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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

Camino a Roma (43 page)

BOOK: Camino a Roma
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Como siempre, pensaba en Tarquinius con cierta suspicacia. ¿Podía ser que supiera de la capacidad de Brennus para vencer a un elefante? Romulus no estaba seguro. Siempre que él y Tarquinius habían hablado del tema, no había tenido la impresión de que el arúspice ocultara información. Tampoco es que eso significara algo en concreto. Tarquinius era un maestro de la ocultación.

«¡Basta!», pensó Romulus. El arúspice podía ser cualquier cosa menos malvado. La expresión de su rostro en Alejandría había convencido a Romulus de que, en realidad, no sabía cómo iba a afectar a otros el hecho de que él matara a Rufus Caelius. Teniendo en cuenta que él consideraba que cada hombre debía decidir su propio destino, no habría sido propio de Tarquinius impedir que Brennus se enfrentara a su muerte. Si bien el sentimiento de culpa de Romulus se mantenía firme, opinaba lo mismo sobre el destino.

—¡Ostia a la vista! —gritó el vigía.

Romulus dejó de lado las preocupaciones momentáneamente.

Estaba llegando a casa.

Fabiola lanzó una mirada iracunda a la gallina muerta que tenía delante. Le habían cortado el cuello y las entrañas estaban dispuestas en el suelo para ser inspeccionadas.

—Dímelo otra vez —pidió.

—Por supuesto, señora —dijo el adivino. La nuez se le movía inquieta arriba y abajo en el cuello esquelético. Cargado de espaldas con una sotana mugrienta, el adivino llevaba también el típico sombrero de cuero con el pico romo. De la mano derecha le colgaba un cuchillo corto con la hoja ensangrentada y con manchas de herrumbre. Señalando con él, repitió su profecía:

—Pronto encontraréis marido. Un hombre fornido de pelo castaño. ¿Un soldado, quizá? —El adivino miró de reojo a Fabiola para ver cómo reaccionaba—. O quizá sea un noble. —Sonrió y dejó al descubierto la dentadura cariada.

—¡Mentiroso! —espetó Fabiola—. Antonio nunca se casará conmigo. ¿Por quién me tomas… por uno de tus bobos ingenuos?

Asombrado, el adivino se entretuvo con los intestinos de la gallina, hurgando con el dedo sucio aquí y allá para hallar la sabiduría. Se trataba de una consulta que deseaba haber terminado ya, pero no acabaría hasta encontrar algo convincente.

Hinchando las aletas de la nariz, Fabiola estaba sentada tamborileando con los dedos el brazo de su asiento. Se encontraban solos en el patio del Lupanar. Varios clientes del burdel le habían recomendado a aquel idiota y lo había hecho ir allí para evitar que la vieran solicitando una adivinación en público. El motivo era sencillo e inequívoco. Su vida había dado un vuelco desde la noche de la muerte de Docilosa y se debía a una sola persona. El mero hecho de pensar en Marco Antonio aterrorizaba a Fabiola. ¿Por qué se había liado con él? Las visitas que hacía regularmente al Mitreo y al templo de Júpiter no servían de nada; y como seguía estando sumamente avergonzada por lo que le había pasado a Docilosa, no se atrevía a ir al santuario de Orcus por temor a ver a Sabina. Caprichosos como siempre, los dioses se habían desembarazado de ella. Tal vez para siempre, pensó Fabiola, con la profunda amargura que le recorría el cuerpo.

Frunció el ceño. La reacción de Brutus ante su aventura la hería incluso entonces. «La que ha sido puta, lo sigue siendo», había dicho. Sin embargo, el objetivo de Fabiola no había cambiado. Menos la muerte, nada eliminaría su deseo de matar a César, aunque la separación de su amante había arruinado sus mejores posibilidades de reclutar conspiradores. Los clientes dispuestos a proclamar su odio hacia el dictador brillaban por su ausencia. A pesar de la benevolencia de César para con sus enemigos del pasado, el temor a represalias era demasiado grande en la mente de los hombres. «Así pues, aquí estoy —pensó Fabiola enfadada—, esperando que un timador me llene la cabeza de falsas promesas, cuando lo que realmente necesito es volver a gozar del favor de Brutus. O un nuevo amante poderoso que odie a César. ¡Como si este estafador fuera a decirme cómo conseguirlo!»

—¿Y bien? —espetó.

El hombre alzó la mirada con el rostro contraído por el nerviosismo. Se había informado sobre Fabiola antes de ir al burdel, estaba al corriente de su aventura con Antonio y de la ruptura con Brutus. Si no quería lo más obvio que deseaban todas las mujeres en su situación —casarse con Antonio—, ¿qué quería?

—Un antiguo amante que vuelve con vos —dijo, haciendo una conjetura desesperada.

Fabiola levantó la cabeza de inmediato y lo miró con expresión glacial.

—Continúa —le instó con dureza.

Satisfecho por ese pequeño adelanto, el adivino decidió echarle poesía al asunto.

—En cuanto os reconciliéis, todo volverá a ser como antes. Tu amante gozará incluso de más estima por parte de César, y tendréis el futuro asegurado para siempre. Veo niños…

—¡Para! —gritó Fabiola—. ¿Te piensas que prometiéndome todo lo que crees que quiero me quedaré contenta?

—Señora, yo… —empezó a decir.

—Charlatán. —La voz de Fabiola rezumaba desprecio—. ¡Lárgate!

Haciendo una reverencia y arrastrándose, el adivino recogió en una bolsa de cuero sucia la gallina sacrificada. Le serviría de cena esa noche. Cuando hubo terminado, se atrevió a mirar a Fabiola.

—¿Y mi dinero?

Fabiola se echó a reír.

—Benignus —llamó.

El imponente portero apareció de inmediato desde su puesto justo detrás de la puerta de entrada a la casa. Como siempre, llevaba el garrote con tachones metálicos en una mano. También tenía un puñal sujeto al cinturón de cuero como si nada.

—¿Deseáis algo, señora?

Al adivino se le hincharon los ojos de miedo, pero no se movió. Benignus le bloqueaba el paso.

—Echa a este imbécil.

Benignus se le acercó arrastrando los pies y sujetó al hombre con fuerza por el brazo.

—Ven conmigo y no te haré daño —gruñó—. Tú mismo.

El adivino asintió. Si protestaba, acabaría con los huesos rotos o peor. Manso como un corderito, desapareció con Benignus.

Fabiola, pensativa, observó las manchas de sangre que habían quedado en las losas. Estaba claro que la profecía era falsa, pero de todos modos le había disgustado. No quería reconciliarse con Brutus si no podía convertirlo a su causa. Nada de familia feliz, a no ser que César pagara por su crimen. Tenía que vengar a su madre.

Se quedó sentada sin moverse un buen rato. Las sombras fueron alargándose en el patio a medida que el sol descendía. La temperatura empezó a bajar y al final Fabiola estaba tiritando. La autocompasión no iba a servirle de nada. Tal vez el adivino tuviera razón en parte. Si dejaba de verse con Antonio, quizá Brutus volviera con ella. En el cansado corazón de Fabiola se encendió una chispa de esperanza, pero la garganta se le cerraba de miedo al pensar en lo que el jefe de Caballería sería capaz de hacer si lo desdeñaba. De todos modos, se armó de valor. Si las cosas seguían así, no valía la pena vivir. No podía decirse que no supiera lo que era vivir bajo la amenaza constante de la muerte, y hubiera sobrevivido para contarlo.

Se sintió un poco más animada.

Iría a uno de los desfiles triunfales de César y buscaría a Brutus. En un lugar público no podría evitarla y, suplicándole, quizá consiguiera que se reconciliaran. Antonio estaría presente, aunque podría evitarlo con la ayuda de los dioses. Al menos, temporalmente. Fabiola no se permitió más cavilaciones al respecto.

Había llegado el momento de pensar en cosas alegres. Tal vez encontraría en el desfile a un soldado que conociera a Romulus. Era una fantasía que le resultaba agradable y Fabiola se consolaba con ella.

Tarquinius vio cómo echaban al adivino del burdel. Salió disparado por la puerta hecho un manojo de extremidades y fue a parar a la tierra compacta con un golpetazo que hizo que le crujieran los huesos.

Uno de los imponentes porteros salió detrás de él con una sonrisa en los labios.

—No vuelvas por aquí —le advirtió.

El augur de pelo lacio recogió la bolsa de cuero rozada y se marchó correteando.

Tarquinius hizo una mueca y se sintió como un farsante. La visita a la montaña no había resultado tan provechosa como había esperado. De todos modos, había valido la pena. Trasladar los huesos de sus padres a una tumba acorde con unos etruscos de pura cepa le había resultado conmovedor, pero satisfactorio, y pasar un día junto al túmulo de Olenus había aliviado ligeramente el dolor que se había reavivado en su interior. Si bien su viejo mentor había muerto de forma violenta, se había enfrentado a la muerte con los ojos bien abiertos, decisión que había dolido a Tarquinius, pero que tuvo que respetar. En la cueva, se había quedado consternado al encontrar el increíble carro de batalla hecho pedazos, probablemente obra de los legionarios que habían acompañado a Caelius. Las pinturas inspiradas en la vida etrusca también estaban desfiguradas, con la excepción de las que representaban a Caronte. Hasta los romanos respetaban al demonio del submundo. De todos modos, los daños causados a propósito recordaron a Tarquinius la irrevocabilidad de la caída en el olvido de Etruria. La civilización de su pueblo había desaparecido para siempre, lo cual acrecentaba su sensación de soledad. Anhelaba volver a ver a Romulus, y eso le hacía pensar en el objetivo de su visita.

El arúspice había desenterrado el hígado de bronce y lo había transportado hasta la montaña con la esperanza de que lo ayudara en la adivinación. Sin embargo, se había llevado una decepción. Ni las entrañas ni el hígado del cordero regordete que había cazado durante el ascenso le revelaron nada. Tarquinius había acabado perdiendo el control, cosa poco habitual en él, y había despotricado hacia el cielo nublado y los pocos buitres que volaban. Por supuesto, el estallido de rabia no había conseguido nada aparte de hacerle sentir como un idiota. Hasta que no se tranquilizó, no le quedó clara la única revelación del ascenso.

El arúspice vio una imagen clara de él mismo en Roma y de César de pie en solitario. Unas amenazadoras nubes de tormenta se cernían sobre sus cabezas. Luego había visto a Romulus y a Fabiola. Sus sospechas acerca de quién era su progenitor se habían confirmado. Ninguno de los dos parecía muy contento, lo cual preocupaba a Tarquinius. ¿Corrían ambos peligro? ¿Por César? ¿Por qué? Enseguida se había dado cuenta de que necesitaba quedarse en la capital. Primero se tomó la molestia de volver a enterrar el hígado al lado del
gladius
ornamentado de Tarquino y luego se despidió de Caecilius y del latifundio. El trozo de bronce era demasiado voluminoso para llevarlo encima y la espada llamaría demasiado la atención. «Qué sería capaz de hacer un hombre como César por poseer tal arma», pensó con amargura. Tal vez en el futuro Tarquinius le revelara a alguien su ubicación. Eso esperaba. Rumbo al sur, se dio cuenta de que aquélla había sido la última visita a su hogar.

Al llegar a Roma, el arúspice había regresado inmediatamente al Lupanar para ver si se había producido algún cambio. El hecho de ver la salida precipitada del adivino el primer día por la mañana le resultó más provechoso de lo que esperaba. Fabiola buscaba orientación de algún tipo y no sólo las tonterías habituales que soltaban esos estafadores. Cuando cayó en la cuenta de las implicaciones que aquello tenía, Tarquinius se levantó. Estuvo a punto de no acordarse de hacerse el bobalicón cuando siguió al charlatán. Una palabra tranquilizadora al oído del hombre y una o dos monedas le revelarían la información sobre la hermana de Romulus que tanto necesitaba.

Si los dioses no le ayudaban, se ayudaría él solo.

El primer desfile triunfal de César fue para celebrar la conquista de la Galia. Aunque Romulus y la Vigésima Octava no habían participado en esa campaña, formaban parte de su guardia de honor y por eso tenían que acompañarlo de todos modos. Los preparativos para las cuatro marchas triunfales se prolongaron varias semanas a partir de su llegada a Roma. Cada día al amanecer, los setenta y dos
lictores
y cientos de legionarios de distintas legiones se reunían en el Campus Martius, la gran explanada situada al noroeste de la ciudad. Allí, un maestro de ceremonias excesivamente diligente les hacía ensayar durante varias horas. Los soldados rezongaban, pero obedecían. César quería que los actos salieran bien y tampoco es que estuvieran poniendo sus vidas en peligro.

Como ocurría con sus compañeros, a Romulus no se le permitía salir del campamento situado en las afueras de la ciudad, salvo para algún asunto oficial. Eso impedía que pudiera escabullirse para buscar a Fabiola o a Gemellus. En parte, se alegraba. ¿Por dónde iba a empezar? Roma tenía casi un millón de habitantes. Además, ¿quién sabía si Fabiola aún vivía allí? Si Gemellus se había arruinado, quizás ya no viviera en la casa en la que Romulus se había criado. Le resultaba extraño sentirse tan impotente ahora que su sueño de regresar a casa se había hecho realidad. El sentimiento de culpa por lo que le había sucedido a Brennus se había aligerado en cierto modo, lo cual era de agradecer. No resultaba agradable reconvenirse todos los días mentalmente.

El ambiente frenético de la ciudad también le permitía entretenerse con otras cosas. Romulus y sus compañeros eran recibidos como héroes dondequiera que fueran. Los niños corrían a su lado suplicándoles que les dejaran coger los
gladii
o los escudos. Las amas de casa agradecidas les ofrecían fruta, pan y vino mientras los ancianos de ambos sexos les colmaban de bendiciones. Romulus nunca había experimentado nada parecido. Como esclavo que se había criado en Roma, había resultado prácticamente invisible para la mayoría de las personas, una criatura a la que dar órdenes o apartar bruscamente del camino. Ahora era un héroe conquistador y le complacía sobremanera. Romulus pasó por alto las punzadas de incomodidad que le producía su actitud. Tras años de penurias y peligros, pensaba disfrutar al máximo de la situación.

Decenas de miles de labriegos habían acudido a Roma en tropel para ver las marchas triunfales, y se alojaban en tiendas colocadas en cualquier espacio abierto disponible. La magnanimidad de César no conocía límites y cada dos días celebraba banquetes abiertos a todo el mundo. Se disponían miles de mesas en los
fora
, que crujían bajo el peso del vino y las exquisiteces. Cada día el público tenía la posibilidad de elegir entre ver competiciones atléticas o deportivas, carreras de cuadrigas o luchas en el anfiteatro de Pompeyo. Cientos de leones participarían en las cacerías de animales a gran escala. Incluso se hablaba de una batalla naval que tendría lugar en un lago alimentado por el río Tíber e inundado expresamente. No era de extrañar que Romulus albergara sentimientos encontrados sobre las luchas de gladiadores. Por un lado, sentía verdadera animadversión por los
lanistae
que enviaban a los hombres a morir y por las masas que pedían la sangre de los luchadores. Por el otro, recordaba con cierta nostalgia la camaradería con Brennus en el
ludus
y las increíbles luchas a las que había sobrevivido en la arena. Además, había una complicación añadida. Cuando le llegara el momento de dejar el ejército, tendría que ganarse la vida y él sólo sabía ser gladiador. Eso y soldado. Le dolía la cabeza de tanto pensar, así que decidió olvidarse de sus preocupaciones por un día, incluido su interés por encontrar a Fabiola.

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