Al pie de la ladera, la matanza continuaba. Romulus observó horrorizado cómo docenas de guerreros eran derribados por la presión y luego lanzados bajo el agua por los compañeros que intentaban cruzar el arroyo. Vadeando con el agua hasta los muslos, los legionarios mataron a los hombres que se ahogaban golpeándoles de cualquier manera con la espada, o incluso los
scuta
. Los enemigos seguían sin oponer resistencia, sólo sentían un pánico cegador. A pesar de la matanza, miles de ellos consiguieron vadear el curso de agua y huyeron colina arriba hacia la seguridad que les ofrecían sus fortificaciones.
Pronto hubo gran cantidad de romanos en la orilla más alejada. Siguiendo las órdenes relajadas de sus oficiales, se reagruparon de forma ordenada y empezaron a marchar hacia el campamento póntico. Los guerreros que huían gimieron de terror cuando vieron que sus adversarios no se habían parado.
Romulus echó la vista atrás hacia los
bucinatores
, que descendían como todos los demás. ¿Tocarían retirada? Al fin y al cabo, la batalla estaba ganada. Las
bucinae
permanecían en silencio, lo cual era mala señal. No iba a haber tregua.
—¡Adelante, adelante! —gritaban los centuriones—. ¡Subid la colina! ¡Hay que tomar su posición!
Invadidos todavía por el ansia de batalla, Romulus y Petronius cargaron contra el enemigo.
Apenas cuatro horas después de su inicio, la batalla ya había terminado. Después de que las siguieran hasta lo alto donde estaban sus fortificaciones, las fuerzas pónticas no habían tenido la más mínima posibilidad de reagruparse. Tras un choque breve pero feroz, las murallas fueron asaltadas y los portones se abrieron. Miles de legionarios entraron en la fortaleza, empeñados en seguir matando. Entre tanto caos, el rey Farnaces consiguió escabullirse. Se marchó cabalgando con unos pocos jinetes gracias a que los soldados romanos vencedores habían hecho una parada para saquear su campamento.
«Poco importa que Farnaces se haya marchado», pensó Romulus mientras estaba con Petronius, mirando hacia el otro lado del valle. Ambas laderas estaban cubiertas de cadáveres y hombres heridos. Las bajas romanas eran la minoría, y todos los supervivientes del ejército enemigo habían sido hechos prisioneros. Alzó la vista al cielo azul despejado y el sol abrasador que lo inundaba. Apenas era mediodía. ¡Con qué rapidez habían cambiado los dioses de destinatario de sus favores! Hoy el panteón al completo sonreía a César y su ejército. Romulus inclinó la cabeza para adorarlos en silencio. Gracias, Mitra,
Sol Invictus
. Gracias Júpiter y Marte.
—Vaya mañanita —dijo Petronius. Tenía la cara, los brazos y el
gladius
llenos de salpicaduras de sangre seca—. ¿Quién iba a pensar que sobreviviríamos a esto, eh?
Romulus asintió, incapaz de articular palabra. Mientras se le aplacaba la subida de adrenalina, el dolor de la herida que tenía en la cabeza se le multiplicaba y empezaba a resultarle insoportable. Se tambaleaba de un lado a otro como un borracho.
Petronius se dio cuenta enseguida.
—Apóyate en mí, compañero —dijo amablemente—. Vayamos al arroyo a limpiarte. Luego buscaremos un puesto de primeros auxilios donde un médico te examine la herida.
Romulus no puso ninguna objeción. Agradecía el apoyo que le brindaba el brazo de Petronius. Nadie más podía ayudarle. Al igual que muchos otros hombres, la pareja se había separado de sus unidades durante la persecución frenética del enemigo. Por el momento, daba igual: la batalla había terminado y las cohortes se reagruparían en cuanto regresaran al campamento.
Bajaron lentamente hasta el riachuelo, bloqueado por cientos de cadáveres. Fueron río arriba hasta un punto en el que el agua fluía limpia; los dos amigos se quitaron la ropa y se sumergieron. Muchos otros legionarios hacían lo mismo, ansiosos por quitarse de encima el sudor, la suciedad y la sangre seca que tenían por todo el cuerpo. Débil y tambaleante, Romulus permaneció en el bajío y dejó que Petronius le limpiara la herida de la cabeza. El agua fría le mitigó ligeramente el dolor, pero Romulus no se sentía bien. Veía borroso y, aunque Petronius estaba a su lado, la voz del veterano iba y venía como si estuviera andando alrededor de él.
—Mejor que vayamos ahora a buscar a un médico —musitó Petronius mientras ayudaba a Romulus a colocarse en la orilla—. Después de esto necesitarás una buena dormida.
Romulus sonrió con debilidad.
—De todos modos, antes quiero unas cuantas copas de vino.
—Ya encontraremos un odre por ahí —repuso Petronius, sin ser demasiado capaz de disimular la preocupación que sentía—. Buen chico.
—Me recuperaré dentro de un par de días —protestó Romulus mientras cogía su túnica.
—Así me gusta, camarada —dijo una voz desconocida—. ¡Los legionarios de César nunca se rinden!
—¡Y menos aún los de la Sexta! —exclamó otro.
Se oyeron unos gritos de entusiasmo.
Los dos amigos se volvieron. Había llegado otro grupo de soldados dispuestos también a quitarse de encima la mugre de la batalla. Romulus no reconoció a ninguno de ellos. Llevaban la cota de malla oxidada y maltrecha y las espadas melladas, pero la arrogancia facilona que destilaban hablaba por sí sola. Aunque algunos tenían heridas superficiales, no había ningún herido de gravedad. Aquéllos eran algunos de los legionarios que, superados en número de forma exagerada, habían evitado que el flanco derecho se disgregase antes del ataque capadocio. La Sexta Legión.
Su líder era un bestia de complexión fuerte y pelo oscuro. Lucía varias
phalerae
de bronce y de plata en el pecho, encima de la cota de malla. Se acercó más a Romulus y observó la herida larga y abierta con ojo crítico.
—Eso te lo ha hecho una
rhomphaia
. Te pilló desprevenido, ¿eh?
Romulus asintió avergonzado.
El soldado le dio una palmada en el hombro.
—Pero ¡has sobrevivido! Y además has matado al cabrón que te lo hizo, supongo.
—Pues sí —declaró Romulus con orgullo.
—No te volverá a pasar —le confesó el otro—. Los buenos legionarios aprenden rápido y se nota que tú eres de ésos. Como nosotros.
Los recién llegados le dedicaron miradas de aprobación y a Romulus se le hinchió el corazón de orgullo. Ahí estaban algunos de los mejores hombres de César aceptándolo como uno de ellos.
—Veo que ya habías sufrido otras heridas —observó el legionario corpulento. Señaló con un dedo grueso el verdugón púrpura que Romulus tenía en el muslo derecho—. ¿Quién te hizo eso?
Romulus estaba aturdido y no era capaz de pensar con claridad.
—Un godo —respondió con sinceridad.
No advirtió la reacción de sorpresa de Petronius.
El soldado se quedó parado.
—¿De qué legión habéis dicho que sois, chicos?
—De la Vigésima Octava —respondió Petronius con desconfianza, intuyendo peligro. Intentó llevarse a Romulus en otra dirección.
—Espera. —Era una orden, no una petición.
Petronius se quedó parado y evitó mirarle a los ojos.
—La Vigésima Octava nunca ha servido en la Galia ni en Germania —masculló el legionario moreno.
—No. —Romulus conocía lo suficiente la historia de su nueva unidad como para responder, aunque no tenía ni idea de adónde iría a parar aquella conversación—. Es verdad.
—Entonces ¿dónde coño has peleado contra un godo? —preguntó el otro enfadado.
Romulus lo observó como si fuera imbécil.
—En el
ludus.
El rostro del legionario grandullón era la viva imagen de la conmoción y la indignación.
—¿Qué has dicho?
Romulus miró a Petronius, que estaba igual de asombrado. Acabó por darse cuenta de lo que había dicho e hizo ademán de coger el
gladius
. No lo llevaba, pues todavía no se había vestido y el arma se encontraba encima de la ropa a unos pasos de distancia.
—¡No me lo puedo creer! —gruñó el soldado, alzando la espada ensangrentada—. ¿Un esclavo en la Vigésima Octava? Esto no puede quedar así, ¿a que no?
Los hombres profirieron gritos de indignación y se abalanzaron para coger a Romulus por los brazos. Estaba demasiado débil para resistirse y, cuando Petronius intentó intervenir, lo dejaron clavado en el suelo a base de golpes y patadas.
Romulus empezó a comprender el enorme peligro que encerraba la situación entre la confusión causada por el dolor.
Las siguientes palabras del legionario de pelo oscuro lo pusieron de manifiesto.
—Creo que tendríamos que rematar la jornada como es debido —exclamó—. No hay nada como presenciar una crucifixión con un odre de vino.
Después de tal declaración, se oyó una fuerte ovación.
Templo de Orcus, Roma
Sextus bramó de dolor cuando Scaevola retiró la hoja. Agarrado todavía a su propia arma, se desplomó en el suelo de cualquier manera. Fabiola gritó. La capa y la túnica de Sextus ya estaban empapadas de sangre, que formaba charcos en el suelo de mosaico que lo rodeaba, rellenando las diminutas juntas entre las piezas de colores. Aunque la herida no fuera mortal, Sextus moriría rápido por culpa de esa hemorragia. Sin embargo, ella tenía que defenderse. Fabiola desenvainó el
pugio
y apuntó con él
A fugitivarius
. Parecía un juguete.
—No te acerques más —dijo ella. Odiaba el temblor de su voz.
—¿Qué es eso, zorra? —preguntó Scaevola, acercándose a Sextus, quien debía limitarse a mirar—. He venido aquí a pedir tu vida y ¡fíjate! Orcus ha respondido a mis plegarias incluso antes de que salga de aquí. —Sonrió de oreja a oreja y mostró unos dientes marronáceos y afilados—. No se puede pedir más.
Fabiola no respondió. No tenía la habilidad suficiente para disuadir a un hombre poderoso como Scaevola con sólo un cuchillo. ¿Y cómo iba a dejar a Sextus solo? Retrocedió sintiéndose fatal. Si conseguía llegar al vestíbulo de entrada, puede que hubiera gente por ahí. Sacerdotes, sacerdotisas u otros feligreses. Alguien que pudiera ayudarles.
Scaevola, que intuyó qué tramaba, se abalanzó sobre ella dando tajadas con el
gladius.
—¿Por qué no echas a correr? Te daré incluso un poco de ventaja.
Su expresión lasciva hizo temblar de miedo a Fabiola de forma incontrolable. Independientemente de adónde fuera o de lo que hiciera, el
fugitivarius
siempre aparecía. Lo único que podía hacer era seguir retrocediendo. Frenética, miró por encima del hombro. Estaba por lo menos a veinte pasos de las grandes puertas que conducían al vestíbulo. Demasiado lejos. La desesperación se apoderó de ella. ¿En qué había estado pensando? Pedir ayuda a Orcus y acto seguido insultar a su sacerdotisa había sido una verdadera imprudencia. Seguro que aquello había sido obra de la deidad. En ese preciso instante, Scaevola intentó clavarle la espada en el diafragma. Fabiola se tiró de lado y evitó que la destripara por los pelos.
«He enojado a los dioses, y ahora moriré en este pasillo oscuro —pensó con apatía—. César nunca pagará por lo que hizo. Jamás volveré a ver a Romulus.» Este último pensamiento era el que más dolor le causaba, y se quedó paralizada. El
pugio
se le cayó de entre los dedos flojos y repiqueteó en el suelo.
Scaevola se le acercó con sigilo.
—Primero te destriparé y luego te llevaré al exterior —susurró—. ¿Cómo te gustaría que te follara mientras te estás muriendo, putita mía?
Fabiola lo miró fijamente, sus ojos convertidos en dos oscuros pozos de amargura. No podía imaginarse nada peor.
El
fugitivarius
retiró la hoja.
—Pongámonos manos a la obra con la primera parte.
—¡Alto! —chilló una voz tensa por la ira—. ¿Qué sacrilegio es éste?
Los dos se giraron y vieron a Sabina de pie junto al cuerpo boca abajo de Sextus. Tenía las manos manchadas con su sangre y una expresión indignada en el ancho rostro.
—Ha sido él —balbució Fabiola, señalando a Scaevola—. Nos ha atacado mientras caminábamos por el pasillo.
—He jurado que mataría a esta mujer —gruñó el
fugitivarius
—. He venido aquí a rezar por eso. Y mira… el mismo Orcus me la ha entregado. —Pronunciaba cada palabra como si quisiera demostrar su superioridad moral.
—¿Cómo te atreves a suponer que sabes lo que hace el dios? —gritó Sabina, soltando saliva por la boca—. Sólo sus sacerdotes o sacerdotisas pueden hablar en su nombre. En boca de cualquier otra persona es herejía.
Scaevola tragó saliva con inquietud.
Sabina lo señaló con un dedo acusador.
—Ya has derramado sangre dentro del templo, lo cual está prohibido. Tendrás que hacer una ofrenda excepcional a Orcus para que te perdone y, si este hombre muere —dijo, señalando a Sextus—, quedarás maldito con el peor destino imaginable. Para la eternidad.
El miró rápidamente a Fabiola con una expresión que, de nuevo, prometía violación y asesinato.
Lo único que podía hacer era intentar no orinarse encima.
—Lo mismo ocurrirá si la matas —susurró Sabina con voz amenazadora—. Piénsatelo bien.
Scaevola se estremeció a su pesar. Incluso los asesinos se dejaban dominar por la superstición.
Alertados por los gritos de Sabina, varios sacerdotes aparecieron en el pasillo procedentes del vestíbulo principal. Soltaron gritos ahogados de terror al ver a Scaevola amenazando a Fabiola con una espada ensangrentada.
—¡Id a buscar a los
lictores
para que detengan a este cerdo! —gritó Sabina—. Ha herido a un esclavo de gravedad y trata con violencia a esta devota.
Uno salió rápidamente lanzando miradas asustadas por encima del hombro. Los demás se quedaron pululando por ahí sin saber muy bien qué hacer. Dada su condición de sacerdote, ninguno iba armado ni estaban preparados para luchar contra un hombre como Scaevola.
De todos modos, bajó el
gladius
hasta apuntar al suelo.
—Tú ganas una vez más —le espetó a Fabiola con el rostro enrojecido por la furia—. La última. A partir de ahora, más vale que vigiles noche y día. Pasaremos un buen rato juntos antes de que te corte el cuello.
Fabiola recuperó parte de su coraje cuando se dio cuenta de que no iba a morir en ese momento.
—Lárgate —respondió con rotundidad—. Sabandija.
Furioso, el
fugitivarius
carraspeó y le escupió un gargajo de flema en la cara. Acto seguido, con la espada alzada en actitud amenazadora, se abrió paso a empujones por entre los sacerdotes que estaban mirando y salió por la puerta. Impresionados por su seguridad, ni siquiera intentaron detenerlo.