Anna vestida de sangre (22 page)

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Authors: Kendare Blake

BOOK: Anna vestida de sangre
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Capítulo dieciséis

Oigo un ruido sordo detrás de mí y retiro los ojos de la escena, agradecido por la distracción. Dentro del círculo, Anna ya no está suspendida en el aire. Se ha desplomado en el suelo sobre las manos y las rodillas. Los negros mechones de su pelo se retuercen. Tiene la boca abierta como si fuera a gemir, o a gritar, pero no emite ningún sonido. Un reguero de lágrimas grises rueda como agua teñida con carbón por sus pálidas mejillas. Ha visto cómo la degollaban. Está viéndose a sí misma sangrar hasta morir, y cómo la sangre empapa la casa y satura su vestido blanco de baile. Todas las cosas que era incapaz de recordar le han golpeado la cara. Se está debilitando.

Vuelvo la vista hacia la muerte de Anna, aunque no quiero verla. Malvina está desnudando el cuerpo y ladrando órdenes a Elias, que huye a la cocina y regresa con lo que parece una manta tosca. Le dice que envuelva el cuerpo y él obedece. Aseguraría que Elias no se cree lo que está sucediendo. Luego ella le pide que suba al piso de arriba y busque otro vestido para Anna.

—¿Otro vestido? ¿Para qué? —pregunta él, pero ella exclama—: ¡Ve sin más! —y él corre escaleras arriba tan deprisa que tropieza.

Malvina extiende sobre el suelo el vestido de Anna, tan cubierto de sangre que resulta difícil recordar que antes era blanco. Luego se acerca a un armario en el extremo opuesto de la habitación y regresa con unas velas negras y una pequeña bolsa también negra.

Es una bruja
, me murmura mentalmente Thomas. Luego blasfema. Ahora todo tiene sentido. Deberíamos haber deducido que el asesino era una especie de brujo, aunque nunca habríamos imaginado que fuera su propia madre.

Mantén los ojos bien abiertos
, replico a Thomas.
Tal vez necesite tu ayuda para comprender lo que está sucediendo aquí.

Lo dudo
, responde él, y comprendo que todo está claro cuando veo a Malvina encender las velas y arrodillarse sobre el vestido, balanceando el cuerpo mientras salmodia en susurros suaves palabras en finlandés. Su voz es tierna, como nunca lo fue para Anna en vida. Las velas brillan con mayor intensidad. Levanta primero la de la izquierda y luego la de la derecha. La cera negra se derrama sobre la tela manchada. Luego escupe encima, tres veces. Empieza a cantar en voz más alta, pero no entiendo nada. Intento retener las palabras para buscarlas después y es cuando oigo a Thomas. Está hablando suavemente. Durante un instante no distingo lo que dice. De hecho, abro la boca para pedirle que se calle, porque estoy intentando escuchar, pero entonces me doy cuenta de que está repitiendo el cántico en inglés.

—Padre Hiisi, escúchame, me presento ante ti, de rodillas y humilde. Toma esta sangre, toma este poder. Mantén a mi hija en esta casa. Aliméntala de sufrimiento, sangre y muerte. Hiisi, Padre, dios demonio, escucha mi plegaria. Toma esta sangre, toma este poder.

Malvina cierra los ojos, levanta el cuchillo de cocina y lo pasa por la llama de las velas. Parece imposible, pero se prende y, luego, con un movimiento violento, lo clava a través del vestido en los tablones del suelo.

Elias ha aparecido en lo alto de la escalera con un gurruño de tela azul marino en la mano —el vestido de sustitución de Anna—. Mira a Malvina sobrecogido y horrorizado. Está claro que no sabía esto de ella y, ahora que lo ha descubierto, no dirá ni una sola palabra en su contra por puro terror.

Un resplandor de fuego sale del agujero en el suelo mientras Malvina mueve lentamente el cuchillo, incrustando el vestido ensangrentado dentro de la casa y salmodiando. Cuando el último pedazo de tela desaparece, empuja el resto del cuchillo tras él y la luz se intensifica. Los tablones se cierran. Malvina traga saliva y apaga las velas de un suave soplido, de izquierda a derecha.

—Ahora, nunca saldrás de mi casa —murmura.

Nuestro conjuro está llegando a su fin. El rostro de Malvina se está desvaneciendo como un mal recuerdo, volviéndose tan gris y ajado como la madera sobre la que asesinó a Anna. El aire a nuestro alrededor pierde color y siento que nuestros cuerpos empiezan a desenlazarse. Nos estamos separando, rompiendo el círculo. Escucho la respiración agitada de Thomas. También oigo a Anna. No puedo creer lo que acabo de ver. Parece mentira. No comprendo cómo Malvina pudo matar a Anna.

—¿Cómo pudo hacerlo? —pregunta Carmel en voz baja, y nos miramos unos a otros—. Ha sido horrible. No quiero volver a ver nada como esto jamás —sacude la cabeza—. ¿Cómo pudo hacerlo? Era su hija.

Miro a Anna, aún cubierta de sangre y venas. Las lágrimas teñidas de negro se han secado sobre su rostro; está demasiado agotada para seguir llorando.

—¿Sabía Malvina lo que sucedería? —pregunto a Thomas—. ¿Sabía en lo que la estaba convirtiendo?

—No creo. O al menos, no exactamente. Cuando invocas a un demonio, no eliges los detalles. Tú simplemente lanzas la petición y él hace el resto.

—No me importa si sabía exactamente lo que sucedería —gruñe Carmel—. Fue asqueroso; horrible.

Hay gotas de sudor en nuestras frentes. Will no ha pronunciado ni una sola palabra. Parece que hubiéramos luchado doce asaltos con un peso pesado.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunta Thomas, aunque no tiene aspecto de poder hacer mucho más en este momento. Creo que dormirá durante una semana.

Me doy la vuelta y me levanto. Necesito aclararme la mente.

—¡Cas! ¡Cuidado!

Carmel me grita, pero no es suficientemente rápida. Me empujan por la espalda y siento que desaparece un peso muy familiar del bolsillo trasero de mi pantalón. Cuando me giro, veo a Will de pie junto a Anna. Tiene el
áthame
en la mano.

—Will —empieza a decir Thomas, pero Will desenfunda el cuchillo y lo balancea en un arco amplio, obligando a Thomas a acuclillarse para ponerse fuera de su alcance.

—Así es como lo haces, ¿verdad? —pregunta Will con voz furiosa. Mira la hoja y parpadea rápidamente—. Está débil; podemos hacerlo ahora —dice, casi para sí mismo.

—Will, no —exclama Carmel.

—¿Por qué no? ¡Es lo que vinimos a hacer!

Carmel me mira con expresión de impotencia. Es lo que vinimos a hacer. Pero después de lo que todos hemos visto, y contemplando a Anna ahí tumbada, sé que no puedo.

—Dame mi cuchillo —digo con calma.

—Ella mató a Mike —dice Will—. Ella mató a Mike.

Bajo la vista hacia Anna. Sus ojos negros están muy abiertos y dirigidos al suelo, pero no sé si mira algo o no. Está apoyada sobre una cadera, demasiado débil para ponerse en pie. Sus brazos, que sé por experiencia personal podrían destrozar bloques de cemento, tiemblan solo de intentar mantener su torso alejado del suelo. Hemos logrado reducir a este monstruo a una cáscara temblorosa y, si en algún momento fuera seguro matarla, sería ahora.

Y Will tiene razón. Ella mató a Mike. Ha matado a docenas de personas. Y volverá a hacerlo.

—Tú mataste a Mike —masculla Will, y empieza a llorar—. Tú mataste a mi mejor amigo —entonces se mueve y baja el cuchillo. Yo reacciono sin pensar.

Me lanzo hacia él y lo agarro por debajo del brazo, evitando que el golpe caiga directamente sobre la espalda de Anna; en cambio, rebota en sus costillas. Anna lanza un pequeño grito y trata de escapar a gatas. Las voces de Carmel y Thomas llegan a mis oídos, nos gritan que nos detengamos, pero seguimos luchando. Will enseña los dientes y trata de apuñalarla otra vez, lanzando cuchilladas al aire. Yo consigo levantar un codo para golpearle la barbilla. Él retrocede unos pasos, tambaleándose, y cuando carga, le atizo en la cara, no demasiado fuerte pero lo suficiente para hacerle reaccionar.

Se limpia la boca con el dorso de la mano. No intenta avanzar otra vez. Nos mira alternativamente a Anna y a mí y se da cuenta de que no le permitiré pasar.

—¿Qué pasa contigo? —pregunta Will—. Se supone que este es tu trabajo, ¿no? Y ahora que la tenemos, ¿no vas a hacer nada?

—No sé lo que voy a hacer —digo con sinceridad—. Pero no te permitiré que le hagas daño. De todas maneras, no podrías matarla.

—¿Por qué no?

—Porque no se trata solo del cuchillo. Soy yo. Es mi lazo de sangre.

Will se burla.

—Pues está sangrando bastante.

—Yo no he dicho que el cuchillo no sea especial. Pero el golpe definitivo solo lo puedo dar yo. Lo que sea que permite que eso suceda, tú no lo tienes.

—Estás mintiendo —dice, y tal vez sea así. Nunca he visto a nadie más utilizar el cuchillo. A nadie aparte de mi padre. Tal vez todo eso de ser un elegido y pertenecer a una línea sagrada de cazadores de fantasmas sea una gilipollez. Pero Will se lo ha creído. Empieza a retroceder, hacia el exterior de la casa.

—Dame mi cuchillo —repito, viendo cómo se aleja de mí, cómo el metal brilla bajo la extraña luz.

—Voy a matarla —promete Will, entonces se vuelve y echa a correr, llevándose mi
áthame
. Algo en mi interior gimotea, algo infantil y básico. Es como esa escena de
El mago de Oz
en la que la vieja mete al perro en la cesta de su bicicleta y se fuga. Mis pies me dicen que corra tras él, lo tumbe y lo golpee en la cabeza, que recupere mi cuchillo y nunca lo pierda de vista. Pero Carmel me está hablando.

—¿Estás seguro de que él no puede matarla? —pregunta.

Miro a mi espalda. Carmel está de rodillas en el suelo, junto a Anna; ha tenido las agallas de tocarla, de sujetarla por los hombros y de mirar la herida que le ha hecho Will. De ella sale sangre negra que produce un extraño efecto: el líquido negro se está mezclando con la sangre en movimiento de su vestido, arremolinándose como tinta derramada sobre agua roja.

—Está muy débil —susurra Carmel—. Creo que realmente le ha hecho daño.

—¿Es que no debería estarlo? —pregunta Thomas—. Quiero decir, y no me estoy poniendo del lado de Will-me-estoy-ganando-una-nominación-a-los-Emmy-Rosenberg, pero ¿no es eso por lo que estamos aquí? ¿No sigue siendo peligrosa?

Las respuestas son sí, sí y sí. Lo sé, pero me siento incapaz de pensar con claridad. La muchacha tirada a mis pies está derrotada, mi cuchillo ha desaparecido y aún siguen pasando por mi mente escenas de
Cómo asesinar a tu hija
. Este es el lugar donde sucedió —donde acabó su vida, donde se convirtió en un monstruo, donde su madre le deslizó un cuchillo por la garganta y la maldijo a ella y a su vestido y…—.

Me adentro en el salón, observando los tablones del suelo. Luego empiezo a dar pisotones. Golpeo las tablas con el pie y salto, buscando un punto débil. No sucede nada. Soy un estúpido. No soy lo bastante fuerte. Y ni siquiera sé lo que estoy intentando.

—No es esa —dice Thomas. Mira hacia el suelo y señala la tabla a mi izquierda.

—Esa —afirma—, pero necesitarás algo —se levanta y sale corriendo por la puerta. No pensé que le quedaran fuerzas. Este chaval es sorprendente. Y jodidamente útil, porque cuarenta segundos después vuelve con una palanca y un desmontador de neumáticos.

Golpeamos juntos el suelo y al principio no hacemos ni una marca, pero luego astillamos poco a poco la madera. Utilizo la palanca para levantar el extremo más suelto y me arrodillo. El agujero que hemos abierto es negro y profundo. No sé cómo ha aparecido ahí, ya que deberíamos estar viendo las vigas y el sótano, pero solo hay oscuridad. Tras un breve instante de duda, palpo con la mano dentro del agujero y siento un profundo frío. Pienso que me he equivocado, que estoy siendo de nuevo un estúpido, y entonces mis dedos lo rozan.

La tela tiene un tacto rígido y frío. Tal vez algo húmedo. Lo saco del suelo donde fue introducido y sellado hace sesenta años.

—El vestido —susurra Carmel—. ¿Qué vas…?

—No lo sé —digo sinceramente. Me acerco a Anna. No tengo ni idea del efecto que el vestido producirá en ella, si es que tiene alguno. ¿La volverá más fuerte? ¿La curará? Si lo quemara, ¿se evaporaría su cuerpo en el aire? Thomas probablemente lo sepa mejor. Él y Morfran podrían encontrar la respuesta correcta y, si no, Gideon. Pero no dispongo de ese tiempo. Me arrodillo y sujeto la tela manchada delante de sus ojos.

Durante un instante, no reacciona. Luego trata con todas sus fuerzas de ponerse en pie. Voy levantando el vestido ensangrentado y lo mantengo delante de sus ojos. El negro ha retrocedido: los ojos claros y curiosos de Anna están ahí, dentro del rostro monstruoso, y por alguna razón eso resulta más desconcertante que cualquier otra cosa. Me tiembla la mano. Ella está de pie frente a mí, sin flotar en el aire, mirando el vestido, arrugado, manchado de sangre y con algunos trozos de color blanco sucio.

Sin estar seguro todavía de lo que estoy haciendo, o de lo que estoy tratando de hacer, recojo el vestido por el borde y lo deslizo por su cabeza oscura y contorsionada. Algo sucede inmediatamente, pero no sé qué. Una tensión, un frío, invade el aire. Resulta difícil de explicar, como si hubiera brisa pero nada se moviera. Coloco el viejo vestido sobre el sangriento y retrocedo. Anna cierra los ojos y respira hondo. Aún hay manchas de cera negra pegadas a la tela donde gotearon las velas durante la maldición.

—¿Qué está sucediendo? —susurra Carmel.

—No lo sé —responde Thomas por mí.

Mientras observamos la escena, los vestidos empiezan a luchar entre sí, rezumando sangre y un líquido negro y tratando de fundirse. Anna mantiene los ojos cerrados y las manos apretadas en puños. Ignoro lo que va a suceder pero, lo que quiera que sea, está sucediendo deprisa. Cada vez que parpadeo, abro los ojos a un nuevo vestido: ahora blanco, ahora rojo, ahora ennegrecido y mezclado con sangre. Entonces, Anna inclina la cabeza hacia atrás y el vestido maldito se despedaza, cayendo en forma de polvo a sus pies.

La diosa oscura me mira. Los mechones negros desaparecen en la brisa. Las venas retroceden en sus brazos y su cuello. Su vestido es blanco y no tiene manchas. La herida de mi cuchillo se ha cerrado.

Se pone la mano en la mejilla de forma incrédula y mira tímidamente hacia Carmel y hacia mí, y luego a Thomas, que retrocede un paso. Entonces se vuelve lentamente y camina hacia la puerta abierta. Justo antes de franquearla, me mira por encima del hombro y sonríe.

Capítulo diecisiete

¿Es esto lo que quería? La he liberado. Acabo de sacar de su prisión al fantasma que me encargaron matar. Camina lentamente por el porche, tocando los escalones con los dedos, mirando hacia la oscuridad. Se comporta como cualquier animal encerrado al que se saca de su jaula: con precaución e ilusión. Sus dedos recorren la madera de la barandilla combada como si fuera lo más maravilloso que hubieran tocado jamás. Y parte de mí se alegra. Parte de mí sabe que no merecía nada de lo que le sucedió, y me gustaría ofrecerle más que este porche roto. Me gustaría regalarle una vida entera —toda su vida, a partir de esta noche—. Otra parte de mí sabe que hay cuerpos en el sótano, almas que ella robó y que tampoco tuvieron culpa de nada. No puedo devolverle a Anna su vida, porque su vida ya ha desaparecido. Quizá haya cometido un terrible error.

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