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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (24 page)

BOOK: Bailando con lobos
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No se engañó en ningún momento. Ni se le ocurrió la idea de convertirse en un indio. Pero sabía que, mientras estuviera con ellos, se dedicaría a servir al mismo espíritu.

Y esta revelación le permitió ser un hombre más feliz.

La tarea de la carnicería fue una empresa colosal.

Había quizá unos setenta búfalos muertos, desparramados como manchas de chocolate por entre el amplio terreno, y las familias situaron verdaderas factorías portátiles ante cada uno de los cuerpos, y se pusieron a trabajar con una extraordinaria velocidad y precisión en la tarea de transformar aquellos animales en productos útiles.

El teniente casi no podía creer en la cantidad de sangre derramada. Empapó el terreno donde había caído el animal como el zumo derramado sobre un mantel. Cubrió los brazos, los rostros y las ropas de los carniceros. Goteaba de los ponis y parihuelas que transportaban la carne hacia el campamento.

Se lo llevaron todo: pellejos, carne, entrañas, cascos, colas, cabezas. En el término de unas pocas horas todo desapareció, dejando la pradera con el aspecto de una gigantesca mesa de banquete de la que se acabaran de levantar los comensales.

El teniente Dunbar pasó ese tiempo deambulando de un lado a otro con los guerreros. Los espíritus estaban muy animados. Sólo dos hombres habían resultado heridos, ninguno de ellos de gravedad. Un poni veterano se había partido una pata, pero eso no representaba más que una pequeña pérdida en comparación con la abundancia producida por los cazadores.

Estaban encantados, y eso se reflejaba en sus caras, mientras se relacionaban con familiaridad durante toda la tarde, fumando, comiendo y contando historias. Dunbar no comprendía las palabras, pero resultaba bastante fácil entender el sentido de las historias que contaban; se referían a las incidencias de la caza, los arcos rotos y los animales que se habían escapado.

Cuando se le pidió al teniente que relatara su historia, éste explicó su aventura con gestos, y lo hizo con tanta teatralidad que los guerreros se partieron de risa. Se convirtió en el testimonio más buscado del día, y se vio obligado a repetir su historia media docena de veces. Cada vez que lo hacía, el resultado era el mismo. Cuando apenas estaba a medio contarla, los que le escuchaban se inclinaban sobre sí mismos, tratando de resistir el dolor que les producía una risa incontenible.

Al teniente Dunbar no le importó. Él también se estaba riendo. Y no le importaba el papel que la suerte había jugado en sus hazañas, pues sabía que eran reales. Y también sabía que, a través de ellas, había conseguido algo maravilloso.

Se había convertido en «uno de los chicos».

Aquella noche, cuando regresaron al campamento, lo primero que vio fue su sombrero. Se balanceaba sobre la cabeza de un hombre de edad mediana al que no conocía.

Hubo un breve momento de tensión cuando el teniente Dunbar se dirigió directamente hacia él, señaló el sombrero del ejército, que apenas si le sentaba bien al hombre y dijo con naturalidad:

—Eso es mío.

El guerrero lo miró con curiosidad y se quitó el sombrero. Lo hizo girar entre sus manos y se lo volvió a colocar en la cabeza. Luego desenfundó el cuchillo de su cinto, se lo entregó al teniente, y siguió su camino sin decir una sola palabra. Dunbar vio desaparecer su sombrero de la vista y se quedó mirando el cuchillo que había tomado en la mano. El mango de cuentas parecía un tesoro, y se dirigió en busca de Pájaro Guía, pensando que había conseguido la mejor parte del intercambio.

Se movía con toda libertad por el campamento y allí donde iba era objeto de los más alegres saludos.

Los hombres asentían con gestos de reconocimiento, las mujeres sonreían y los pequeños reían y trotaban tras él. La tribu estaba delirante ante la perspectiva de un gran festín, y la presencia del teniente entre ellos no era más que otro motivo de alegría. Habían terminado por pensar en él como un hechizo de buena suerte, sin que se hubiera producido ninguna declaración formal o consenso en tal sentido.

Pájaro Guía le llevó directamente a la tienda de Diez Osos, donde hubo una pequeña ceremonia de agradecimiento. El anciano seguía siendo notablemente ágil, y la joroba de su presa fue la que se asó primero. Cuando estuvo preparada, el propio Diez Osos cortó un trozo, dijo unas pocas palabras al Gran Espíritu y honró al teniente ofreciéndole el primer trozo.

Dunbar hizo su breve inclinación de saludo, tomó un bocado y luego, con galantería, devolvió el trozo de carne a Diez Osos, una actitud que impresionó mucho al anciano. Más tarde, encendió la pipa y volvió a honrar al teniente ofreciéndole la primera chupada.

El fumar la pipa delante de la tienda de Diez Osos señaló el inicio de una noche salvaje. Todo el mundo había encendido una hoguera y en cada una de ellas se asaba carne fresca: jorobas, costillas y una amplia variedad de trozos selectos. Iluminado como una pequeña ciudad, el pequeño campamento centelleó hasta bastante avanzada la noche, con el humo elevándose hacia el cielo oscuro, desprendiendo un aroma que podría olerse a muchos kilómetros de distancia.

La gente comió como si no hubiera un mañana. Cuando ya se sentían atiborrados, hacían pausas cortas, iban de un lado a otro, formando pequeños grupos, charlaban tranquilamente u organizaban pequeños juegos de suerte. Pero una vez asimilado lo que habían comido hacía poco, regresaban a las hogueras y volvían a servirse buenos trozos.

Antes de que hubiera transcurrido la noche, el teniente Dunbar se sintió como si se hubiera comido un búfalo entero. Había estado dando vueltas por el campamento en compañía de Cabello al Viento, y la pareja fue tratada regiamente en cada una de las hogueras en las que se detuvo.

Se dirigían hacia otro grupo de alegres comensales, cuando el teniente se detuvo entre las sombras de atrás de una tienda y le indicó a Cabello al Viento por señas que le dolía el estómago de tanto comer y que deseaba dormir.

Pero, en ese momento, Cabello al Viento no le escuchaba con atención. Estaba pendiente de la guerrera del teniente. Dunbar se miró la pechera y vio la hilera de botones de latón. Luego levantó la mirada y observó la expresión de su compañero de caza. La mirada del guerrero tenía un aire ligeramente soñador cuando extendió un dedo y lo posó sobre uno de los botones.

—¿Quieres esto? —preguntó el teniente.

El sonido de sus palabras ahuyentó la mirada soñadora de los ojos de Cabello al Viento. El guerrero no dijo nada. Inspeccionó la yema de su dedo para ver si había surgido algo del botón.

—Si lo quieres, puedes tenerlo —dijo el teniente.

Se desabrochó los botones, se quitó la guerrera y se la ofreció.

Cabello al Viento sabía que se la ofrecía, pero no la aceptó de inmediato. En lugar de eso, empezó a desatarse el magnífico peto de brillante hueso que llevaba atado al cuello y a la cintura. Se lo tendió a Dunbar, al tiempo que su otra mano se cerraba sobre la guerrera.

El teniente le ayudó a abrocharse los botones y cuando hubo terminado comprobó que Cabello al Viento se sentía tan contento como un niño con un regalo de Navidad.

Dunbar le devolvió el hermoso peto y se encontró con un gesto de rechazo. Cabello al Viento sacudió la cabeza con violencia y movió las manos. Hizo movimientos que le indicaron al soldado blanco que debía ponerse el peto.

—No puedo aceptar esto —balbuceó el teniente—. Esto no es…, no es un intercambio justo…, ¿comprendes?

Pero Cabello al Viento no quiso saber nada. Para él era un intercambio más que justo. Los petos estaban llenos de energía y costaba su tiempo hacerlos, pero la guerrera era un objeto único.

Hizo girar a Dunbar, le pasó el peto decorativo por el pecho y se lo ató.

Así fue como se produjo el intercambio, y cada uno de los dos hombres se sintió feliz. Cabello al Viento gruñó un saludo de despedida y se encaminó hacia la hoguera más cercana. La nueva adquisición le apretaba y le picaba contra la piel, pero eso tenía muy poca importancia. Estaba convencido de que la guerrera representaría una sólida adición a su provisión de encantos. Con el tiempo, incluso podría demostrar que poseía fuertes poderes mágicos, debido sobre todo a los botones de latón y a las barras doradas de los hombros.

Era un gran trofeo.

Deseoso de evitar la comida que sabía le obligarían a tragar si atravesaba el campamento, el teniente Dunbar prefirió salir a la pradera y rodear el poblado temporal, confiando en poder distinguir la tienda de Pájaro Guía y marcharse directamente a dormir.

Después de haber dado dos vueltas completas al campamento, distinguió la tienda marcada con un oso y sabiendo que la de Pájaro Guía se habría plantado cerca, volvió a entrar en el poblado.

No había avanzado mucho cuando un sonido le hizo detenerse y se detuvo detrás de una de las tiendas. Delante de él, la luz procedente de una hoguera iluminaba el terreno y era de esa hoguera de donde procedía el sonido. Era un canto, alto, repetitivo y claramente femenino.

Aprovechando la tienda, el teniente Dunbar se asomó a mirar con cuidado.

Había una docena de mujeres jóvenes, cuyas tareas ya habían terminado por el momento, dedicadas ahora a bailar y cantar en un círculo desigual alrededor del fuego y cerca de éste. Por lo que podía deducir, no había nada de ceremonial en aquello. El canto se veía puntuado por ligeras risas, y se imaginó que aquella danza era improvisada, algo realizado por pura diversión.

Accidentalmente, sus ojos se posaron sobre el peto, iluminado ahora por la luz anaranjada de la hoguera, y no pudo resistir la tentación de pasarse una mano por la doble hilera de huesos como tubos que ahora le cubrían la totalidad del pecho y del estómago. Qué cosa tan rara era ver tanta belleza y fortaleza residiendo en un mismo lugar y al mismo tiempo. Eso le hacía sentirse como alguien especial.

«Lo conservaré siempre», pensó con ánimo soñador.

Cuando volvió a levantar la mirada, algunas de las mujeres habían dejado de bailar y formaban un pequeño grupo de jóvenes que sonreían y susurraban, y cuyo tema de conversación era evidentemente el hombre blanco llevando su peto de hueso. Le estaban mirando directamente y aunque él no se diera cuenta, en los ojos de las mujeres se percibía un matiz de diablura.

Después de haber sido un objeto constante de discusión durante tantas semanas, el teniente ya les era bien conocido a todas: como un posible dios, como un payaso, como un héroe y como un agente de misterio. Sin que el teniente se diera cuenta de ello, había alcanzado un raro estatus en la cultura comanche, un estatus que quizá fuera precisamente más apreciado por estas mujeres.

Se había convertido en una celebridad.

Y ahora su celebridad y su buena apostura natural se habían visto considerablemente aumentadas ante los ojos de estas mujeres por la adición del asombroso peto de hueso.

Hizo la sugerencia de una inclinación ante ellas y salió de entre las sombras con timidez, tratando de pasar de largo sin interrumpir su diversión.

Pero al pasar, una de las mujeres se le acercó impulsivamente y tomó su mano entre las de ella, con suavidad. El contacto le dejó frío. Se quedó mirando fijamente a las mujeres, que ahora emitían risitas nerviosas, y se preguntó si no estarían a punto de gastarle alguna broma.

Dos o tres de ellas empezaron a cantar y, a medida que se animaba la danza, otras mujeres tiraron de sus brazos. Le estaban pidiendo que se uniera a ellas.

No había mucha más gente en las cercanías, así que no tendría una audiencia contemplándole. Y, además, se dijo a sí mismo que no le vendría nada mal hacer un poco de ejercicio.

La danza fue lenta y sencilla. Elevar un pie, sostenerlo en el aire, bajarlo. Elevar el otro pie, sostenerlo en el aire, bajarlo. Se introdujo en el círculo y probó a dar los pasos. Lo aprendió con rapidez y poco después se movía en sintonía con las otras bailarinas, sonriendo tanto como ellas y disfrutando enormemente.

A él siempre le había resultado fácil dedicarse al baile. Era una de sus distracciones favoritas. A medida que la música de las voces de las mujeres parecía transportarle, levantó aún más los pies, elevándolos y descendiéndolos con una gracia recién inventada. Empezó a mover los brazos como ruedas, participando cada vez más en el ritmo. Finalmente, cuando ya se estaba sintiendo realmente bien, el todavía sonriente teniente cerró los ojos y se dejó perder por completo en el éxtasis del movimiento.

Eso le impidió darse cuenta de que el círculo había empezado a estrecharse. Hasta que no tropezó con la espalda de la mujer que tenía delante de él no se dio cuenta de lo cercanos que estaban unos de otros. Miró con recelo a las mujeres, pero ellas le tranquilizaron con alegres sonrisas. Dunbar continuó bailando.

Ahora, sentía de vez en cuando en la espalda el contacto de unos pechos, inconfundiblemente suaves. Su cintura permanecía en contacto regular con la cadera que se movía delante de él. Al tratar de mantener una cierta distancia, los pechos de su espalda le presionaron de nuevo.

Nada de todo esto era tan excitante como asombroso. Hacía tanto tiempo que no había sentido el contacto de una mujer, que ahora casi le parecía algo totalmente nuevo, demasiado como para saber lo que debía hacer.

No había nada abierto en los rostros de las mujeres cuando el círculo se apretó aún más. Las sonrisas eran constantes. Como también lo era la presión de nalgas y pechos.

Ahora, él ya no levantaba los pies. Estaban demasiado apretados y se veía reducido a menearlos arriba y abajo.

El círculo se deshizo entonces y las mujeres se apretaron contra él. Sus manos le tocaron juguetonamente, pasando por la espalda, el estómago, la parte inferior de la espalda. De pronto, le frotaron su lugar más íntimo en la parte delantera de los pantalones.

Un segundo más y habría salido disparado de allí, pero antes de que pudiera hacer un solo movimiento, las mujeres desaparecieron.

Las vio deslizarse hacia la oscuridad como escolares azoradas. Luego, se volvió para ver qué era lo que las había asustado.

Estaba de pie, solo, al borde de la hoguera, resplandeciente y ominoso con un gorro de cabeza de búho. Pájaro Guía le gruñó algo, pero el teniente no pudo saber si estaba disgustado o no.

El chamán se volvió, apartándose de la hoguera y el teniente Dunbar lo siguió como un cachorro que creyera haber hecho algo malo pero que no ha sido castigado todavía.

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