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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

Camino a Roma (18 page)

BOOK: Camino a Roma
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Fabiola se limpió el escupitajo con la manga y corrió junto a Sextus. Sabina ya le había rasgado la túnica para examinarle la herida. Seguía sangrando con profusión, pero eso no era lo peor. Fabiola se mordió el labio para evitar echarse a llorar. El
gladius
de Scaevola había entrado en el abdomen de Sextus por la derecha, justo por encima de la cadera. A juzgar por la profundidad de la herida, lo más probable era que la cuchilla afilada le hubiera hecho trizas los intestinos. Era una herida mortal y, al mirar a Sextus, Fabiola se dio cuenta de que él también lo sabía. La garganta se le cerró de dolor y le impidió articular palabra. Ella tenía la culpa de que su esclavo hubiera acabado así. Tenía que haber traído también a algunos legionarios, pensó con amargura.

—Lo siento, señora —musitó Sextus—. No le he visto venir.

—Cállate —dijo sollozando, porque se sentía incluso peor—. Era imposible imaginar que Scaevola estaría aquí. Ahora descansa. Mandaré llamar al mejor médico de Roma.

A pesar del dolor, Sextus sonrió, lo cual partió el corazón de Fabiola.

—Ahorraos el dinero, señora. Hasta Esculapio tendría problemas para curarme. —Empezó a tiritar al asimilar la trascendencia del momento. Al cabo de unos instantes, consiguió serenarse—. Tengo una petición que haceros.

Fabiola bajó la cabeza, incapaz de responder a su mirada de clara aceptación.

—¿De qué se trata? —susurró, aunque sabía la respuesta. Se lo había pedido el día de la primera emboscada de Scaevola, hacía una eternidad.

—Me basta con una tumba sencilla —repuso—. Pero, por favor, no dejéis mi cadáver en la colina Esquilina.

—Te lo juro —dijo Fabiola, agachándose para cogerle de la mano entre lágrimas—. También tendrás un buen funeral. El esclavo más leal de Roma no se merece menos.

—Gracias —musitó Sextus cerrando los ojos.

Fabiola lo tapó con su propia capa intentando controlar la vorágine de emociones que la embargaban. Su fiel criado estaba a punto de morir y Scaevola seguía en libertad. Si bien era posible que la amenaza de los
lictores
le hiciera intentar pasar desapercibido durante unos días, el cruel
fugitivarius
no iba a darse por vencido. Le bastaba con mirar a Sextus para saber que cada palabra de amenaza de Scaevola era cierta. A Fabiola se le puso la piel de gallina cuando dejó que su imaginación materializara esa idea. Le costó un gran esfuerzo quitarse esas imágenes horripilantes de la cabeza. «Todo eso podía haber sucedido aquí, en este pasillo, pero Orcus ha considerado oportuno enviar a una sacerdotisa para impedir que ocurriera.» En cierto sentido, aquello la consolaba.

—Te debo la vida —le dijo a Sabina—. Te estoy muy agradecida.

Recibió una sonrisa forzada a modo de respuesta.

—Lo que ha hecho es ultrajante. Yo habría actuado igual con cualquier otra persona.

La forma en que lo dijo hizo sentir a Fabiola insignificante e incómoda. Seguía sin tener ni idea del motivo por el que Sabina se comportaba así. De todas maneras, la gélida sacerdotisa era la menor de sus preocupaciones en esos momentos.

—Si eres tan amable de pedir a mi
domus
que envíen una litera —pidió Fabiola enérgicamente—, podré llevarme a mi esclavo de aquí.

Sabina hizo un gesto hacia uno de los sacerdotes, que acudió presto a su llamada.

—Dile adónde tiene que ir —dijo—. Tengo que preparar la ceremonia para maldecir a la vil criatura que te ha atacado. ¿Cómo se llama?

—Scaevola —respondió Fabiola. Se le puso la piel de gallina al imaginar lo que la joven sacerdotisa podía llegar a pedirle a Orcus—. Entre otras cosas,
es fugitivarius.

—Ya veo. —A Sabina eso no pareció sorprenderle. Se volvió para marcharse, pero se paró—. ¿Y mi madre? ¿Cuándo vendrá de visita?

—Mañana —le aseguró Fabiola.

Sabina esbozó una pequeña sonrisa de satisfacción.

Resultó ser que Docilosa no pudo visitar el templo al día siguiente.

Acompañada de veinte legionarios, Fabiola llegó a casa de Brutus con Sextus, inconsciente y tumbado a su lado en la litera. En cuanto lo acomodó en un dormitorio al lado del de ella y encargó a varios esclavos que cuidaran de su compañero, fue a buscar a Docilosa. Fabiola se la encontró en la cama, con las mejillas enrojecidas por culpa de la fiebre. Su criada apenas la reconoció y Fabiola decidió no mencionar a Sabina. El momento propicio sería cuando Docilosa se recuperara y entonces podría ir inmediatamente a visitar a la hija que no veía desde hacía tanto tiempo.

Cuando Brutus regresó se sintió conmocionado y enfurecido al enterarse de lo ocurrido. Como temía su reacción, Fabiola no mencionó que el
fugitivarius
era quien había herido a Sextus. Fabiola quería desahogarse y contarle los problemas que Scaevola le causaba, pero temía que Brutus le prohibiera hacerse cargo del burdel. Entonces no tendría la posibilidad de seguir adelante con sus planes. En algún momento tendría que mencionar al
fugitivarius
, pero también tendría que suavizar la amenaza que suponía. Así pues, le dijo a Brutus que su agresor había sido un lunático peligroso a quien algunos acólitos habían reducido enseguida. Como de costumbre, él se creyó lo que le contó.

Brutus se sorprendió todavía más cuando Fabiola le soltó lo de la compra del Lupanar; pero, suavizado con uno de sus expertos masajes de cuerpo entero, no tardó en aceptarlo. El hecho de que Fabiola le explicara que las prostitutas podían sonsacar información a los clientes con sus zalamerías, a fin de descubrir quiénes seguían simpatizando con la causa republicana, lo satisfizo inmensamente.

—Desde Farsalia, César ha acogido a demasiados lameculos en su seno —se quejó Brutus—. No me fío ni de uno solo de ellos.

«Ésos son precisamente el tipo de hombres que yo quiero», pensó Fabiola. Por supuesto, no confesó nada. Ya había plantado la semilla de la duda en la mente de Brutus y, con el tiempo, lo llevaría a su terreno.

Había llegado el momento de mencionar la implicación de Scaevola con el otro prostíbulo. Brutus quedó horrorizado al oír que el
fugitivarius
había vuelto a las andadas.

—Haré que unas cuantas escuadras de soldados liquiden a ese cabrón —bramó.

Como era de esperar, se tranquilizó cuando Fabiola le contó que Scaevola era uno de los hombres de Marco Antonio.

—Maldita sea —dijo, frotándose los ojos cansados—. Al gilipollas de Antonio no le haría ninguna gracia que mis legionarios mataran a uno de sus secuaces. Lo siento, amor mío. Tendremos que buscar otra manera.

Fabiola ya se esperaba aquella respuesta. Le producía una rabia inmensa, pero ya se le ocurriría el método de deshacerse de Scaevola y sus amenazas en algún otro momento. Si es que seguía viva el tiempo suficiente. Fabiola había presentido que Brutus no iba a querer que los legionarios montaran guardia fuera de un prostíbulo, y no se había equivocado; sin embargo, le dio permiso para contratar a tantos guardas como quisiera.

—De todos modos, no quiero que pases mucho tiempo en el Lupanar. Aquí es más seguro —dijo, con el ceño fruncido—. Los matones callejeros no son como mis soldados de instrucción. —Fabiola dio un beso largo y profundo a su amante y, mintiendo entre dientes, le aseguró que haría lo que él le decía.

Tras una breve visita a Sextus, Brutus se retiró y dejó a Fabiola rumiando al lado del esclavo moribundo bajo el destello parpadeante de una lámpara de aceite.

Le había administrado mucho
papaverum
, por lo que permanecía inconsciente la mayor parte del tiempo. Su rostro había adoptado el color gris cerúleo de quienes están a punto de morir y, las escasas ocasiones en que abría los ojos desenfocados, a Fabiola le parecía que no veía gran cosa. Al menos no sentía el dolor, así que no podía hacer nada más. Mientras le sujetaba la mano encallecida por primera vez en su vida, Fabiola reflexionó sobre la situación. Le parecía más peligrosa que nunca.

Aventurarse por el camino más peligroso sin que Brutus estuviera totalmente de su lado le parecía una verdadera locura. Tenía razón al decir que los guardas a sueldo no eran de la misma clase ni tan fiables como los legionarios. Los únicos hombres en quienes Fabiola podía confiar ciegamente eran Benignus y Vettius. Teniendo en cuenta que Scaevola tenía por lo menos a doce matones a su servicio, resultaba un enemigo letalmente peligroso. Convertir el Lupanar en un lugar inexpugnable era prácticamente imposible, lo cual implicaba que ahí su vida correría peligro de forma constante. Fabiola apretó los dientes. Su negativa original a olvidarse de la compra del burdel no iba a cambiar. César había violado a su madre y había intentado lo mismo con ella. ¿De qué otro modo podía reclutar a nobles para que lo mataran si no era en el Lupanar?

Sextus murió por la noche: su vida se apagó mientras Fabiola dormitaba. Cuando abrió los ojos a la fría luz del amanecer y vio su silueta inmóvil, sintió un fuerte sentimiento de culpa por no haber estado despierta en el momento de su muerte. No obstante, reflexionó con ironía, Sextus había muerto igual que había vivido: con la mayor modestia posible. De todos modos, Fabiola notaba un vacío en su corazón ahora que había muerto. Desde el día aciago en que habían luchado codo con codo para sobrevivir, el esclavo tuerto había sido un sostén para ella. En las semanas venideras, Fabiola echaría muchísimo de menos su habilidad con la espada. Cuando recordaba la expresión maléfica de Scaevola al atacarlos en el templo, volvía a sentir mucho miedo. ¿Había sido buena idea comprar el Lupanar?

Fabiola bajó la mirada hacia el cadáver de Sextus.

Rendirse entonces quizá supusiera gozar de seguridad, pero entonces Scaevola habría ganado. Además, la muerte de su fiel esclavo habría sido en vano.

—Vengaré tu muerte, Sextus —susurró—. A cualquier precio.

En cuanto se iniciaron los preparativos para el entierro de Sextus, Fabiola se dispuso a oficializar la compra del Lupanar. Acompañada de una escuadra de legionarios, hizo primero una visita rápida a las
basilicae
, los mercados cubiertos del Foro. Entre los prestamistas, escribanos y adivinos, encontró a un abogado corpulento que Brutus le había recomendado. Fabiola se quedó encantada cuando se enteró de que el contrato de compraventa que había redactado Jovina era legalmente vinculante. Después de que un escriba de pelo grasiento escribiera dos copias notariales, una para cada una de ellas, Fabiola depositó el original en un banco cercano.

En aquel establecimiento lujoso, repleto de fuentes, estatuas griegas y urnas, también entregó el pergamino que Brutus le había regalado. Le otorgaba un crédito de 175.000
denarii
. Al cajero se le pusieron los ojos como platos cuando leyó la cantidad. Tamaña fortuna, ¿a una mujer? Por supuesto no se atrevió a decir nada y fue a consultar a un superior si el sello de Brutus era auténtico antes de redactar en silencio el documento que aquella joven bella y segura de sí misma solicitaba.

Cuando estuvo terminado, Fabiola echó una ojeada al texto de letras apretadas. Estaba extendido a nombre de Jovina por setenta y cinco mil
denarii
, la mitad del dinero que había acordado pagar a la vieja arpía. Ya de por sí sola era una inmensa fortuna, una cantidad que hacía unos pocos años ni siquiera habría sido capaz de asimilar. Sin embargo, no era más que una parte del dinero que Brutus le había dado sin ningún reparo. Incluso le había ofrecido más; pero, deseosa de demostrarle que no era avariciosa, Fabiola lo había rechazado. Con aquello tenía más que suficiente para contratar los servicios de gladiadores, matones callejeros, miembros de la
collegia
y quienquiera que Benignus y Vettius pudieran reunir para defender el Lupanar.

—También necesito dinero en efectivo —dijo al cajero.

—¿Cuánto, señora? —preguntó.

—Con veinte mil
denarii
debería bastarme —respondió Fabiola, pues consideró que era preferible reducir al máximo las visitas al establecimiento. Los legionarios fornidos del exterior no siempre la acompañarían y el sitio estaba bastante lejos del Lupanar. Quizá no pudiera ir hasta allí a menudo.

El cajero parpadeó. En aquel local respetable, era más habitual que los clientes emplearan vales de compra como el que acababa de emitir.

—Si a la señora no le importa esperar —dijo—. Tardaré un rato en contar tanto dinero.

—Vendré a recogerlo dentro de una hora —respondió Fabiola. Estando tan cerca del templo de Júpiter en la colina Capitolina, se veía obligada a hacerle una visita rápida. Necesitaba más ayuda que nunca, y el dios más importante de Roma la había ayudado con anterioridad en muchas otras ocasiones. Mitra también. Después de su mala suerte con Orcus, tal vez pudiera renovar su lealtad a esas dos deidades.

Fabiola no tenía ni idea de si las peticiones que había realizado al dios del submundo eran nulas por lo que había sucedido. Tampoco tenía agallas para volver a su santuario y averiguarlo. Le costaba no pensar que su visita al lugar había sido un craso error. «¡Para ya! —se regañó a sí misma Fabiola—. Ahí has conocido a Sabina. Docilosa estará encantada cuando se entere. —Volvió a remorderle la conciencia—. Sextus está muerto, y es culpa mía.»

Fabiola no tenía respuesta para eso.

Los dos días siguientes transcurrieron en un torbellino de actividad y Docilosa seguía teniendo la fiebre alta, por lo que obvió la necesidad de hablarle de su hija. Como quería evitar cualquier problema con Sabina, Fabiola se encargó de enviar una nota explicativa al templo de Orcus. Esperaba que bastara. A pesar del dispendio que supuso, Sextus fue enterrado en una pequeña parcela de la Vía Apia y en la cabecera de la tumba colocaron una lápida de piedra tallada con la inscripción: «Sextus: corazón valiente y esclavo fiel.» Fabiola no asistió al sepelio; tenía un montón de asuntos entre manos. Scaevola seguía actuando con discreción para evitar a los
lictores
, pero ¿quién sabía cuánto tiempo iba a durar esa situación? Tenía que aprovechar al máximo el margen de maniobra que aquello le otorgaba. Fabiola intentó sepultar el profundo sentimiento de culpa que sentía por perderse el funeral de Sextus con la excusa de la miríada de cosas que tenía por hacer. Pero no funcionó.

Se había dado cuenta rápidamente de que lo que había deteriorado el negocio del burdel no era sólo la competencia. El local estaba desvencijado y cochambroso, había grietas en el yeso y la humedad corría por las paredes de muchas habitaciones. Había que sustituir la ropa de cama sucia y gastada, el suelo estaba lleno de polvo y a Fabiola se le revolvió el estómago cuando vio las termas. Había sido su estancia preferida, pero ahora se había formado moho en las pequeñas juntas que había entre las baldosas y era obvio que hacía meses que no cambiaban aquella agua verdusca. Las chicas que quedaban ni siquiera eran atractivas. Viejas, ajadas, enfermas o sencillamente desaliñadas, apenas habían advertido la llegada de Fabiola hasta que Benignus les había anunciado quién era. Tras unas breves palabras de ánimo con las que les explicó cómo iban a cambiar las cosas exactamente, Fabiola las dejó para que asimilaran sus órdenes. La mitad de ellas serían vendidas como esclavas para la cocina. El resto de las prostitutas mejorarían el servicio que prestaban o correrían la misma suerte. Era duro, pero Fabiola no veía otra forma de hacerlo. Tampoco tenía sentido preocuparse por el estado precario del prostíbulo. Lo mejor era cerrar durante una semana y reformarlo de arriba abajo. Luego, después de contratar a unos cuantos matones, necesitaría una cuadrilla de las mujeres más bellas disponibles en el mercado de esclavos.

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