Romulus recordaría el primer desfile triunfal hasta el día de su muerte. La procesión se reunió en el Campus Martius a primera hora de la mañana. Precedido por sus
lictores
—veinticuatro por cada uno de sus mandatos como dictador—, César apareció en una majestuosa cuadriga tirada por un cuarteto de caballos. Vestía una toga blanca reluciente con el ribete púrpura y llevaba el rostro pintado con el rojo de la victoria, además de ir tocado con una corona de laurel que sostenía un esclavo. Era la viva imagen de un general conquistador. Romulus se quedó ronco de tanto gritar con sus compañeros hasta que intervino el meticuloso maestro de ceremonias.
Bajo la mirada aprobatoria de César, la orgullosa guardia de honor desfiló en primer lugar. Los cascos, cota de malla y tachones de sus escudos brillaban como el oro. A continuación iban los veteranos de la campaña de César en la Galia, hombres que habían marchado con él desde los Alpes hasta el mar del norte, librando cientos de batallas en circunstancias adversas. Eran la flor y nata de su ejército, una selección de soldados de la Quinta, Décima, Décima Tercera y Décima Cuarta legión, entre otros, que querían a César como a un padre y que le seguirían al Hades si se lo pidiera.
Luego iban los prisioneros de la campaña, diez veintenas de galos elegidos entre los cientos de miles capturados por los hombres de César. Vercingetórix, el valiente jefe de clan que había liderado la defensa de su tierra, iba en cabeza con unas gruesas esposas en las muñecas y los tobillos. Tras seis años en cautividad, era una sombra de lo que había sido, un miserable de pelo enmarañado y barba cuyos ojos vacíos dejaban bien claro lo mucho que había sufrido. Después de los prisioneros circulaban los carros con el botín de la Galia. Contenían espadas, hachas y escudos de las tribus derrotadas, así como oro, plata y otros objetos de gran valor. Había también más carros que mostraban pinturas enmarcadas de las hazañas de César y carteles con las increíbles estadísticas de la guerra inscritas: el número de enemigos muertos, las batallas ganadas, el tamaño del territorio conquistado por Roma.
César, que disfrutaba de los elogios enfervorizados de la muchedumbre, cabalgaba al final.
Todo ello constituía un espectáculo asombroso.
Sin embargo, no todo salió a pedir de boca. Poco después de que César entrara en la ciudad, se le rompió un eje de la cuadriga, lo cual provocó los gritos supersticiosos del gentío de espectadores. César mantuvo la calma, fue lanzando abultados monederos a diestro y siniestro y pidió un vehículo de repuesto. Romulus y sus compañeros se habían reído al enterarse de la facilidad con que la muchedumbre se había distraído con aquel mal augurio. Sus preocupaciones se disiparon ante la humildad de César al final de la marcha triunfal que, como de costumbre, llevaba al general victorioso al templo de Júpiter, situado en la colina Capitolina. Para evitar la mala suerte, César había ascendido las escaleras del santuario de rodillas, mientras los gritos de entusiasmo de sus soldados le resonaban en los oídos. En cuanto hubo realizado sus oraciones, varios senadores importantes y nobles de alto rango se habían presentado para colmar a César de elogios como reconocimiento por la impresionante hazaña de conquistar la Galia. Por último, como ofrenda al dios oficial de la República, Vercingetórix había sido estrangulado siguiendo el ritual.
Movida por la sed de sangre, la muchedumbre enloqueció.
A Romulus se le revolvió el estómago al verlo. Él era de la opinión que un guerrero merecía una muerte mejor que la que había tenido Vercingetórix. Era incapaz de quitarse de la cabeza los ojos saltones de terror del jefe de clan o su rostro púrpura y lengua hinchada. En un intento por olvidarse de las horripilantes imágenes, aquella noche Romulus pilló la mayor borrachera de su vida. Él, Sabinus y los demás miembros de la guardia de honor aprovecharon al máximo la generosidad de César y se apropiaron de una esquina del Foro Olitorio. Allí les aguardaba una veintena de mesas llenas de pan, carne, aceitunas y bebida suficiente para saciar a ochenta hombres durante una noche entera. Aunque el vino estaba aguado al estilo romano, bebiendo el suficiente era posible emborracharse. Los legionarios, por fin capaces de rendirse al alivio que suponía estar de vuelta en Italia sanos y salvos, se desmelenaron y se pusieron a comer el asado arrancando la carne con los dientes y trasegando directamente de las jarras de cerámica. Romulus hizo lo mismo.
Lo que tenían a su alcance no era sólo comida y bebida. Las mujeres de la ciudad se cernieron sobre los hombres de César como las Furias, entregándoles su cuerpo libremente y sin tener que insistir. Nada resultaba excesivo para los soldados que habían obtenido parte de la gloria de Roma. En la confusión propia de la embriaguez, Romulus se había llevado a una hermosa joven de su edad a un callejón y había fornicado con ella con un frenesí que lo había dejado empapado de sudor. La mayoría de sus compañeros no habían sido tan discretos, y se habían follado a las mujeres encima de la mesa ante los alaridos de ánimo de los demás. La juerga se prolongó buena parte de la noche hasta que los legionarios cayeron rendidos para dormir la mona entre la maraña de copas rotas, vino derramado y restos de comida.
A la mañana siguiente todos los componentes de la guardia de honor tenían un dolor de cabeza atroz. El centurión al mando, un veterano gruñón de la Décima, los dejó tranquilos. En tales ocasiones, la estricta disciplina del ejército se relajaba ligeramente. Además los hombres tendrían un día de descanso antes de ser requeridos de nuevo para la siguiente marcha triunfal. Romulus agradeció el respiro que aquello le otorgaba. Con ojos de sueño y mareado, apenas era capaz de retener poco más que un sorbo de agua. Había perdido la cuenta de la cantidad de veces que había vomitado y se dejó caer en un banco, maldiciendo con amargura la cantidad de vino que había engullido la noche anterior.
—¡Alegra esa cara! —Igual de resacoso, Sabinus le dio una palmada en el hombro.
—¿Por qué? —gruñó Romulus.
—¡Sólo nos faltan tres más! Piensa en la comida y el vino que nos darán. Y no habrá que pelearse por ello.
Romulus hizo una mueca y deseó que las celebraciones hubieran terminado.
—¡También habrá mujeres con las que fornicar! —Sabinus le dio un buen porrazo—. Anoche te vi escabulléndote con una belleza.
En la mente turbia de Romulus apareció una imagen de su encuentro con la chica morena y sonrió de oreja a oreja. Los muchos años de guerra le habían dejado muy poco tiempo para el sexo, aparte de la violación, algo que odiaba por lo que le había sucedido a su madre. Ante tal escasez, la libido de Romulus era como una especie de bestia encadenada y encolerizada. Tal vez hubiera más mujeres predispuestas en días venideros. Aquella perspectiva sí que lo animaba. Romulus alzó la cabeza e intentó olvidarse de lo que le dolía.
—¿Queda vino?
Sabinus estaba que no cabía en sí de gozo.
—¡Así me gusta! No hay nada como un poco de alcohol para quitarse la resaca.
Tres días después al amanecer, Fabiola se hizo acompañar de Benignus y de otros cinco guardaespaldas y se encaminó a la colina Capitolina. Como había esperado, no había ni rastro de Scaveola y sus hombres. No solían aparecer cerca del Lupanar hasta el mediodía, la hora a la que empezaban a llegar los clientes. Mezclándose entre la muchedumbre que ya se había congregado por allí, se sintió segura por el anonimato que le confería la situación. El
fugitivarius
ni siquiera sabía que había salido del burdel. Regresar sería otra cosa, pero siempre podían esperar a que oscureciera. El peligro que aquello pudiera suponer era menos importante que el deseo de Fabiola de volver a ver a Brutus y recuperar sus favores.
No había asistido a la primera marcha triunfal de César, la que celebraba sus victorias en la Galia, a propósito. Brutus había desempeñado un papel importante en muchas de aquellas batallas, por lo que seguramente había formado parte de la procesión y, por lo tanto, no habría podido hablar con ella, aunque hubiera querido. Fabiola eligió el siguiente desfile, que conmemoraba la decisiva victoria de César contra Ptolomeo, el adolescente rey egipcio. Fabiola había presenciado parte de la misma, pues había llegado a Alejandría justo después de que los cortesanos del rey ordenaran matar a Pompeyo. Sus esfuerzos por granjearse los favores de César habían fracasado estrepitosamente, ya que enseguida se hizo con el poder. Su fanfarronería había estado a punto de costarle muy cara y César había vuelto a alzarse con la victoria. Por mucho que lo despreciara, Fabiola tenía que reconocer que su hazaña había sido poco menos que increíble. Había visto la presión a la que estaban sometidas sus tropas en el puerto de Alejandría. «Júpiter, haz que Romulus siga vivo», rezó, al recordar las historias sangrientas que habían llegado a Roma poco después de su regreso. Aquella noche habían muerto setecientos legionarios, y era muy posible que su hermano se contara entre ellos. Fabiola se dio cuenta de que ella no era la única que se enfrentaba a un peligro mortal. Sin embargo, no tenía en sus manos el destino de Romulus; ella había hecho todo lo posible para encontrarlo. Si los dioses decidían concederle de nuevo sus favores, él regresaría a casa algún día. Sus intentos de encontrar a Gemellus también habían fracasado, por lo que su único objetivo era César.
La anexión de Egipto, el granero de la República, había agradado sobremanera a la población, lo cual explicaba la muchedumbre que abarrotaba las calles. Gracias a la destreza de sus matones para abrirse camino a la fuerza, Fabiola llegó al pie de la colina Capitolina a tiempo. Los legionarios que estaban de guardia tenían la misión de impedir que los ciudadanos de a pie ascendieran al templo, pero ella consiguió hacer pasar a su grupito con una combinación de coqueteo, halagos y reparto generoso de la plata que llevaba en el monedero. En la zona abierta situada ante el enorme santuario había mucho espacio libre, porque no estaban los vendedores ambulantes de comida y baratijas ni los adivinos y las prostitutas. Los senadores y peces gordos de Roma empezaban a llegar e inclinaban con reverencia la cabeza ante la inmensa estatua de Júpiter situada delante del templo de tejado dorado. Siguiendo un rito antiguo para los días de marchas triunfales, el cuerpo entero del dios se había embadurnado con la sangre de un toro recién sacrificado. Aquello otorgaba a Júpiter un aspecto incluso más regio y Fabiola se paró a susurrar otra oración. Acto seguido, eligió un sitio cercano a donde creyó que podría situarse Brutus. Ya había varios grupos de altos mandos del ejército que bromeaban y reían entre ellos con la confianza de quienes han convivido y luchado codo con codo durante años.
Fabiola reconoció a algunos de ellos. Durante los años de relación con Brutus, había conocido a muchísimos miembros del estamento militar de Roma. Se puso la capucha de la capa y procuró no mirar en su dirección. Como todo el mundo, los oficiales estarían enterados de su ruptura y no quería que nadie advirtiera a Brutus de su presencia antes de tener la oportunidad de hablar con él. De todos modos, no hacía falta que se preocupara. Todos los presentes estaban demasiado emocionados por la llegada inminente de César. Los mensajeros militares llegaban con regularidad para informar al gentío de los progresos que realizaba en su recorrido por la ciudad. Aunque tardaría más de dos horas en llegar a la cima, todas las miradas estaban clavadas en el punto en que terminaba la calzada.
Fabiola fue angustiándose cada vez más a medida que avanzaba la mañana. ¿Acaso cometía un grave error? Su desazón aumentó sobremanera en cuanto Antonio, con su estilo característico, apareció en una cuadriga de guerra británica. Cuando sus
lictores
le despejaron un sitio bien amplio al pie de la escalinata del templo, él escudriñó a la muchedumbre con despreocupación. Fabiola giró la cabeza, muerta de miedo. Dejó pasar un buen rato antes de atreverse a mirar lo que Antonio estaba haciendo. No se extrañó al verle charlando con los legionarios que estaban de guardia. El desagrado que Fabiola sentía por Antonio se intensificó. Con ella se portaba como un violento acosador, pero el jefe de Caballería era una figura adorada prácticamente por todo el ejército. Ése era otro de los motivos por el que ella se sentía impotente ante él.
Pasó otra hora sin que apenas se diera cuenta. Seguía sin haber ni rastro de Brutus, y las esperanzas que Fabiola tenía de verlo comenzaron a flaquear. Se despistó un poco cuando Benignus empezó a formularle preguntas sobre distintos asuntos relacionados con la seguridad del Lupanar. La siguiente vez que observó al grupo de oficiales del ejército, Brutus se encontraba entre ellos. El corazón le palpitó al verlo. De fisonomía agradable más que apuesto, Brutus estaba muy elegante con el atuendo completo típico de las ceremonias. Divertido por algún comentario de los demás, sonrió y se carcajeó, lo cual entristeció todavía más a Fabiola. Así era como solía comportarse con ella en el pasado. Tal vez Brutus no fuera un mero instrumento para conseguir un objetivo, pensó. ¿Cómo se le había ocurrido continuar con Antonio?
—Espera aquí —ordenó a Benignus. Lo dejó quejándose detrás de ella y Fabiola avanzó decidida por entre la muchedumbre que aguardaba. Le alivió no ver a Antonio por ningún sitio.
Cuando llegó a la altura de un grupo de oficiales, vaciló. Entonces un tribuno moreno con un fajín de vivos colores en la cintura se volvió para dirigirse al hombre que tenía al lado. Al ver a Fabiola, se quedó boquiabierto. Como joven rico que era, había sido uno de sus clientes más habituales y entusiastas. La manumisión de Fabiola había puesto punto final a sus citas amorosas.
Fabiola lo maldijo en su interior. Aquel imbécil podía estropearlo todo. Lo fulminó con la mirada y pasó rozándole para acercarse a Brutus. Estaba absorto en una conversación con un compañero y no advirtió su presencia de inmediato. Fabiola lanzó otra mirada al tribuno para cerciorarse de que no la seguía. Por suerte, así era. Temblorosa, estiró el brazo y dio un golpecito a Brutus en el hombro. El no respondió, así que volvió a intentarlo con más fuerza.
—Brutus.
Él reconoció su voz y se volvió con una expresión de sorpresa e ira que le contraía las facciones.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Bajó la voz—. ¿Has venido a adular a Antonio?
—No —protestó ella.
—¿O a César? —dijo él con suspicacia—. Ha estado preguntando por ti. Preguntando dónde estabas. ¿Por qué será?