Anna vestida de sangre (6 page)

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Authors: Kendare Blake

BOOK: Anna vestida de sangre
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—Normal —respondo rápidamente, antes de que el psicópata de los excedentes del ejército pueda hablar. Jamás he comido con los platos colocados sobre las rodillas y en este momento no me apetece ofrecer un aspecto tan raro como la sensación que estoy notando. Después de decirle al chaval que nunca he comido
sushi
, pide para los dos, lo que no ayuda a que me sienta menos desorientado. Es como si estuviera atrapado en uno de esos sueños en los que te ves a ti mismo haciendo estupideces y te gritas lo idiota que estás siendo, mientras tu yo onírico sigue a lo suyo sin hacerte caso.

El chaval se sienta en la mesa frente a mí y sonríe como un bobo.

—Te he visto hoy con Carmel Jones —dice—. No pierdes el tiempo.

—¿Qué quieres? —le pregunto.

—Solo ayudar.

—Yo no necesito ayuda.

—Pues ya te he echado una mano —se agacha cuando llega la comida: dos bandejas con misteriosos círculos, unos fritos y otros cubiertos con pequeños puntos anaranjados—. Prueba —dice.

—¿Qué es?

—California Rolls.

Miro la bandeja con expresión escéptica.

—¿Qué es lo naranja?

—Huevas.

—¿Qué demonios es eso?

—Huevos de bacalao.

—No, gracias —me alegro de que haya un McDonalds al otro lado de la calle. Huevos de pez. ¿Quién demonios es este tío?

—Soy Thomas Sabin.

—Deja de hacer eso.

—Lo siento —sonríe—. Es que contigo resulta muy sencillo. Sé que es de mala educación. Y, en serio, no soy capaz de hacerlo todo el tiempo —se mete en la boca un rollo entero de pescado crudo cubierto de huevas. Trato de no tomar aire mientras mastica—. Pero ya te
he ayudado
. El ejército troyano, ¿te acuerdas? Cuando esos tipos se acercaron a ti esta mañana. ¿Quién crees que te mandó esa información? Fui yo. De nada.

El ejército troyano. Es lo que pensé cuando Mike y compañía se colocaron detrás de mí durante la comida. Pero ahora que lo pienso, no estoy seguro de por qué me vino esa idea a la cabeza. Solo los había visto por el rabillo del ojo. El ejército troyano. Este chaval deslizó ese pensamiento en mi mente con absoluta suavidad, como quien deja caer una nota en un lugar bien visible.

Ahora me está explicando que no le resulta sencillo enviar ese tipo de informaciones y que al hacerlo le sangró un poco la nariz. Suena como si pensara que es mi ángel de la guarda o algo así.

—¿Qué es lo que debería agradecerte? ¿Que seas ingenioso? Pusiste tus prejuicios personales en mi cabeza. Ahora tengo que ir por ahí preguntándome si pensé que aquellos tíos eran unos imbéciles porque realmente me lo pareció o porque tú lo pensaste primero.

—Confía en mí, habrías estado de acuerdo. Y no deberías hablar con Carmel Jones. Al menos, de momento. Rompió con Mike
Cabeza Hueca
Andover la semana pasada. Ese tío ha atropellado a gente por comérsela con los ojos mientras la llevaba de acompañante en el coche.

No me gusta este chaval. Es presuntuoso. Aunque también impetuoso y bien intencionado, lo que me aplaca un poco. Como me esté leyendo el pensamiento, le voy a rajar las ruedas del coche.

—No necesito tu ayuda —le digo. Ojalá no tuviera que verlo comer nada más, aunque la cosa frita no tiene muy mala pinta y huele bastante bien.

—Yo creo que sí. Te habrás dado cuenta de que soy algo raro. Te mudaste aquí hace cuánto, ¿diecisiete días?

Asiento con la cabeza, como atontado. Hace exactamente diecisiete días que aparecimos en Thunder Bay. Estoy tratando de reducir mis pensamientos a un mínimo murmullo. Puede que su afirmación de
en serio, no soy capaz de hacerlo todo el tiempo
sea una mentira como una casa.

—Eso me parecía. Durante los últimos diecisiete días, he tenido el peor dolor de cabeza parapsicológico de mi vida. El típico dolor que palpita, se instala detrás del ojo izquierdo y hace que todo huela como a sal. Solo ahora que estamos hablando noto que se me va quitando —se limpia la boca y se pone serio de repente—. Es difícil de creer, pero tienes que hacerlo. Solo tengo estos dolores de cabeza cuando va a suceder algo malo. Y nunca había sido tan terrible.

Me inclino hacia atrás y suspiro.

—¿Con qué asunto exactamente piensas que vas a ayudarme? ¿Quién crees que soy?

Creo conocer ya las respuestas a esas preguntas, pero nunca viene mal asegurarse. Y además, me siento en completa desventaja, totalmente fuera de juego. Me sentiría mejor si pudiera acabar con este infernal monólogo interior. Tal vez debería verbalizarlo todo, o pensar solo en imágenes: un gatito jugando con un ovillo de lana, un vendedor de perritos calientes en una esquina, un vendedor de perritos calientes acariciando a un gatito.

Thomas se limpia las comisuras de la boca con la servilleta.

—Llevas una bonita herramienta en la mochila —dice—. La vieja señora Ojos Muertos pareció bastante impresionada.

Se coloca los palillos chinos en la mano, sostiene un trozo de la cosa frita y se la mete en la boca. Mastica y habla al mismo tiempo, algo que preferiría que no hiciera.

—Bueno, yo diría que eres una especie de asesino de fantasmas. Y sé que estás aquí por Anna.

Probablemente debería interrogarlo, pero no lo hago. No quiero seguir hablando con él. Ya sabe demasiado de mí.

Maldito Daisy Bristol. Lo voy a machacar por enviarme a un lugar donde me aguardaba un telépata raro, sin ni siquiera avisarme.

Al mirar a Thomas Sabin, veo una sonrisa arrogante y burlona en su cara pálida. Se empuja las gafas sobre la nariz con un gesto tan rápido y fluido que podría asegurar que lo hace a menudo. Hay mucha confianza en sus astutos ojos azules; sería imposible convencerlo de que su intuición psíquica era errónea. Y quién sabe lo que habrá sido capaz de leer en mi mente.

De manera impulsiva, agarro un círculo frito de pescado crudo y me lo echo a la boca. Lleva algún tipo de salsa al mismo tiempo dulce y salada. Está sorprendentemente bueno, denso y tierno. Sin embargo, no me atrevo a tocar los huevos de pescado. He aguantado suficiente. Si no puedo hacerle creer que no soy quien él dice que soy, al menos tendré que bajarle los humos y obligarlo a que se aleje de mí.

Frunzo el ceño con expresión perpleja.

—¿Anna qué? —digo.

Él parpadea y, cuando empieza a murmurar, me inclino hacia delante, apoyándome sobre los codos.

—Quiero que me escuches atentamente, Thomas —digo—: te agradezco la pista. Pero esto no es el Séptimo de Caballería y además no estoy reclutando ayudantes. ¿Me entiendes?

Y luego, antes de que pueda protestar, pienso
con intensidad
en todas las cosas horribles que he hecho y en las innumerables formas en que he visto fantasmas sangrar, arder y despedazarse. Le envío imágenes de los ojos de Peter Carver explotando en sus órbitas y del autoestopista del Condado 12 sangrando lodo negro, con la piel reseca y tirante sobre sus huesos.

Es como si lo hubiera golpeado en la cara. La cabeza se le descuelga hacia atrás y el sudor empieza a mojarle la frente y el labio superior. Traga saliva y la nuez le sube y le baja por la garganta. Creo que está a punto de echar a perder el
sushi
que se ha comido.

No protesta cuando pido la cuenta.

Capítulo seis

Thomas me lleva a casa en coche. Cuando he dejado de estar tan a la defensiva, ha dejado de ponerme nervioso. Mientras subo los escalones del porche, escucho que baja la ventanilla y me pregunta torpemente si voy a ir a la Fiesta del Fin del Mundo. No respondo. Ver todos esos muertos lo ha impresionado bastante. Cada vez parece más un muchachito solitario y no quiero volver a decirle que se aleje de mí. Además, si tan telépata es, no tendría que preguntármelo.

Cuando entro en casa, pongo la mochila en la mesa de la cocina. Mi madre está picando hierbas para lo que podría ser la cena o uno de sus numerosos hechizos mágicos. Hay hojas de fresa y canela. Es un hechizo de amor o el principio de una tarta. Me ruge el estómago, así que me acerco a la nevera para prepararme un bocadillo.

—Oye. La cena estará lista en una hora.

—Lo sé, pero tengo hambre. Estoy creciendo —saco mahonesa, queso y mortadela. Mientras alcanzo el pan, pienso en todo lo que necesito preparar para esta noche. El
áthame
está limpio, aunque eso realmente no importa. No espero ver nada muerto, a pesar de los rumores del instituto. Nunca he oído de ningún fantasma que ataque a un grupo de más de diez personas. Eso solo ocurre en las películas de degolladores.

Esta noche se trata de meterse en materia. Quiero escuchar la historia de Anna, y quiero conocer a las personas que me van a conducir hasta ella. Porque, por mucho que Daisy me contara —su apellido, su edad—, él no sabe por dónde ronda. Su única información es que está en la casa familiar. Por supuesto, podría ir a la biblioteca municipal y buscar la residencia de los Korlov. Algo como el asesinato de Anna tuvo que generar noticias. Pero, ¿qué diversión habría en eso? Esta es mi parte favorita de la caza. Conocer a los fantasmas. Escuchar sus leyendas. Me gusta que crezcan en mi mente lo máximo posible y que, cuando los vea, no me decepcionen.

—¿Qué tal el día, mamá?

—Bien —responde, inclinada sobre la tabla de picar—. Tengo que llamar a un exterminador. Estaba guardando una caja con tarteras en el ático y he visto el rabo de una rata desaparecer tras uno de los tablones de la pared —se estremece y hace gestos de asco con la lengua.

—¿Por qué no dejas que Tybalt suba ahí arriba? Para eso sirven los gatos, ¿no? Para cazar ratones y ratas.

Su rostro adquiere una expresión horrorizada.

—Ni hablar. No quiero que le salgan lombrices de comerse una asquerosa rata. Llamaré a un exterminador. O puedes subir tú y colocar trampas.

—Claro —respondo—. Pero esta noche no. Tengo una cita.

—¿Una cita? ¿Con quién?

—Carmel Jones —sonrío y sacudo la cabeza—. Es para el trabajo. Esta noche hay una fiesta en una especie de parque con una cascada y tal vez consiga algo de información decente.

Mi madre suspira y continúa picando hierbas.

—¿Es simpática? —como siempre, mi madre se está fijando en la parte negativa del asunto—. No me gusta que utilices a esas chicas todo el tiempo.

Me río y me siento de un salto sobre la encimera, a su lado. Le robo una fresa.

—Haces que suene fatal.

—Utilizar para un propósito noble no deja de ser utilizar.

—Nunca he roto ningún corazón, mamá.

Ella chasquea la lengua.

—Tampoco te has enamorado, Cas.

Una conversación sobre amor con mi madre es peor que una charla sobre sexo, así que mascullo algo sobre mi bocadillo y me escabullo de la cocina. No me agrada la insinuación de que vaya a herir a alguien. ¿Es que piensa que no tengo cuidado? ¿Acaso sabe lo que me cuesta mantener a la gente a distancia?

Mastico con fuerza y trato de no alterarme. Después de todo, solo está haciendo su papel de madre. Aun así, todos estos años sin llevar amigos a casa deberían haberle dado alguna pista.

Pero no es momento de pensar en el asunto del amor. Son complicaciones que no necesito. Sucederá, en algún momento, estoy seguro. O tal vez no. Porque nadie debería verse envuelto en esto, y no me puedo imaginar dejándolo. Siempre habrá muertos, y los muertos seguirán matando.

* * *

Carmel me pasa a buscar pasadas las nueve. Está preciosa vestida con una camiseta rosa de tirantes, una minifalda caqui y la melena rubia suelta sobre los hombros. Debería sonreír y decirle algo agradable, pero me contengo. Las palabras de mi madre están interfiriendo en mi trabajo.

Carmel conduce un Audi plateado con un par de años de antigüedad y apura las curvas mientras dejamos atrás unas extrañas señales de carretera que me recuerdan a la camiseta de Charlie Brown y otras que avisan de la aparente posibilidad de que un alce ataque el coche. Está a punto de anochecer y la luz se torna anaranjada poco a poco; la humedad del aire aumenta y el viento es fuerte; parece una mano contra mi cara. Tengo ganas de sacar la cabeza por la ventanilla, como un perro. A medida que dejamos atrás la ciudad, mis oídos se agudizan, buscando sus sonidos —los de Anna—, preguntándome si sentirá que me estoy alejando.

Yo la siento, entremezclada en el barro de otros cien fantasmas, algunos inofensivos, arrastrando los pies, otros llenos de rabia. No puedo imaginar lo que es estar muerto; es una idea extraña hasta para mí, que he conocido a tantos fantasmas. Me sigue resultando un misterio. Todavía no comprendo por qué algunas personas se quedan aquí y otras no. Me pregunto dónde van aquellos que se han marchado. Me pregunto si los que yo mato acaban en el mismo lugar.

Carmel me hace preguntas sobre las clases y mi antiguo instituto. Le doy algunas respuestas vagas. El paisaje se vuelve rural de repente y atravesamos un pueblo donde la mitad de los edificios están enmohecidos y derrumbándose. Hay vehículos aparcados en los jardines, recubiertos de años de óxido. Me recuerda a lugares en los que he estado antes y se me ocurre que he pasado por tal cantidad de sitios que tal vez ya nunca encuentre nada nuevo.

—Bebes, ¿verdad? —me pregunta Carmel.

—Sí, claro —pero no es así, no exactamente. Nunca he tenido la oportunidad de desarrollar ese hábito.

—Bien. Siempre hay botellas y alguien suele arreglárselas para meter un barril en la parte trasera del coche —acciona el intermitente y abandona la carretera para dirigirse hacia un parque. Escucho el siniestro estruendo de la cascada desde algún lugar detrás de los árboles. El trayecto ha sido rápido, aunque no he prestado atención durante gran parte de él. Estaba demasiado ocupado pensando en los muertos; en una chica muerta en particular, una con un bonito vestido empapado con su propia sangre.

* * *

La fiesta se desarrolla como todas las fiestas. Me presentan a un montón de gente cuyos rostros trataré de relacionar más tarde con nombres, sin acertar. Las chicas son todo risitas y están deseosas de impresionar. Los chicos han formado un grupo y han dejado gran parte de sus cerebros en el coche. Me he tomado dos cervezas; esta tercera la llevo paseando casi una hora. Es bastante aburrido.

El Fin del Mundo no parece el final de nada, a menos que lo tomes literalmente. Estamos todos reunidos a ambos lados de la cascada, hileras de personas de pie contemplando cómo cae el agua marrón sobre las piedras negras. Aunque no hay realmente mucha agua de la que hablar. He oído a alguien decir que ha sido un verano seco. Aun así, la garganta que el río ha abierto con el paso del tiempo resulta impresionante, con una gran caída a ambos lados y una elevada formación rocosa en el centro de la cascada a la que me encantaría subir, si llevara unos zapatos más adecuados.

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