entre rejas; y en segundo lugar porque su propio matrimonio se resentía por lo mismo que había provocado la ruptura del de Patrick. Tenían dinero, también se habían mudado al mismo lujoso barrio de Patrick, pero el problema seguía latente ahí. No le dedicaba tiempo a su mujer. Él y Helen llevaban meses buscando un hijo que no llegaba; veían ahí la solución temporal a la soledad que sentía ella durante todo el día. Pero el embarazo no se producía y las discusiones aumentaban, desgastando la relación. Ninguno de ellos quería decir nada en alto, pero la palabra «estéril» aguardaba expectante detrás del telón.

―Podías dejar de leer el periódico en los pocos momentos en que estás conmigo ―le recriminó ella una mañana soleada, mientras desayunaban en la cocina.

Él apartó a un lado el periódico y la miró. Sabía adónde conducía aquello. Lo sabía porque ya lo habían vivido muchas veces, demasiadas.

Los rayos que entraban por la ventana bañaban la estancia, y se podían ver esparcidas moléculas de polvo en movimiento. A lo lejos se escuchaban los ladridos iracundos de un perro y el sonido intermitente de sus propios aspersores.

―Sabes que me gusta leer el periódico mientras desayuno ―contestó bajando de nuevo la vista al papel―. Antes no te molestaba, incluso decías que te resultaba gracioso porque parecía un «politicucho de primera».

Ella llevó el plato al fregadero. Vestía un camisón transparente que poco margen dejaba a la imaginación. Su mujer tenía un cuerpo precioso, esbelto. No tenía nada que envidiar a una veinteañera. Le volvía loco el culo de Helen, tan prieto y respingón.

―Antes pasabas más tiempo conmigo. Por eso no me quejaba ―murmuró con voz grave mientras lavaba el plato con demasiado brío.

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