Anna vestida de sangre (3 page)

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Authors: Kendare Blake

BOOK: Anna vestida de sangre
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—¿Qué piensas hacer con la universidad?

—Mamá —me quejo. De repente, la frustración me desborda. Mi madre está interpretando su número de las dos mitades: la mitad que acepta lo que soy y la que insiste en que sea un chico normal. Me pregunto si lo haría también con mi padre. No creo.

—Cas —se queja ella a su vez—. Los superhéroes también van a la universidad.

—Yo no soy un superhéroe —respondo. Me parece una etiqueta horrible, egocéntrica y que no me pega. Yo no me paseo por ahí con un traje de licra, ni recibo elogios ni llaves de ciudades después de hacer lo que hago. Yo trabajo en la oscuridad, matando lo que debería haber permanecido muerto. Si la gente supiera a lo que me dedico, probablemente intentarían detenerme. Los muy idiotas se pondrían del lado de Casper y entonces tendría que matar primero a Casper y luego
a ellos
, después de que Casper les hubiera arrancado la garganta de un mordisco. No soy un superhéroe. En todo caso, Rorschach de los
Watchmen
. Soy el Grendel de Beowulf. Soy el superviviente de
Silent Hill.

—Si quisieras seguir con esto durante la carrera, hay un montón de ciudades que podrían mantenerte ocupado cuatro años —mi madre se desvía hacia una gasolinera, la última del lado estadounidense—. ¿Qué te parece Birmingham? Ese lugar está tan encantado que podrías cazar dos fantasmas al mes y seguramente todavía te quedarían suficientes para hacer un máster.

—Sí, pero entonces tendría que ir a la universidad en la jodida Birmingham —respondo, y ella me atraviesa con la mirada. Susurro una disculpa. Tal vez sea la madre más liberal del mundo al dejar que su hijo adolescente deambule por la noche cazando restos mortales de asesinos, pero aun así no le gusta escuchar palabrotas saliendo de mi boca.

Se acerca a los surtidores y respira hondo.

—Lo has vengado más de cinco veces, ¿sabes?

Antes de que yo pueda añadir que no es así, sale del vehículo y cierra la puerta.

Capítulo tres

El paisaje cambió rápidamente una vez que cruzamos hacia Canadá, y ahora estoy viendo a través de la ventanilla kilómetros de colinas cubiertas de bosque. Mi madre me explica que es algo llamado bosque boreal. Últimamente, desde que empezamos a movernos más a menudo de un lado para otro, ha desarrollado el hábito de investigar en profundidad sobre cada lugar nuevo en el que vivimos. Ella afirma que saber en qué sitios quiere comer y las cosas que quiere hacer cuando lleguemos le da la sensación de estar de vacaciones. Yo creo que le hace sentir como si estuviera en casa.

Mi madre ha dejado salir a Tybalt de su trasportín y él se ha encaramado a su hombro y le ha enroscado el rabo alrededor del cuello. A mí no me dedica ni una mirada. Es medio siamés y tiene ese rasgo característico de su raza de elegir a una persona a la que adorar y de ignorar por completo al resto. No es que me importe. Me gusta cuando me bufa y me lanza zarpazos, aunque lo único para lo que sirve es para ver fantasmas antes que yo.

Mi madre está mirando las nubes, tarareando algo que no termina de ser una canción. Muestra la misma sonrisa que el gato.

—¿A qué se debe ese buen humor? —pregunto—. ¿Es que no tienes todavía el culo dormido?

—Hace horas que no lo siento —responde ella—, pero me da la sensación de que Thunder Bay me va a gustar. Y por el aspecto de esas nubes, voy a disfrutarlo durante algún tiempo.

Yo miro hacia el cielo. Las nubes son enormes y perfectamente blancas. Permanecen completamente inmóviles en el cielo a medida que avanzamos hacia ellas. Las observo sin parpadear hasta que los ojos se me resecan. No se mueven ni cambian en absoluto.

—Conducir hacia nubes inmóviles —murmura—. Las cosas van a llevar más tiempo del que supones.

Quiero decirle que eso es solo una superstición, que el hecho de que las nubes no se muevan no significa nada y, además, si las miras suficiente tiempo tienen que moverse —pero eso me convertiría en un hipócrita, después de permitirle que limpie mi cuchillo en sal bajo la luz de la luna—.

Por alguna razón, las nubes estancadas hacen que me sienta mareado, así que dirijo los ojos de nuevo hacia el bosque, una cobertura de pinos verde, marrón y rojiza en la que algunos troncos de abedul se alzan como huesos. Suelo estar de mejor humor en estos viajes. El entusiasmo de llegar a un sitio nuevo, un nuevo fantasma que cazar, cosas nuevas que ver… las perspectivas suelen mantener mi mente alegre al menos durante el trayecto en coche. Tal vez sea que estoy cansado. No duermo mucho y, cuando lo consigo, suele aparecer algún tipo de pesadilla. Pero no me quejo. Las sufro por temporadas desde que empecé a usar el
áthame
. Me imagino que son gajes del oficio: mi subconsciente libera todo el miedo que debería sentir cuando entro en lugares donde hay fantasmas asesinos. Aun así, tendría que descansar un poco. Las pesadillas son especialmente intensas la noche posterior a una caza exitosa, y no me han abandonado desde que acabé con el autoestopista.

Más o menos una hora después, tras muchos intentos de dormir, aparece frente a nuestro parabrisas Thunder Bay, una amplia ciudad de más de cien mil almas. Atravesamos el distrito comercial y el financiero, pero nada llama mi atención. Wal-Mart es un lugar adecuado para los que aún respiran, pero nunca he visto a un fantasma comparando precios de aceite para motor o abriéndose paso hacia la zona de juegos para la Xbox 360. Hasta que no entramos en el corazón de la ciudad —la parte más antigua, que se encuentra por encima del puerto— no encuentro lo que me interesa.

Entre las casas familiares remodeladas, hay otras con los muros torcidos, la pintura desconchada y las contraventanas descolgadas como ojos heridos. Apenas me fijo en las casas bonitas. Parpadeo a medida que pasamos junto a ellas y desaparecen, aburridas e intrascendentes.

A lo largo de mi vida, he estado en muchos sitios. Lugares sombríos donde las cosas han ido mal y lugares siniestros donde todo continúa mal. Lo que nunca me ha gustado son las ciudades luminosas, llenas de urbanizaciones de reciente construcción con garajes en tonos crema para dos coches, césped alrededor y niños sonrientes. Esas ciudades no están menos encantadas que las demás, simplemente mienten mejor. Yo prefiero llegar a un lugar como este, donde percibes el aroma de la muerte en cuanto respiras siete veces.

Contemplo el lago Superior, que se extiende junto a la ciudad como un perro dormido. Mi padre aseguraba que el agua permite a los muertos sentirse seguros. Nada los atrae más ni los oculta mejor.

Mi madre ha encendido el GPS, al que afectuosamente ha bautizado Fran en recuerdo a un tío suyo con un sentido de la orientación especialmente bueno. La voz monótona de Fran nos guía a través de la ciudad como si fuéramos idiotas: «Después de treinta metros tome la salida a la izquierda. Tome la salida a la izquierda más adelante. Tome la salida a la izquierda». Tybalt, intuyendo el final del viaje, regresa a su trasportín y yo alargo la mano y cierro la puerta. Me bufa como si lo hubiera podido hacer él mismo.

La casa que hemos alquilado tiene dos plantas, es más bien pequeña y está pintada de color granate, con los remates y las contraventanas en gris. Está situada en la base de una colina, al inicio de una agradable zona llana. Cuando nos acercamos no hay ningún vecino observándonos desde las ventanas ni saliendo al porche para darnos la bienvenida. La casa tiene un aspecto sobrio y solitario.

—¿Qué te parece? —pregunta mi madre.

—Me gusta —respondo con sinceridad—. Puedes ver si algo viene hacia ti.

Suspira. Estaría más contenta si yo sonriera, subiera las escaleras del porche a saltos, abriera la puerta de un golpe y corriera hacia el segundo piso para pedirme la habitación más grande. Solía hacer ese tipo de cosas cuando nos mudábamos a un sitio nuevo con mi padre. Pero entonces tenía siete años. No voy a permitir que sus ojos cansados de conducir me hagan sentir culpable de nada. Además, antes de que pueda darme cuenta, estaremos trenzando guirnaldas de margaritas en el patio trasero y coronando a Tybalt rey del solsticio de verano.

Agarro el trasportín del gato y lo saco de la furgoneta. No pasan ni diez segundos antes de escuchar las pisadas de mi madre detrás de mí. Espero a que abra la puerta, entramos y percibimos el aire cerrado del verano y la suciedad antigua de inquilinos extraños. La puerta da paso a un amplio salón amueblado con un sofá color crema y un sillón de orejas. Hay una lámpara de cobre que necesita una pantalla nueva y un juego de mesita auxiliar y mesa de café en caoba oscura. Más atrás, vemos un arco de madera que conduce a la cocina y junto a esta, un comedor abierto.

Miro hacia las sombras de la escalera que hay a mi derecha. En silencio, cierro la puerta principal, dejo el trasportín en el suelo de madera y lo abro. Un segundo después, asoman por él un par de ojos verdes, seguidos de un cuerpo negro y ondulante. Es un truco que aprendí de mi padre. O mejor dicho, que mi padre aprendió de sí mismo.

Había seguido una pista hasta Portland. El trabajo en cuestión implicaba a las múltiples víctimas de un incendio en una conservera. Su mente estaba concentrada en maquinaria y en cosas cuyos labios se abrían con un crujido al hablar. No había prestado mucha atención al alquilar la casa a la que nos mudamos, y por supuesto el casero no le mencionó que en ella había muerto una mujer embarazada a la que su marido había empujado escaleras abajo: ese tipo de asuntos que se suelen ocultar.

Los fantasmas tienen algo curioso. Su vida pudo ser normal, o relativamente normal, cuando aún respiraban, pero una vez que mueren se convierten en los típicos maníacos. Tienen fijación por lo que les ocurrió y se quedan atrapados en su peor momento. En su mundo no existe nada más aparte de la hoja de aquel cuchillo o la presión de aquellas manos en su garganta. Acostumbran a enseñarte esas cosas, normalmente a través de la demostración. Así que, si conoces su historia, no es difícil predecir lo que harán.

Aquel día en particular en Portland, mi madre me estaba ayudando a subir cajas a mi nueva habitación. En aquella época, utilizábamos todavía cajas baratas y estaba lloviendo, así que la tapa de la mayoría de ellas se estaba ablandando como cereales en leche. Recuerdo que me reía de lo mojados que estábamos y de los charcos con forma de pie que dejábamos en el suelo de linóleo de la entrada. Por el ruido de nuestros pies apresurados se podría haber pensado que era una familia de
golden retrievers
hipoglucémicos la que se estaba mudando.

Sucedió en nuestro tercer viaje escaleras arriba. Yo estaba zapateando y ensuciándolo todo, y había sacado mi guante de béisbol de la caja porque no quería que se salpicara de agua. Entonces lo noté —algo que se deslizaba junto a mí en las escaleras, apenas rozando mi hombro—. No había nada brusco ni apresurado en aquel roce. Nunca se lo dije a nadie, por lo que sucedió después, pero parecía maternal, como si alguien me estuviera apartando con cuidado del camino. Creo que en aquel momento pensé que había sido mi madre jugando al pilla-pilla, porque me volví con una gran sonrisa en los labios, justo a tiempo para ver el fantasma de una mujer transformándose de viento en bruma. Parecía que iba vestida con una sábana y su pelo era tan pálido que pude verle el rostro a través de la nuca. Ya había visto fantasmas antes. Creciendo con mi padre, era algo tan habitual como el pastel de carne del jueves por la noche. Pero nunca había visto a ninguno empujar a mi madre al vacío.

Traté de agarrarla, pero lo único que conseguí fue quedarme con un trozo de cartón entre las manos. Mi madre cayó de espaldas mientras el fantasma agitaba la mano con actitud triunfante. Pude ver su expresión a través de la sábana flotante y, por extraño que parezca, también vi sus muelas traseras mientras caía, las muelas traseras superiores, y que tenía dos caries en ellas. Cuando recuerdo aquel accidente, pienso en la extraña sensación que noté al ver las caries de mi madre. Primero golpeó las escaleras con el trasero y soltó un leve «oh», y luego rodó de espaldas hasta golpearse contra la pared. No tengo ningún recuerdo posterior. Ni siquiera sé si nos quedamos en aquella casa. Por supuesto, mi padre debió de acabar con el fantasma —probablemente ese mismo día—, pero no recuerdo nada más de Portland. Lo único que sé es que, después de aquello, mi padre empezó a utilizar a Tybalt, que entonces era solo un cachorro, y que mi madre todavía anda con una leve cojera el día anterior a una tormenta.

Tybalt está observando el techo y olfateando las paredes y, de vez en cuando, mueve el rabo. Nosotros lo seguimos mientras revisa toda la planta baja. Me impaciento en el baño, porque parece haber olvidado que tiene una misión que cumplir y prefiere acurrucarse en las frescas baldosas. Chasqueo los dedos. Él me mira con ojos rencorosos, pero se levanta y continúa la inspección.

En las escaleras duda. No me preocupo. Lo que estoy buscando es que bufe al vacío, o que se siente tranquilamente con la mirada perdida. Que dude no significa nada. Los gatos pueden ver fantasmas, pero no tienen precognición. Lo seguimos escaleras arriba y, por costumbre, le tomo la mano a mi madre. Tengo la mochila de cuero al hombro y la presencia del
áthame
en su interior resulta reconfortante, como si fuera mi medalla de san Cristóbal.

Hay tres habitaciones y un baño completo en la segunda planta, además de un pequeño ático con una escalera abatible. Huele a recién pintado, lo que es bueno. Las cosas nuevas son buenas, ya que no existe la posibilidad de que ningún muerto sensible se haya apegado a ellas. Tybalt serpentea por el baño y luego entra en una habitación. Mira la cómoda con los cajones abiertos y ladeados y contempla con desdén la cama sin sábanas. A continuación, se sienta y se lame las patas delanteras.

—Aquí no hay nada. Vamos a meter las cosas y a sellar la casa —ante la sugerencia de actividad, el muy holgazán gira la cabeza y me gruñe con sus reflectantes ojos verdes tan redondos como relojes de pared. Yo lo ignoro y alzo la mano hacia la trampilla del ático—. ¡Qué pasa! —miro hacia abajo y veo que Tybalt se ha subido a mí como a un árbol. Le agarro el lomo con ambas manos, mientras él hunde sus cuatro garras en mi piel y ronronea.

—Solo está jugando, cariño —dice mi madre, y arranca con cuidado sus uñas de mi ropa—. Lo meteré de nuevo en el trasportín y lo dejaré en una habitación hasta que metamos las cajas. Tal vez deberías rebuscar en la furgoneta y traer su arenero.

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