Read Anna vestida de sangre Online
Authors: Kendare Blake
—Estupendo —respondo con sarcasmo. Pero instalo al gato en el nuevo dormitorio de mi madre y le pongo comida, agua y su arenero, antes de trasladar el resto de las cosas dentro de la casa. Solo tardamos dos horas. Somos unos expertos. Aun así, el sol empieza a ponerse cuando mi madre acaba con la parte de brujería en la cocina: hervir aceites y hierbas para ungir las puertas y ventanas y mantener fuera cualquier cosa que no estuviera en la casa cuando llegamos. No sé si funciona, pero tampoco puedo afirmar que no sirva para nada. Siempre hemos estado seguros en nuestras casas. Sin embargo, lo que sí sé es que apesta a madera de sándalo y romero.
Cuando la casa está sellada, enciendo una pequeña hoguera en el patio trasero y mi madre y yo quemamos cualquier cosa que pudiera haber pertenecido a inquilinos anteriores. No necesitamos a ningún fantasma regresando en busca de algo que dejó atrás. Mi madre presiona el pulgar húmedo sobre mi frente. Percibo el aroma del romero y el aceite.
—Mamá.
—Conoces las normas. Cada noche durante los tres primeros días —sonríe, y el reflejo del fuego otorga a su pelo castaño rojizo aspecto de ascuas—. Te mantendrá a salvo.
—Me saldrán granos —protesto, pero no hago ningún ademán de retirármelo—. Y empiezo el instituto en dos semanas.
No dice nada. Solo baja la mirada hacia su pulgar impregnado con hierbas, como si fuera a presionarlo entre sus propios ojos. Sin embargo, parpadea y lo limpia sobre la pernera de sus vaqueros.
Esta ciudad huele a humo y a cosas que se pudren en verano. Está más encantada de lo que imaginé. Hay toda una capa de actividad justo bajo tierra: susurros tras las risas de la gente y movimientos inesperados que se captan por el rabillo del ojo. La mayoría son inofensivos —pequeños puntos fríos o gruñidos en la oscuridad, simples manchas blancas borrosas que solo aparecen en una Polaroid—. No tengo interés en ellos.
Pero en algún lugar hay uno que sí importa. Ahí fuera está lo que vine a buscar, un fantasma con fuerza suficiente para arrebatar el aliento de las gargantas de los vivos.
Pienso de nuevo en ella. Anna. Anna vestida de sangre. Me pregunto qué trucos intentará. Me pregunto si será inteligente. ¿Flotará? ¿Se reirá o gritará?
¿Cómo intentará matarme?
—¿Qué prefieres, troyano o tigre?
Mi madre me hace esta pregunta mientras prepara tortitas de maíz en la plancha. Es el último día para hacer la matrícula del instituto antes de que mañana empiecen las clases. Sé que pretendía hacerlo antes, pero ha estado ocupada estableciendo relaciones con algunos comerciantes de la ciudad, tratando de convencerlos para que anuncien su servicio de predicción del futuro y vendan su material de ocultismo. Por lo visto, hay una fabricante de velas a las afueras de la ciudad que ha aceptado añadir a sus productos una mezcla específica de aceites, algo así como velas encantadas en una caja. Venderán estas creaciones por encargo en las tiendas de la ciudad y mi madre también se las enviará a sus clientes telefónicos.
—¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Tenemos mermelada?
—De fresa y de algo llamado bayas de Saskatoon que tiene aspecto de arándanos.
Pongo cara avinagrada.
—Tomaré de fresa.
—Deberías arriesgarte. Prueba las bayas de Saskatoon.
—Ya me arriesgo suficiente. Pero ¿qué es eso de troyanos o tigres?
Mi madre coloca un plato con tortitas y tostadas delante de mí, cada una cubierta con un montón de lo que espero desesperadamente sea mermelada de fresa.
—Compórtate, jovencito. Son las mascotas de los institutos. ¿Quieres ir al Sir Winston Churchill o al Westgate Collegiate? Aparentemente, estamos cerca de los dos.
Suspiro. Qué importa. Iré a clase, aprobaré los exámenes y luego me cambiaré a otro, como siempre. Estoy aquí para matar a Anna. Aunque hay que reconocer que Sir Winston Churchill es un nombre bastante ridículo para un instituto. Además, debería mostrar algo de atención para complacer a mi madre.
—A papá le hubiera gustado que fuera un troyano —digo en voz baja; ella permanece quieta un instante delante de la plancha antes de deslizar la última tortita sobre el plato.
—Entonces, me decantaré por el Winston Churchill —dice ella. Vaya suerte. He elegido el ridículo. Pero como ya he dicho, no importa. Estoy aquí por una razón, por algo que cayó en mi regazo mientras buscaba infructuosamente al autoestopista del Condado 12.
Llegó de un modo encantador, por correo. Un sobre manchado de café con mi nombre y mi dirección y en su interior, un pedazo de papel con el nombre de Anna. Escrito con sangre. Recibo estas pistas de todo el país, desde cualquier punto del planeta. No existen muchas personas que puedan hacer lo que yo hago, pero sí una multitud que reclama mis servicios y me busca preguntando a quienes me conocen o me siguen el rastro. Nos movemos mucho, pero si me buscan, es suficientemente fácil encontrarme. Mi madre publica un anuncio en Internet cada vez que nos mudamos y siempre les decimos a algunos de los viejos amigos de mi padre hacia dónde nos dirigimos. Cada mes, de manera rutinaria, un montón de fantasmas se deslizan sobre mi escritorio metafórico: un correo electrónico sobre unas personas desaparecidas en una secta satánica en el norte de Italia, un recorte de periódico sobre misteriosos sacrificios de animales en un túmulo funerario
ojibwe
. Pero solo confío en unas cuantas fuentes. La mayoría son contactos de mi padre, miembros del aquelarre al que perteneció en la universidad o estudiosos que conoció en sus viajes o gracias a su reputación. Ellos me ayudan a no implicarme en búsquedas inútiles: hacen bien sus deberes.
Pero con el paso de los años, he conseguido algunos contactos propios. Cuando vi aquellas letras rojas garabateadas sobre el papel como si fueran arañazos de una zarpa, supe que tenía que ser una pista de Rudy Bristol. Por su teatralidad, por la fantasía gótica del pergamino amarillento. Como si me fuera a creer que el fantasma hubiera escrito su nombre con la sangre de alguien y me hubiera enviado la tarjeta a modo de invitación a cenar.
Rudy
Daisy
Bristol es un chaval de Nueva Orleans enamorado de la estética gótica. No es mucho mayor que yo. Holgazanea poniendo copas en las profundidades del Barrio Francés, perdido en algún punto alrededor de los veinticinco años y deseando seguir teniendo dieciséis. Es flacucho, pálido como un vampiro y viste con demasiada licra. Hasta ahora me ha conducido hasta tres buenos fantasmas: capturas rápidas y sencillas. De hecho, uno de ellos estaba colgado del cuello en un silo subterráneo, susurrando a través de los tablones del suelo y tentando a los nuevos residentes de la casa a reunirse con él bajo tierra. Solo tuve que entrar, destriparlo y salir de nuevo. A partir de ese trabajo, Daisy empezó a caerme bien. Sin embargo, no aprendí a disfrutar de su extremadamente entusiasta personalidad hasta mucho después.
Lo llamé en el mismo instante en el que vi su carta.
—Oye tío, ¿cómo has sabido que era yo? —no había decepción en su voz, solo un tono entusiasmado y halagado que me recordó a un chaval en un concierto de los Jonas Brothers. Es mi mayor admirador. Si le dejara, se echaría al hombro un equipo de protones y me seguiría por todo el país.
—Por supuesto que eras tú. ¿Cuántos intentos te costó que las letras tuvieran el aspecto adecuado? ¿La sangre es real?
—Claro que es real.
—¿De qué tipo?
—Humana.
Sonrío.
—Usaste tu propia sangre, ¿verdad?
Escuché un resoplido, un ruido de inquietud.
—Oye, ¿quieres la pista o no?
—Por supuesto, adelante —mis ojos estaban fijos en el trozo de papel.
Anna
. Aunque sabía que era uno de los trucos baratos de Daisy, su nombre escrito en sangre parecía hermoso.
—Anna Korlov. Asesinada en 1958.
—¿Por quién?
—Nadie lo sabe.
—¿Cómo?
—Nadie lo sabe tampoco a ciencia cierta.
Estaba empezando a sonar como una tomadura de pelo. Siempre hay documentos, investigaciones. Cada gota de sangre derramada deja un reguero de papel de aquí a Oregón. Y la forma en que Daisy intentaba que la frase «nadie lo sabe» sonara espeluznante estaba empezando a cargarme.
—Entonces, ¿cómo lo sabes tú? —pregunté.
—Mucha gente lo sabe —replicó él—. Es el relato de fantasmas favorito de Thunder Bay.
—Los relatos de fantasmas suelen acabar siendo solo eso: relatos. ¿Por qué me haces perder el tiempo? —alcancé el papel, dispuesto a estrujarlo entre los dedos, pero no lo hice. No sé por qué me mostraba tan escéptico. La gente siempre conoce estas historias. En ocasiones, las conoce mucha gente, pero no hacen nada, ni dicen nada. En vez de eso, escuchan las advertencias y chasquean la lengua ante cualquier loco ignorante que caiga en la trampa de la araña. Les resulta más sencillo de ese modo. Les permite vivir a plena luz del día.
—No es ese tipo de relato de fantasmas —insistió Daisy—. Si preguntas por ella en la ciudad, no conseguirás ninguna información, a menos que acudas a los lugares adecuados. No es una atracción turística. Pero si vas a una fiesta de pijamas de chicas, te garantizo que te contarán la historia de Anna a medianoche.
—No es que yo vaya a muchas fiestas de pijamas —suspiré. Por supuesto, supongo que Daisy sí iba en su época—. ¿De qué va la cosa?
—Tenía dieciséis años cuando murió y era hija de inmigrantes finlandeses. Su padre había muerto de una enfermedad o algo así y su madre regentaba una casa de huéspedes en el centro de la ciudad. Anna iba de camino a un baile del instituto cuando la asesinaron. Alguien la degolló, aunque eso es quedarse corto. Alguien estuvo a punto de separarle la cabeza del cuerpo. Cuentan que llevaba puesto un vestido de fiesta blanco y que cuando la encontraron, estaba totalmente empapado de sangre. Por eso se la conoce como Anna vestida de sangre.
—Anna vestida de sangre —repetí en voz baja.
—Hay quienes piensan que la asesinó un inquilino. Algún pervertido que se fijó en ella y le gustó lo que vio, así que la siguió y la abandonó sangrando en una cuneta. Otros aseguran que fue el chico con el que había quedado, o un novio celoso.
Respiré hondo para salir del trance. Era una historia terrible, aunque todas lo eran, y no resultaba ni mucho menos la peor que había escuchado. Howard Sowberg, un granjero del centro de Iowa, asesinó a toda su familia con unas tijeras de podar, apuñalando y cortando alternativamente, según le venía bien. Su familia se componía de su esposa, dos hijos pequeños, un bebé recién nacido y su anciana madre. Esa era una de las historias más truculentas que jamás había oído. Me sentí decepcionado al llegar al centro de Iowa y descubrir que el fantasma de Howard Sowberg no sentía remordimientos suficientes para deambular por ahí. Resulta extraño, pero suelen ser las víctimas las que se vuelven crueles después de su muerte. Los verdaderamente malos prosiguen su viaje y arden en el infierno o se convierten en polvo o se reencarnan en un escarabajo pelotero: ellos utilizan toda su rabia mientras respiran.
Daisy seguía adelante con la leyenda de Anna. Hablaba cada vez más bajo y con mayor agitación. No podía decidir si reírme o enfadarme.
—De acuerdo, entonces, ¿qué es lo que hace ahora?
Hizo una pausa.
—Ha matado a veintisiete jóvenes… que yo sepa.
Veintisiete jóvenes en el último medio siglo. Estaba empezando a sonar de nuevo a cuento de hadas. O al encubrimiento más extraño de la historia. Nadie asesina a veintisiete jóvenes y escapa sin ser perseguido hasta un castillo por una multitud con antorchas y horcas. Ni siquiera un fantasma.
—¿Veintisiete jóvenes locales? Tienes que estar tomándome el pelo. ¿No eran vagabundos, ni fugitivos?
—Bueno…
—Bueno, ¿qué? Alguien te está apretando el cuello con una soga, Bristol —empecé a notar una sensación amarga en la garganta. No sé por qué. ¿Y qué, si la pista era falsa? Había otros quince fantasmas esperando en el montón. Uno de ellos era de Colorado, una especie de Grizzly Adams que estaba asesinando cazadores por toda una montaña. Después de esto, sonaba hasta divertido.
—Nunca encuentran ningún cadáver —dijo Daisy en un esfuerzo por explicarse—. Deben imaginar que los chicos se fugan o que son secuestrados. Los demás chavales son los únicos que se atreverían a mencionar a Anna, aunque por supuesto nadie lo hace. Como si no lo supieras.
Sí, claro que lo sabía. Y sabía otra cosa también. Que la historia de Anna no se reducía a lo que Daisy me estaba contando. No sé por qué, llámalo intuición. Tal vez fuera su nombre garabateado en color carmesí. Tal vez, después de todo, el truco barato y masoquista de Daisy había funcionado. Pero lo sabía. Lo sé. Lo siento en las tripas y mi padre siempre decía que cuando tus tripas hablan, debes escucharlas.
—Lo investigaré.
—¿De verdad? —de nuevo escuché aquel tono emocionado, como un sabueso demasiado entusiasta esperando a que tiren de su correa.
—He dicho que lo investigaré. Primero tengo que terminar algo aquí.
—¿De qué se trata?
Le expliqué brevemente lo del autoestopista del Condado 12. Me hizo algunas sugerencias estúpidas para atraerlo, pero eran tan estúpidas que ni siquiera las recuerdo. Luego, como de costumbre, trató de convencerme para que bajara a Nueva Orleans.
No tocaría Nueva Orleans ni con un palo de tres metros. Esa ciudad está jodidamente encantada y, además, disfruta con ello: ningún lugar del mundo quiere tanto a sus fantasmas como ella. En ocasiones, me preocupa Daisy; me inquieta que alguien escuche rumores de que habla conmigo y me busca capturas, y que algún día a quien tenga que cazar sea a él, en una versión despedazada de sí mismo que vaya recogiendo sus miembros seccionados por algún almacén.
Aquel día le mentí. No estudié el caso con más detenimiento. En el momento en que colgué el teléfono, sabía que iba a ir en busca de Anna. Mis tripas me confirmaron que no se trataba solo de un cuento.
Y además quería verla, vestida de sangre.
Por lo que puedo deducir, Sir Winston Churchill Collegiate & Vocational es igual que cualquier otro instituto al que pueda haber asistido en Estados Unidos. He dedicado toda la primera hora a elaborar mi horario con la orientadora escolar, la señorita Ben, una mujer joven y amable con aspecto de pájaro que parece destinada a vestir jerséis anchos de cuello alto y a tener demasiados gatos.