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Authors: Kendare Blake

Anna vestida de sangre (9 page)

BOOK: Anna vestida de sangre
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Miro a Thomas. Parece un loco. Odia al ejército troyano, ya que sin duda se han estado metiendo con él desde la guardería. Un chaval delgaducho y raro como él, alguien que asegura ser telépata y que frecuenta polvorientas tiendas de antigüedades, sería probablemente el objetivo favorito de sus bromas e inocentadas. Pero son bromistas inofensivos. No creo que trataran realmente de matarme. Simplemente no se tomaron en serio a Anna. No se creyeron sus historias y ahora uno de ellos está muerto.

—Mierda —digo en alto. Es imposible saber qué le sucederá ahora a Anna. Mike Andover no es uno de sus habituales huéspedes de paso o fugitivos, sino uno de los deportistas de la escuela, un chico habitual en las fiestas, y Chase lo vio todo. Solo espero que no estuviera tan asustado como para acudir a la policía.

No es que los polis puedan detener a Anna. Además, si entraran en esa casa, solo habría más muertos. Aunque, tal vez ni siquiera se les apareciera. Y sobre todo, Anna es mía. Mi mente evoca su imagen durante un segundo, amenazante, pálida y goteando sangre, pero mi dolorido cerebro no puede soportarlo.

Miro a Thomas, que sigue fumando con nerviosismo.

—Gracias por sacarme de allí —digo, y él asiente con la cabeza.

—No quería hacerlo —me explica—. Quiero decir que quería hacerlo, pero ver a Mike allí tirado en un montón de vísceras no me animaba exactamente a ello —le da una calada al cigarrillo—. Por Dios. No puedo creer que esté muerto. No puedo creer que ella lo haya matado.

—¿Por qué no? Tú creías en ella.

—Lo sé, pero nunca la había visto. Nadie ve a Anna. Porque si la ves…

—No vives para contarlo —añado con tono sombrío.

Levanto la vista al escuchar unas pisadas en los tablones quebradizos del suelo. Ha entrado un tipo mayor, el típico viejo con una barba gris que acaba en una trenza. Va vestido con una camiseta muy gastada de Grateful Dead y un chaleco de cuero y, en los antebrazos, lleva extraños tatuajes —nada que yo reconozca—.

—Eres un chaval con suerte. Debo decir que esperaba más de un asesino de fantasmas profesional.

Tomo la bolsa de hielo que me acerca para la cabeza. Su cara curtida se abre en una sonrisa y me mira a través de unas gafas de alambre.

—Tú eres quien le pasó la información a Daisy —me doy cuenta al instante—. Pensé que había sido el pequeño Thomas.

Una sonrisa es lo único que recibo como respuesta. Pero es suficiente.

Thomas se aclara la garganta.

—Este es mi abuelo, Morfran Starling Sabin.

Tengo que reírme.

—¿Por qué a los góticos os gustan tanto los nombres extraños?

—Unas palabras muy adecuadas para alguien que va por ahí haciéndose llamar Teseo Casio.

Es un viejo mordaz que me resulta inmediatamente agradable, y tiene voz de película del oeste en blanco y negro. No me preocupa que sepa quién soy. De hecho, casi siento alivio. Me alegra toparme con otro habitante de este peculiar submundo, donde la gente conoce mi trabajo, mi reputación y la reputación de mi padre. Yo no vivo como un superhéroe y necesito gente que me guíe, que sepa quién soy en realidad. Solo que no demasiada. No sé por qué Thomas no me puso al corriente cuando me encontró en el cementerio, por qué tuvo que ser tan jodidamente críptico.

—¿Cómo tienes la cabeza? —me pregunta Thomas.

—¿No lo adivinas, chico telépata?

Él se encoge de hombros.

—Ya te lo dije; no soy tan telépata. Mi abuelo me contó que ibas a venir y que debía cuidar de ti. Puedo leer las mentes en algunos momentos, pero hoy la tuya no. Tal vez sea por la conmoción, o tal vez ya no necesite hacerlo más. Va y viene.

—Mejor. Esa mierda de la telepatía me produce terror —miro a Morfran—. Entonces, ¿por qué me mandaste llamar? Y ¿por qué no le pediste a Daisy que organizara un encuentro para cuando yo llegara, en vez de enviar a Mentok el Ladrón de Mentes? —giro la cabeza bruscamente hacia Thomas y al instante me maldigo por intentar hacer uso del sarcasmo inteligente. Mi cabeza no se encuentra suficientemente bien para eso.

—Quería que vinieras inmediatamente —me explica encogiéndose de hombros—. Yo conocía a Daisy y él te conocía en persona. Me dijo que no te gustaba que te molestaran, pero aun así quería estar pendiente. Seas o no un asesino de fantasmas, no eres más que un chaval.

—De acuerdo —digo yo—. Pero, ¿qué prisa hay? ¿No lleva Anna décadas aquí?

Morfran se inclina sobre el mostrador de cristal y sacude la cabeza.

—Algo está cambiando en ella. Últimamente está más enfadada. Estoy conectado a los muertos, y, en muchos aspectos, más que tú. Los veo y los siento pensar, pensar en lo que desean. Ha sido así desde…

Morfran se encoge de hombros. Ahí hay seguramente una historia, aunque tal vez sea la mejor que tiene y no quiere descubrirla tan pronto.

Se frota las sienes.

—Siento cuando mata y cada vez que un infortunado se tambalea dentro de su casa. Solía ser un simple picor entre los omóplatos, pero últimamente se ha convertido en un retortijón en mi interior. Si actuara como solía hacerlo, no habría salido siquiera a por ti. Lleva mucho tiempo muerta y conoce la diferencia entre una presa fácil y unos niños ricos. Pero se está volviendo descuidada. Va a conseguir que la saquen en la primera página de los periódicos y tú y yo sabemos que algunas cosas es mejor mantenerlas en secreto.

Se sienta en un sillón de orejas y da unas palmadas sobre su rodilla. Escucho los golpecitos de las uñas de un perro sobre el suelo y, al instante, entra bamboleándose un gordo labrador negro con la nariz grisácea que coloca la cabeza sobre su regazo.

Recuerdo los acontecimientos de la noche pasada. Anna no se parece en nada a lo que esperaba, aunque ahora que la he visto me resulta difícil evocar lo que había imaginado. Tal vez pensé que sería una niña triste y asustada que mataba por miedo y aflicción. Pensé que bajaría por las escaleras con un vestido blanco y una mancha oscura en el cuello. Pensé que tendría dos sonrisas, una en el rostro y otra en el cuello, húmeda y roja. Pensé que me preguntaría por qué había entrado en su casa y luego se abalanzaría sobre mí con sus pequeños dientes afilados.

En vez de eso, encuentro un fantasma con la fuerza de una tormenta, los ojos negros y las manos pálidas. No es en absoluto una persona muerta, sino una diosa muerta; Perséfone de regreso del Hades o Hécate medio descompuesta.

El pensamiento me provoca un ligero temblor, aunque yo prefiero achacárselo a la pérdida de sangre.

—¿Qué vas a hacer ahora? —pregunta Morfran.

Miro la bolsa de hielo que se está derritiendo, teñida de rosa por la sangre rehidratada. Lo primero es volver a casa y ducharme, e intentar que mi madre no se altere ni me embadurne con más aceite de romero.

Luego tengo que pasarme por el instituto para hacer control de daños con Carmel y el ejército troyano. Probablemente no vieron cómo Thomas me arrastraba fuera de la casa; probablemente piensen que estoy muerto y estén celebrando una dramática reunión junto al acantilado para decidir qué hacer con Mike y conmigo, cómo explicarlo. Sin duda Will tendrá algunas sugerencias magníficas.

Y después de todo eso, tengo que regresar a la casa. Porque he visto a Anna matar. Y hay que detenerla.

* * *

Tengo suerte con mi madre. No está en casa cuando llego, y hay una nota sobre la encimera de la cocina en la que me dice que tengo el almuerzo en una bolsa en la nevera. No ha firmado con un corazón o algo así, lo que significa que se ha enfadado porque estuve toda la noche fuera y no la llamé. Más tarde pensaré en una excusa que no incluya que acabé sangrando e inconsciente.

Por el contrario, no tengo suerte con Thomas, que me ha traído a casa en coche y ha subido conmigo los escalones del porche. Cuando bajo, después de ducharme, con la cabeza aún palpitándome como si tuviera el corazón detrás de los globos oculares, está sentado en la mesa de la cocina, mirando fijamente a Tybalt.

—Este gato tiene algo especial —dice Thomas entre dientes. Mira sin pestañear los ojos verdes de Tybalt, unos ojos verdes que parpadean y parecen decir,
Este chaval es imbécil
. Mueve la punta del rabo como un cebo de pesca.

—Por supuesto que es especial —rebusco en el botiquín y me trago una aspirina, un hábito que adopté después de leer
El resplandor
de Stephen King—. Es el gato de una bruja.

Thomas retira los ojos de Tybalt y me mira. Sabe cuándo se están burlando de él. Yo sonrío y le lanzo una lata de refresco. Él la abre muy cerca de Tybalt y el gato le bufa, salta de la mesa, y gruñe irritado al pasar junto a mí. Alargo la mano para rascarle el lomo y me golpea con el rabo para exigirme que saque a ese personaje desaliñado de su casa.

—¿Qué vas a hacer con lo de Mike? —los ojos de Thomas surgen grandes y redondos sobre el borde de la lata de cola.

—Control de daños —digo yo, porque no hay nada más que pueda hacer. Habría tenido más opciones si no hubiera permanecido inconsciente toda la noche, pero eso es agua pasada. Tengo que encontrar a Carmel, hablar con Will y conseguir que mantengan la boca cerrada—. Así que probablemente deberíamos irnos al instituto ahora mismo.

Thomas levanta las cejas, como sorprendido de que ya no trate de dejarlo fuera.

—¿Qué esperabas? —pregunto—. Estás metido en esto. Tú querías participar en lo que quiera que sea esto. Pues bien, enhorabuena. No hay posibilidad de echarse atrás.

Traga saliva. Debo decir en su favor que permanece callado.

* * *

Cuando entramos en el instituto, los pasillos están vacíos. Por un segundo pienso que estamos acabados, jodidos, que se está celebrando algún tipo de vigilia con velas en recuerdo a Mike tras cada puerta cerrada.

Luego me doy cuenta de que soy un idiota. Los pasillos están vacíos porque estamos a mitad de la tercera clase.

Nos detenemos en nuestras respectivas taquillas y eludimos las preguntas de los profesores que vigilan los pasillos. No voy a asistir a ninguna clase. Simplemente vamos a esperar hasta la hora del almuerzo, rondando la taquilla de Carmel con la esperanza de que esté aquí y no en la cama, pálida y enferma. Pero incluso si no ha venido, Thomas sabe dónde vive. Podemos pasarnos por su casa más tarde y, si todavía me queda algo de suerte, no habrá hablado con sus padres.

Cuando suena el timbre, me sobresalto. Tampoco le viene muy bien a mi dolor de cabeza, pero parpadeo con intensidad y escudriño entre la multitud, una marea interminable de cuerpos vestidos con atuendos similares que avanzan por los pasillos. Suspiro aliviado al ver a Carmel. Está un poco pálida, como si hubiera estado llorando o vomitando, pero aun así va bien vestida y lleva sus libros. No tiene muy mal aspecto.

Una de las morenas de la noche pasada —no sé cuál de ellas, pero la llamaré Natalie— la agarra del codo y empieza a parlotear sobre algo. La reacción de Carmel es de Óscar: la posición de la cabeza y la mirada atenta, el movimiento de sus ojos y la sonrisa, todo muy natural y genuino. Luego dice algo, algo divertido, y Natalie se vuelve y se aleja. La máscara de Carmel desaparece de nuevo.

Está a menos de tres metros de su taquilla cuando finalmente alza la mirada lo suficiente para darse cuenta de que estoy delante de ella. Abre los ojos de par en par. Dice mi nombre en voz alta antes de mirar a su alrededor y acercarse, como si no quisiera que la oyeran.

—Estás… vivo —la manera en que se le atragantan las palabras refleja lo extraña que se siente al pronunciarlas. Me mira de arriba abajo, como si esperara verme sangrando o con algún hueso fuera—. Pero, ¿cómo?

Señalo con la cabeza a Thomas, que está merodeando a mi derecha.

—Thomas me arrastró fuera.

Carmel le dedica una mirada y una sonrisa, pero no dice nada más. No me abraza, como pensé que haría. Por alguna razón, la manera en que reacciona me empuja a sentir más afecto por ella.

—¿Dónde están Will y Chase? —no le pregunto si alguien más lo sabe. Por el ambiente de los pasillos, por la manera en que todo el mundo deambula charlando con normalidad, resulta obvio que no. Pero, aun así, necesitamos poner las cosas en orden. Debemos tener clara nuestra historia.

—No sé. No los veo hasta el almuerzo. De todas maneras, no sé a cuántas clases irán —Carmel baja los ojos. Tiene necesidad de hablar de Mike. De decir lo que cree que debería decir; que lo siente, o que en realidad no era tan malo y no se merecía lo que le ha ocurrido. Se muerde un labio.

—Tenemos que hablar con ellos. Todos juntos. Encuéntralos durante el almuerzo y diles que estoy vivo. ¿Dónde podemos quedar?

No responde inmediatamente, y se mueve con inquietud. Vamos, Carmel, no me decepciones.

—Los llevaré al campo de fútbol. No habrá nadie.

Asiento rápidamente con la cabeza y ella se marcha, volviendo la vista una vez como para asegurarse de que todavía sigo ahí, que soy real y no se ha vuelto loca. Me doy cuenta de que Thomas la sigue con los ojos como un perro de caza triste y fiel.

—Vamos, tío —digo, y me dirijo al gimnasio para atravesarlo en dirección al campo de fútbol—. Ahora no es buen momento para eso —le escucho murmurar detrás de mí que siempre es buen momento. Me permito sonreír un instante antes de preguntarme qué voy a hacer para mantener a raya a Will y Chase.

Capítulo nueve

Cuando Will y Chase llegan al campo de fútbol, nos encuentran a Thomas y a mí tumbados en las gradas, mirando al cielo. Es un día soleado, tranquilo y cálido. La Madre Naturaleza no llora por Mike Andover y el sol le viene fenomenal a mi cabeza palpitante.

—Madre de Dios —dice uno de ellos, y luego escucho un montón de palabrotas que no merece la pena repetir. La diatriba termina por fin con un—: Está realmente vivo.

—No gracias a vosotros, cabrones —me siento y Thomas me imita, aunque permanece ligeramente encorvado. Estos imbéciles lo han tratado a patadas demasiadas veces.

—Oye —exclama Will—. Nosotros no te hicimos nada, ¿entiendes?

—Mantén tu jodida boca cerrada —añade Chase, apuntándome con el dedo. No sé qué decir. No había pensado que fueran ellos los que intentaran mantenerme callado
a mí.

Sacudo una de las rodillas de mis vaqueros. Se había pegado algo de polvo de donde me he recostado en las gradas.

—Vosotros no intentasteis hacerme nada —digo con sinceridad—. Me llevasteis a esa casa porque queríais que me cagase de miedo. No sabíais que vuestro amigo acabaría partido por la mitad y destripado.

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