Read Anna vestida de sangre Online
Authors: Kendare Blake
Ahora, en el pasillo, todos los ojos me están mirando. Soy nuevo y soy diferente, aunque eso no es lo único. Todos los ojos están fijos en todo el mundo porque es el primer día de clase y la gente está ansiosa por descubrir cómo han cambiado sus compañeros de clase durante el verano. Debe de haber al menos cincuenta nuevos maquillajes y estilos poniéndose a prueba en el edificio. La pálida empollona se ha blanqueado el pelo y lleva puesto un collar de perro, y el tipo delgaducho del equipo de atletismo se ha pasado todo julio y agosto levantando pesas y comprando camisetas ajustadas.
Aun así, los ojos de la gente tienden a detenerse más tiempo en mí porque, aunque soy nuevo, no me muevo como tal. Apenas miro los números de las aulas por las que paso. Finalmente encontraré mi clase, ¿no es así?, por lo tanto no hay razón para dejarse invadir por el pánico. Además, soy un experto. He estado en doce institutos en los últimos tres años. Y estoy buscando algo.
Necesito entrar en el círculo social. Necesito que la gente hable conmigo, de modo que pueda formularles las preguntas para las que preciso respuestas. Así que cuando me traslado a un sitio nuevo, siempre busco a la abeja reina.
Todos los institutos tienen una. La chica que lo sabe todo y conoce a todo el mundo. Podría intentar pegarme como una lapa al capitán de algún equipo, pero el deporte nunca ha sido mi fuerte. Mi padre y yo nunca veíamos deportes en la tele, ni jugábamos al balón prisionero. Puedo luchar con muertos durante todo un día, sin embargo el fútbol americano puede dejarme inconsciente. Las chicas, por el contrario, siempre me han resultado más fáciles. No sé por qué exactamente. Tal vez sea esa aura de forastero o mi aspecto amenazante. Tal vez sea algo que en ocasiones creo ver en el espejo, algo que me recuerda a mi padre. O quizá porque soy condenadamente resultón. Así que recorro los pasillos hasta que finalmente la veo, sonriendo y rodeada de gente.
Es imposible confundirla: la reina del instituto es siempre guapa, aunque esta es increíblemente preciosa. Tiene una melena rubia a capas de casi un metro de largo y unos labios del color de los melocotones maduros. Tan pronto me ve, baja la barbilla y en su rostro se dibuja una sonrisa. Esta es la chica que consigue todo lo que quiere en Winston Churchill. Es la preferida del profesor, la reina del baile, el centro de la fiesta. Ella podría contarme todo lo que necesito saber. Y espero que lo haga.
Cuando paso junto a ella, la ignoro a propósito. Unos segundos después, abandona su grupo de amigos y se coloca a mi lado de un salto.
—Hola. Nunca te había visto por aquí.
—Me acabo de mudar a la ciudad.
Sonríe de nuevo. Tiene una sonrisa perfecta y unos cálidos ojos color chocolate.
Te desarma al instante.
—Entonces necesitarás un poco de ayuda para familiarizarte con esto. Soy Carmel Jones.
—Teseo Casio Lowood. ¿Qué clase de padres llaman a su hija Carmel?
Se ríe.
—¿Y qué clase de padres llaman a su hijo Teseo Casio?
—
Hippies
—respondo yo.
—Exactamente.
Nos reímos juntos y mi sonrisa no es completamente falsa. Carmel Jones controla este instituto. Puedo asegurarlo por cómo se mueve, como si nunca hubiera tenido que arrodillarse en su vida. Y por la manera en que la gente se aparta, como pájaros ante un gato al acecho.
Sin embargo, no parece altiva ni presuntuosa como muchas de estas chicas. Le enseño mi horario y se da cuenta de que tenemos la misma clase de Biología a cuarta hora y —mucho mejor— la misma hora para el almuerzo. Cuando me deja junto a la puerta de mi segunda clase, se vuelve y me guiña un ojo por encima del hombro.
Las abejas reina forman parte del trabajo, aunque a veces resulta difícil recordarlo.
* * *
En el almuerzo, Carmel me hace señas, pero no me acerco de inmediato. No estoy aquí para salir con nadie y no quiero que se haga ilusiones. Además, es muy guapa, así que pienso que toda esa popularidad probablemente la haya convertido en una persona insoportablemente aburrida. Demasiado diurna para mí. A decir verdad, como todo el mundo. ¿Qué podría ofrecerle? Me muevo un montón y paso demasiadas noches matando cosas. ¿Quién aguantaría eso?
Echo una ojeada al resto del comedor, tomando nota de los diferentes grupos y preguntándome cuál me podría conducir más fácilmente hasta Anna. Los góticos son los que mejor conocerán la historia, pero también los más difíciles de dejar plantados. Si descubrieran que realmente voy en serio con lo de matar a su fantasma, probablemente acabaría haciéndolo acompañado de una panda de aspirantes a Buffy Cazavampiros con los ojos perfilados de negro y crucifijos que no pararían de
tuitear
detrás de mí.
—¡Teseo!
Mierda, olvidé decirle a Carmel que me llame Cas. Lo último que necesito es que se extienda lo de Teseo y la gente se lo aprenda. Me abro paso hasta su mesa y noto cómo todos los ojos se agrandan a mi paso. Probablemente unas diez chicas acaban de enamorarse instantáneamente de mí porque han visto que le gusto a Carmel. O eso es lo que dice mi sociólogo interior.
—Hola, Carmel.
—Hola. ¿Cómo te las apañas en el SWC?
Apunto mentalmente no referirme jamás al instituto como el SWC.
—No muy mal, gracias a tu visita turística de esta mañana. Y por cierto, la mayoría de la gente me llama simplemente Cas.
—¿Caz?
—Sí, pero con «s» al final, no con «z». ¿Qué se puede comer por aquí?
—Nosotros solemos ir al Pizza Hut que hay por allí —indica vagamente con la cabeza en una dirección y yo me vuelvo y miro vagamente hacia donde señala—. Bueno, Cas, ¿por qué te has mudado a Thunder Bay?
—Por el paisaje —respondo y sonrío—. En serio, si te lo contara, no me creerías.
—Prueba a ver —dice ella. Vuelvo a pensar que Carmel Jones sabe exactamente cómo conseguir lo que desea, pero también me está ofreciendo la posibilidad de ser completamente sincero. De hecho, mis labios están a punto de dejar escapar las palabras,
Anna, estoy aquí por Anna
, cuando el condenado ejército troyano se despliega detrás de nosotros en una hilera de camisetas del equipo de lucha del Winston Churchill.
—Carmel —dice uno de ellos. Sin mirarlo deduzco que es, o ha sido hasta hace poco, el novio de Carmel. Dice su nombre como si lo llevara pegado a las mejillas. Por la reacción de Carmel, levantando la barbilla y arqueando una ceja, me imagino que es más bien un ex novio.
—¿Vas a salir esta noche? —pregunta él, ignorándome por completo. Yo lo miro con expresión divertida. Parece que los deportistas están de rebajas en el pasillo 4 del supermercado local.
—¿Qué pasa esta noche? —pregunto.
—Es la Fiesta Anual del Fin del Mundo —Carmel pone los ojos en blanco mirando hacia el cielo—. Algo que organizamos desde siempre la noche del primer día de clase.
Bueno, desde siempre, o al menos desde que estrenaron
Las reglas del juego.
—Suena bien —no puedo ignorar por más tiempo al neandertal que tengo detrás de mí, así que extiendo la mano y me presento.
Solo el más gilipollas de los gilipollas se negaría a estrechar mi mano, y acabo de conocerlo. Hace un gesto con la cabeza y dice, «¿Qué hay?». No me dice su nombre, pero Carmel lo hace por él.
—Este es Mike Andover —luego señala a los demás gilipollas de la fila— y estos, Chase Putnam, Simon Parry y Will Rosenberg.
Todos me saludan con la cabeza, como completos imbéciles, excepto Will Rosenberg, que me da un apretón de manos. Es el único que no parece completamente estúpido. Lleva la chaqueta del instituto sin abrochar y los hombros encorvados, como si se avergonzara de ella; o al menos de su actual compañía.
—Bueno, ¿vas a venir o qué?
—No sé —responde Carmel. Parece fastidiada—. Ya veré.
—Estaremos en la cascada alrededor de las diez —dice él—. Si necesitas que te lleve, dímelo —cuando se va, Carmel suspira.
—¿De qué estaban hablando? ¿Qué cascada? —pregunto, simulando interés.
—La fiesta se celebra en la cascada Kakabeka. Cada año es en un sitio diferente, para eludir a los polis. El año pasado fue en la cascada Trowbridge, pero todo se desmadró cuando… —Carmel se calla.
—¿Cuándo qué?
—Nada. Solo un puñado de historias de fantasmas.
¿Cómo puedo tener tanta suerte? Normalmente pasa una semana antes de que surja el momento adecuado para hablar de fantasmas. No es exactamente el tema más sencillo de sacar.
—Me encantan las historias de fantasmas. De hecho, me muero por escuchar una buena de verdad —me coloco frente a ella y me inclino sobre los codos—. Y además, necesito alguien que me inicie en la vida nocturna de Thunder Bay.
Ella me mira directamente a los ojos.
—Podemos ir en mi coche. ¿Dónde vives?
* * *
Alguien me está siguiendo. La sensación es tan intensa que siento como si los ojos trataran de atravesarme el cráneo para espiar entre el pelo de la parte trasera de la cabeza. Soy demasiado orgulloso para volverme —me he visto implicado en demasiadas historias de terror para permitir que me asuste un asaltante humano cualquiera—. Existe también la ligera posibilidad de que me esté comportando como un paranoico, pero no lo creo. Hay algo detrás de mí y es algo que todavía respira, lo que me inquieta. Los muertos matan por motivos simples: odio, dolor y confusión. Lo hacen porque es la única opción que les queda. Los vivos tienen necesidades, y quienquiera que me esté siguiendo, quiere algo mío o de mí, y eso me pone nervioso.
Sin dar mi brazo a torcer, miro al frente, haciendo paradas demasiado largas y deseando que los semáforos estén en verde en cada cruce. Voy pensando que soy un idiota por posponer lo de comprarme un coche nuevo y me pregunto por dónde podría deambular unas horas para reorganizarme y evitar que me siga a casa. Me detengo, me descuelgo la mochila de cuero del hombro y rebusco en su interior hasta que mi mano aferra la funda del
áthame
. Me estoy cabreando.
Paso junto a un cementerio presbiteriano, un lugar triste y mal cuidado con flores marchitas, lazos rasgados por el viento y manchas de barro en las tumbas. Cerca de mí, hay una lápida tirada sobre la tierra, muerta como la persona enterrada bajo ella. A pesar del ambiente triste, es un lugar tranquilo, inmutable, y me calma un poco. Hay una mujer de pie en el centro, una anciana viuda que contempla la lápida de su marido. El abrigo de lana le cuelga rígido de los hombros y lleva un fino pañuelo anudado bajo la barbilla. Estoy tan concentrado en quienquiera que me esté siguiendo que tardo un minuto en darme cuenta de que va vestida con un abrigo de lana en agosto.
Me aclaro la garganta. Ella vuelve la cabeza al escuchar el ruido y veo, incluso desde donde me encuentro, que no tiene ojos. En los huecos que los solían alojar hay un par de piedras grises y, aun así, nos miramos el uno al otro, sin parpadear. Las arrugas de sus mejillas son tan profundas que parecen dibujadas con rotulador negro. Debe de tener alguna historia. Algún inquietante relato de tristeza que ha convertido sus ojos en piedras y que la impulsa a mirar lo que ahora sospecho que es su propia tumba. Pero ahora mismo me están siguiendo. No tengo tiempo para nada más.
Abro la mochila y saco el cuchillo por el mango, mostrando solo parte de la hoja. La anciana retrae los labios y muestra los dientes. Luego desaparece, hundiéndose poco a poco en la tierra, con un efecto parecido al de alguien que agita la mano desde una escalera mecánica. No siento miedo, solo una desapacible vergüenza por haber tardado tanto en descubrir que estaba muerta. Si hubiera estado más cerca, podría haber intentado darme un susto, pero no era el tipo de fantasma que asesina. Otra persona tal vez ni la hubiera visto, pero yo estoy sintonizado con estas cosas.
—Yo también.
Doy un respingo al escuchar una voz junto a mi hombro. Hay un chaval a mi lado, que a saber cuánto tiempo lleva ahí. Tiene el pelo negro y enmarañado, gafas de montura oscura y un cuerpo flaco y desgarbado escondido tras unas prendas que no combinan bien. Me da la sensación de haberlo visto en el instituto. Señala con la cabeza hacia el cementerio.
—Una viejecita escalofriante, ¿eh? —dice—. No te preocupes, es inofensiva. Viene al menos tres días a la semana. Y solo puedo leer la mente cuando la gente está pensando en algo con mucha intensidad —sonríe con un lado de la boca—. Pero me da la sensación de que tú siempre piensas con intensidad.
Escucho un golpe cercano y me doy cuenta de que he dejado caer el
áthame
. Ha sido el ruido que ha hecho al golpear el fondo de la mochila. Sé que es la persona que me estaba siguiendo y siento alivio de no haberme equivocado. Al mismo tiempo, la idea de que sea telépata me confunde.
Ya había conocido a otras personas con esa capacidad. Algunos amigos de mi padre la tenían, a distintos niveles. Él aseguraba que era útil; yo la encuentro sobre todo escalofriante. La primera vez que vi a su amigo Jackson, con el que ahora mantengo una buena relación, forré el interior de mi gorra de béisbol con papel de aluminio. ¿Qué pasa? Tenía cinco años. Pensé que funcionaría. Pero da la casualidad de que ahora mismo no llevo una gorra de béisbol, ni tengo papel de aluminio, así que intentaré pensar menos intensamente… o lo que demonios signifique eso.
—¿Quién eres? —le pregunto—. ¿Por qué me sigues?
Y entonces lo veo claro. Es el que le pasó la información a Daisy. Un chaval telépata con ganas de un poco de acción. Si no, ¿por qué me seguía?, ¿cómo ha sabido quién soy? Estaba esperándome. Esperando a que saliera del instituto, como una serpiente acechando entre la hierba.
—¿Quieres comer algo? Me muero de hambre. No llevo siguiéndote mucho rato. Tengo el coche al final de la calle —se vuelve y empieza a alejarse, mientras el bajo deshilachado de sus vaqueros barre ligeramente la acera. Camina como un perro apaleado, con la cabeza baja y las manos metidas en los bolsillos. No tengo ni idea de dónde ha podido conseguir esa polvorienta chaqueta verde, aunque sospecho que la tienda de excedentes de ropa del ejército que hay a unas manzanas es una opción.
—Te explicaré todo cuando lleguemos allí —me dice por encima del hombro—. Vamos.
No sé por qué lo sigo, pero lo hago.
* * *
Conduce un Ford Tempo que tiene unos seis tonos distintos de pintura gris y suena como un crío enfadado imitando el ruido de una lancha motora en la bañera. El lugar al que me lleva es un pequeño local llamado The Sushi Bowl, que desde fuera tiene un aspecto asqueroso, aunque el interior no está mal. La camarera nos pregunta si preferimos sentarnos de forma tradicional japonesa o normal. Miro a mi alrededor y veo unas cuantas mesas bajas con esterillas y cojines alrededor.