Anna vestida de sangre (2 page)

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Authors: Kendare Blake

BOOK: Anna vestida de sangre
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Lo que sucede a continuación me sorprende: la cara del autoestopista se vuelve a cubrir de piel y sus ojos recobran el color verde. Es solo un muchacho mirando mi cuchillo. Recupero el control del coche y piso con todas mis fuerzas el freno.

Al parar, la sacudida le hace parpadear. Me mira.

—Trabajé todo el verano para conseguir este dinero —dice en voz baja—. Mi novia me matará si lo pierdo.

El corazón me aporrea el pecho tras el esfuerzo por controlar los bandazos del coche. No quiero decir nada. Solo me apetece acabar con esto. Pero escucho mi propia voz tranquilizándolo:

—Tu novia te perdonará. Te lo prometo —siento el cuchillo, el
áthame
de mi padre, ligero en la mano.

—No quiero volver a hacer esto —susurra el autoestopista.

—Esta será la última vez —le aseguro y, entonces, deslizo la hoja por su garganta, abriendo una enorme línea negra. El autoestopista se lleva los dedos al cuello, tratando de unir de nuevo la piel, pero algo oscuro y espeso como el petróleo sale de la herida y lo cubre, fluyendo hacia abajo sobre su chaqueta de época, y también hacia arriba, sobre la cara, los ojos y el pelo. Curiosamente, no parece que esté manchando la tapicería del coche. El autoestopista no grita mientras se consume, aunque tal vez no pueda: tiene la garganta rajada y el líquido negro le ha llegado a la boca. En menos de un minuto ha desaparecido, sin dejar ni rastro.

Paso la mano por el asiento. Está seco. Luego salgo del coche y lo reviso lo mejor que puedo en la oscuridad en busca de arañazos. Los neumáticos humean y se han desgastado. Puedo oír cómo rechinan los dientes del señor Dean. Me voy de la ciudad en tres días y tendré que dedicar al menos uno a montar un juego nuevo de Goodyear. Pensándolo bien, tal vez no debería devolverle el coche hasta que las ruedas nuevas estén puestas.

Capítulo dos

Es más de medianoche cuando aparco el Rally Sport en el camino de acceso a nuestra casa. Lo más seguro es que el señor Dean siga levantado, dada su natural condición nerviosa y su costumbre de atiborrarse de café negro, y que haya contemplado cómo conducía con cuidado calle abajo. Pero no espera que le devuelva el coche hasta mañana por la mañana. Si me levanto suficientemente temprano, podré llevarlo al taller y sustituir los neumáticos antes de que advierta cualquier diferencia.

La luz de los faros atraviesa el jardín e ilumina la fachada de la casa y, entonces, veo dos puntitos verdes: son los ojos del gato de mi madre. Cuando llego a la puerta principal, ha desaparecido de la ventana. Irá a decirle que he llegado a casa. Tybalt, ese es su nombre. Es un bicho rebelde que no me muestra demasiado cariño, aunque yo a él tampoco. Tiene la extraña costumbre de arrancarse el pelo de la cola e ir dejando pequeñas bolas negras por toda la casa. Pero a mi madre le gusta tener un gato alrededor. Como la mayoría de los niños, pueden ver y escuchar a los muertos. Una habilidad útil cuando se vive con nosotros.

Entro en casa, me quito los zapatos y subo los escalones de dos en dos. Me muero por darme una ducha —quiero quitarme esta sensación mohosa y putrefacta de la muñeca y el hombro—. También quiero echarle un vistazo al
áthame
de mi padre y lavar los restos negros que puedan haber quedado en la hoja.

Al final de las escaleras, tropiezo con una caja y exclamo demasiado alto: «¡Mierda!». Debería tener más cuidado. Mi vida es un laberinto de cajas de embalar. Mi madre y yo somos empaquetadores profesionales y no perdemos el tiempo con las cajas desechadas por las tiendas de alimentación o de licores. Disponemos de cajas reforzadas de gran resistencia y calidad con etiquetas permanentes. Incluso en la oscuridad, puedo ver que me acabo de pegar contra los utensilios de cocina.

Entro de puntillas en el baño y saco el cuchillo de la mochila de cuero. Después de acabar con el autoestopista, lo envolví en una tela de terciopelo negro, pero sin demasiado cuidado. Tenía prisa. No quería seguir en la carretera, ni en ningún lugar próximo al puente. Ver cómo se desintegraba el autoestopista no me produjo miedo, los he visto peores, pero es el tipo de cosa a la que no te acostumbras.

—¿Cas?

Levanto la vista hacia el espejo y veo el reflejo somnoliento de mi madre, con el gato negro en los brazos. Coloco el
áthame
en la encimera del lavabo.

—Hola, mamá. Siento haberte despertado.

—Sabes que me gusta estar levantada cuando llegas. Deberías despertarme siempre para que pueda dormir tranquila.

No le digo lo tonta que suena esa frase; simplemente abro el grifo y empiezo a enjuagar el cuchillo bajo el agua fría.

—Deja que lo haga yo —dice, tocándome la muñeca. Luego, por supuesto, me la agarra, porque ve los cardenales que están empezando a amoratarse a lo largo de mi antebrazo.

Imagino que dirá algo típico de madre, o que cacareará como una gallina asustada durante unos minutos e irá a la cocina en busca de hielo y una toalla húmeda, aunque estos cardenales no son ni mucho menos las peores señales con las que he llegado a casa. Pero esta vez no lo hace. Tal vez porque es tarde y está cansada. O tal vez porque después de tres años está empezando por fin a entender que no voy a dejarlo.

—Dámelo —dice suavemente y yo lo hago, porque ya he quitado la mayor parte del pringue negro. Toma el cuchillo y se marcha. Sé que hará lo mismo de siempre: hervir la hoja y luego clavarlo en una gran jarra con sal, donde permanecerá bajo la luz de la luna durante tres días. Cuando lo saque de ahí, lo limpiará con aceite esencial de canela y dirá que ha quedado como nuevo.

Solía hacer el mismo ritual para mi padre. Cuando él regresaba a casa después de matar algo que ya estaba muerto, ella lo besaba en la mejilla y se llevaba el
áthame
con la misma tranquilidad con la que cualquier otra esposa recogería un maletín. Mi padre y yo solíamos mirar el cuchillo clavado en la jarra de sal, con los brazos cruzados sobre el pecho, transmitiéndonos el uno al otro lo ridículo que nos parecía aquello. Siempre lo consideré un ejercicio de fantasía. Como si fuera Excálibur en la roca.

Pero mi padre le dejaba hacerlo. Sabía en lo que se estaba metiendo cuando la conoció y se casó con ella, una bonita joven seguidora de la Wicca, una religión pagana moderna, con el pelo castaño rojizo y una guirnalda de flores blancas alrededor del cuello. Él se presentó también como
wiccano
, por falta de una denominación mejor, aunque mi padre no era realmente seguidor de nada.

Simplemente le encantaban las leyendas. Le atraían las buenas historias, los relatos sobre el mundo que lo hacían parecer mejor de lo que era en realidad. Se volvió un fanático de la mitología griega, que es de donde procede mi nombre.

Tuvieron que llegar a un acuerdo a este respecto, porque mi madre adoraba a Shakespeare, así que acabé llamándome Teseo Casio. Teseo por el rey que mató al Minotauro y Casio por el fracasado teniente de Otelo. Creo que suena verdaderamente estúpido. Teseo Casio Lowood. Pero todos me llaman Cas. Supongo que debería estar contento —a mi padre le encantaba también la mitología nórdica, así que podría haber acabado llamándome Thor, lo que habría sido básicamente insoportable—.

Espiro y miro hacia el espejo. No tengo manchas en la cara, ni en la camisa gris, igual que tampoco las había en la tapicería del Rally Sport (gracias a Dios). Tengo un aspecto ridículo. Voy vestido con pantalón y camisa como si fuera a una cita importante, que es para lo que le dije al señor Dean que necesitaba el coche. Cuando salí de casa llevaba el pelo peinado hacia atrás y con un poco de gomina, pero después del forcejeo, me cae sobre la frente en oscuros mechones.

—Deberías darte prisa y meterte en la cama, cariño. Es tarde y todavía no hemos terminado de empaquetar todo.

Mi madre ha terminado con el cuchillo. Se arrastra de nuevo hasta la puerta y el gato negro gira en torno a sus tobillos, como un pez aburrido alrededor de un castillo de plástico.

—Lo único que quiero es darme una ducha —digo yo. Ella suspira y se marcha.

—Lo atrapaste, ¿verdad? —dice por encima del hombro, casi como si se le ocurriera de repente.

—Sí. Lo atrapé.

Sonríe. Su boca parece triste y nostálgica.

—Estuvo cerca esta vez. Pensaste que habrías acabado con él antes de finales de julio. Y estamos en agosto.

—Ha sido una presa complicada —contesto, mientras saco una toalla del estante. Me da la sensación de que no va a añadir nada más, pero se detiene y se vuelve.

—¿Te habrías quedado, si no lo hubieras atrapado? ¿La habrías obligado a ella a regresar?

Pienso unos segundos, como una pausa natural en la conversación, porque conozco la respuesta antes de que ella termine de formular la pregunta.

—No.

Mientras mi madre se aleja, lanzo la bomba.

—Oye, ¿me prestas dinero para un juego nuevo de neumáticos?

—Teseo Casio —se queja, y yo respondo con una mueca. Su suspiro cansado me indica que podré ir al taller por la mañana.

* * *

Nuestro destino es Thunder Bay, en Ontario. Voy allí para matar a Anna. Anna Korlov. Anna vestida de sangre.

—Esta te tiene preocupado, ¿no es así Cas? —dice mi madre, sentada al volante de la furgoneta de U-Haul. No dejo de insistir en que deberíamos comprarnos nuestro propio vehículo de mudanzas, en vez de alquilarlo. Dios sabe que nos mudamos demasiado a menudo siguiendo a los fantasmas.

—¿Por qué dices eso? —pregunto, y ella señala mi mano con la cabeza. No me había percatado de que estaba tamborileando con los dedos sobre la mochila de cuero, que es donde guardo el
áthame
de mi padre. Me concentro en seguir haciéndolo. Continúo golpeteando la mochila como si no sucediera nada, como si mi madre estuviera analizando en exceso la situación y sacando sus propias conclusiones.

—Mamá, maté a Peter Carver cuando tenía catorce años —digo yo—. Llevo haciendo esto desde entonces. Ya nada me sorprende.

Su rostro se tensa.

—No fue exactamente así. Tú no mataste a Peter Carver. Peter Carver te atacó y además, ya estaba muerto.

Me sorprende la habilidad que tiene mi madre para cambiar algo simplemente utilizando las palabras adecuadas. Si su tienda de ocultismo fuera mal alguna vez, tendría un buen futuro como creadora de eslóganes.

Dice que Peter Carver me atacó. Así es, me atacó, pero después de colarme en la casa abandonada de la familia Carver. Fue mi primer trabajo y afirmar que lo hice sin el permiso de mi madre sería quedarse corto. Lo hice a pesar de los gritos de protesta de mi madre y tuve que forzar la ventana de mi habitación para salir de casa. Pero lo conseguí. Me llevé el cuchillo de mi padre y me colé en aquella casa. Esperé hasta las dos de la madrugada en la habitación donde Peter Carver disparó a su esposa con una pistola del calibre 44 y luego se ahorcó con su propio cinturón en el ropero. Esperé en la misma habitación donde su fantasma asesinó a un agente inmobiliario que intentaba vender la casa pasados dos años del asesinato, y a un perito un año después.

Al pensar de nuevo en aquel día, recuerdo que me temblaban las manos y tenía el estómago revuelto. Recuerdo la desesperación antes de hacer lo que se suponía que debía hacer, igual que hacía mi padre. Cuando finalmente aparecieron los fantasmas (sí, fantasmas, en plural —resultó que Peter y su esposa se habían reconciliado y habían encontrado un interés común en el asesinato—), creo que estuve a punto de desmayarme. Uno salió del ropero con el cuello tan amoratado y doblado que parecía estar de perfil, y el otro apareció en el suelo como el líquido en un anuncio de papel de cocina rebobinado. Me enorgullece decir que ella apenas se levantó de los tablones. Instintivamente, la apuñalé y la mandé de nuevo al suelo antes de que pudiera hacer ningún movimiento. Carver se encaró conmigo mientras yo trataba de arrancar el cuchillo de la tabla manchada que solía ser su esposa. Estuvo a punto de lanzarme por la ventana antes de que lograra gatear hasta el
áthame
, maullando como un gatito. Clavárselo fue casi un accidente. Podría decirse que el cuchillo se precipitó hacia él cuando enrolló el extremo de la cuerda en torno a mi cuello y empezó a darme vueltas. Nunca le conté a mi madre esta parte.

—Mamá, tú sabes demasiado para afirmar eso —digo yo—. Son otros los que piensan que no se puede matar lo que ya está muerto —quiero añadir que mi padre también lo sabía, pero me callo. No le gusta hablar de él y, además, sé que no es la misma desde que mi padre murió. Está un poco ausente; algo falta en sus sonrisas, como un punto borroso o una lente desenfocada. Una parte de ella se marchó con él, dondequiera que fuera. No es que no me quiera, pero creo que nunca se imaginó criando un hijo ella sola. Se suponía que su familia debía formar un círculo. Ahora nos movemos de un lado a otro como una fotografía de la que hubieran recortado la imagen de mi padre.

—Acabaré en un abrir y cerrar de ojos —digo, chasqueando los dedos y cambiando de tema—. Tal vez ni siquiera termine el curso en Thunder Bay.

Ella se inclina sobre el volante y sacude la cabeza.

—Deberías pensar en quedarte más tiempo. He oído que es un lugar agradable.

Pongo los ojos en blanco. Ella lo sabe bien; nuestra vida no es tranquila. No es como la vida de los demás, con apegos y rutinas. Nosotros somos un circo ambulante. Y no puede achacárselo al asesinato de mi padre, ya que también viajábamos mucho con él, aunque decididamente no tanto. Por esa razón trabaja de la manera que lo hace, leyendo el tarot y limpiando auras por teléfono, además de vender material de ocultismo a través de Internet. Mi madre es una bruja nómada y se gana la vida increíblemente bien con ello. Incluso sin los fondos de inversión de mi padre, probablemente podríamos vivir bien.

Ahora mismo estamos conduciendo hacia el norte por una carretera que serpentea a orillas del lago Superior. Me alegro de haber salido de Carolina del Norte y de haber dejado atrás el té helado y un acento y una hospitalidad que no me gustaban. En la carretera me siento libre, cuando estoy de camino de un lugar a otro, y hasta que no ponga el pie en Thunder Bay no sentiré que he regresado al trabajo. Por el momento, puedo disfrutar de los pinares y las capas de roca sedimentaria que hay junto a la carretera y que rezuman agua subterránea como si no pararan de llorar. El lago Superior tiene un azul y un verde muy intensos y la claridad que atraviesa las ventanillas me obliga a entrecerrar los ojos tras las gafas de sol.

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