Ambos se encontraban en el mismo barco.
Abriéndose paso a empujones entre la multitud de ciudadanos, vendedores ambulantes y artistas, subieron los peldaños de la entrada de las cellae, las cámaras sagradas que constituían la parte principal del templo. Había tres, una para cada una de las deidades: Júpiter, Minerva y Juno. Júpiter, como dios más importante de Roma, se encontraba en la cámara central. El trío se puso al final de la cola y avanzó arrastrando los pies en silencio. En el interior, acólitos con la cabeza rapada iban de un lado a otro balanceando vasijas de bronce colgadas de largas cadenas y que desprendían los profundos aromas del incienso y la mirra al arder.
Debido al gran número de devotos que se encontraba en la cella larga y estrecha, no pudieron dedicar mucho tiempo a la contemplación. Se limitaron a arrodillarse, colocar las ofrendas —un montón de denarii, un cuenco etrusco en miniatura y dos asses de bronce de Mattius— y a hacer, antes de retirarse, unas rápidas peticiones al severo rostro labrado en piedra situado sobre el altar.
Cuando salieron al exterior, parpadearon para que los ojos se acostumbrasen a la brillante luz del sol. Inmediatamente la calma de la cella fue reemplazada por el ruido de la multitud que llenaba el espacio abierto situado entre el templo y la estatua de Júpiter. Los gritos de los vendedores de comida competían con acróbatas, artistas callejeros y vendedores ambulantes de baratijas. Aquí una madre reñía a sus traviesos hijos, allá un grupo de putas pintarrajeadas hacía lo que podía para atraer a los hombres al callejón más cercano. Tullidos, leprosos e inválidos llenaban todos los huecos posibles y presentaban un bosque de palmas extendidas ante quienes tuvieran la amabilidad de abrir sus monederos.
—¿Qué has pedido? —preguntó Romulus a Mattius.
—Nada —respondió el muchacho.
—Pero has querido acompañarnos.
—Para darle las gracias —fue su respuesta—. Y para cumplir mi promesa.
Romulus lo miró con curiosidad.
—Me apartaste de mi padrastro. Júpiter tiene que ser el responsable —repuso Mattius con seriedad—. Todas las noches le rezaba para pedirle ayuda. Entonces llegaste tú.
—Ya. —Romulus sonrió con indulgencia, antes de darse cuenta de que la creencia del muchacho no difería de la suya. ¿De qué otra manera se podía explicar la retirada de un gran obstáculo en la vida de uno? En su caso había sido la imposibilidad de sobrevivir en Carrhae y regresar a Roma, en el de Mattius, escapar de la crueldad que había sufrido diariamente en casa.
Cuando levantó la vista, Tarquinius ya se dirigía hacia los hombres que vendían animales para el sacrificio. Romulus se apresuró tras él y compró un cabrito castaño claro y de aspecto saludable que le había gustado. El arúspice se decidió por una gallina negra regordeta de ojos brillantes y plumas limpias, y juntos se abrieron paso a empujones entre los adivinos que inmediatamente aparecieron y se ofrecieron a revelar sus futuros maravillosos. Mattius inclinaba la cabeza tras ellos, sorprendido por el desprecio que mostraban hacia los augures vestidos con togas. Todavía se asombró más cuando, momentos después, Tarquinius encontró un lugar justo a los pies de Júpiter.
—¿Es adivino? —susurró Mattius.
Romulus asintió con la cabeza.
—Sujétala. —Tarquinius le pasó la gallina a Mattius y éste la cogió con una sonrisa nerviosa.
El arúspice apartó las fruslerías y las pequeñas ofrendas dejadas allí por ciudadanos cargados de esperanza y observó las losas del pavimento llenas de manchas rojo oscuro. Romulus también las vio y entendió el propósito de Tarquinius. Las manchas de sangre explicaban su propia historia.
Aunque nunca lo había visto hacer, otras personas habían realizado sacrificios en ese lugar.
Tarquinius respiró profundamente y desenvainó el puñal.
—Dame la gallina —ordenó con voz profunda—. Ya ha llegado el momento.
Mientras Mattius obedecía, la frente de Romulus se fue cubriendo de gotas de sudor a causa de los nervios.
—Júpiter, Optimus Maximus, dime qué debo hacer —rogó.
—Bienvenido —saludó Fabiola, inclinando la cabeza con elegancia ante Cayo Trebonio—. Los demás ya han llegado.
—Perfecto. —Trebonio sonrió.
A pesar de ser bajo y calvo y de edad mediana, todavía conservaba el físico musculoso de una persona más joven. Sus ojos marrones de mirada inteligente y los pómulos marcados recordaban a César. La diferencia más notable entre los dos era la altura, aunque ésta no mermaba su presencia. Como casi toda la nobleza romana, su porte irradiaba una gran seguridad.
—¿Y Brutus?
Fabiola negó con la cabeza.
—Todavía no está convencido de unirse a nosotros.
—Es una pena —suspiró Trebonio—. Un hijo de Roma de su calibre supondría una gran incorporación a nuestro grupo. —Con una cortés reverencia se dirigió hacia el dormitorio más grande, habilitado como sala de reuniones.
Fabiola le siguió, todavía no acababa de creer que una persona que había servido al dictador con tanta fidelidad, pues Trebonio había sido cónsul sufecto el año anterior, ahora quisiese asesinarlo. Sin embargo, había sido uno de los primeros en unirse a su conspiración. Trebonio había respondido inmediatamente a su invitación y cuando llegó al burdel la mismísima Fabiola se encargó de darle un prolongado masaje antes de que tres de sus prostitutas más bellas se lo llevasen sin que él pusiera ninguna objeción.
—Hacedle todo lo que pida —había ordenado Fabiola previamente al trío—. Absolutamente todo lo que quiera. —Las tres afirmaron con la cabeza mientras miraban con avidez los cargados monederos que les había prometido cuando terminasen.
Un par de horas más tarde, Trebonio estaba de un humor excelente. Mientras disfrutaba de una copa de vino con Fabiola en el patio recién reformado del burdel, no tardó en criticar a César.
—Se ha vuelto loco. Lleva esas botas rojas hasta la pantorrilla como si fuese uno de los reyes de Alba Longa. Y eso de rematar su vestimenta con una corona de laurel dorada, en fin… —Se tocó el cabello escaso y sonrió—. Lo que los dioses dan, los dioses arrebatan. No somos nosotros quienes debemos esconderlo bajo tocados extravagantes.
Fabiola rio la broma y se inclinó para servirle más vino, asegurándose de que le viese bien el escote.
—Algunas personas creen que ya es un soberano —repuso aludiendo intencionadamente a un episodio reciente durante una procesión en la que, al pasar, César fue aclamado como rey. La noticia del incidente se había extendido por Roma como la pólvora.
Trebonio frunció el ceño.
—De manera que se supone que tenemos que tragarnos la mentira de que no es rey, sino César. ¡Bah!, es de risa.
Había continuado explicando por qué había que pararle los pies a César. No se trataba de la actitud del dictador con aquellos que expresaban su oposición o la forma en que los trataba, pues en estos casos César continuaba siendo blando e indulgente. Incluso los tribunos que ordenaron el arresto del hombre que había gritado «rey» habían acabado con castigos leves. Sula no hubiese sido tan benévolo, admitió Trebonio. Tampoco lo hubiesen sido dictadores anteriores. Se trataba del poder absoluto que César se había otorgado, prácticamente eliminando todo el poder del Senado y de los magistrados electos. Había barrido quinientos años de democracia en menos de dos años.
Fabiola había empleado la misma táctica con los otros nombres prominentes que Brutus había mencionado. Aunque estaba preparada para acostarse con todos ellos si hubiese sido necesario, no tuvo que hacerlo, cosa que la ayudó a sentirse mejor por ella misma y por la promesa que le había hecho a Brutus. Afortunadamente, la ola de malestar contra César era grande y lo único que los descontentos necesitaban era un catalizador que los uniese. Fabiola había demostrado serlo y en menos de una semana ya había logrado la ayuda de Marco Bruto, Casio Longino, Servio Galva y Lucio Básilo. Marco Bruto era primo de Brutus e hijo de Servilia, la amante de César durante muchos años. Pero se había puesto del lado de los republicanos y había luchado con ellos en Farsalia. Acogido de nuevo en el redil gracias a la magnanimidad de César, había logrado el mismo perdón para Casio Longino, que había servido con Craso en Partia. Por lo tanto, no era de extrañar que ambos hombres estuvieran juntos en la conspiración. Las razones de Marco Bruto eran sencillas. Al igual que Trebonio, le ofendía la forma en que César había asumido todo el poder y había reducido a hombres capaces como él a meros espectadores impotentes. Y al igual que Decimus Brutus, el amante de Fabiola, también pertenecía a la familia que supuestamente cinco siglos atrás había depuesto al último rey de Roma. Además era sobrino de Cato, el orador republicano que antes que vivir bajo el dominio de César se había suicidado tras la batalla de Thapsus. Este acto había convertido a Cato en el epítome de la virtud aristocrática romana y había decidido a Marco Bruto a escribir un panfleto en su honor. Ahora, al tomar parte en la conspiración, mostraba su verdadera ideología y, a sus ojos, su honor romano.
Pero Fabiola quería más de cinco hombres eminentes. La fama y el reconocimiento público no garantizaban el éxito. Más aún, cualquier intento de atentar contra la vida del dictador suponía el riesgo de que los espectadores corriesen en su ayuda. A pesar de la disolución del leal cuerpo de guardaespaldas de Hispania a principios de año, el público y la mayoría de los senadores le seguían profesando un gran cariño y podrían acudir en su ayuda. No le extrañaría que así fuese. Necesitaba reclutar a más personas.
Los dioses habían respondido a las oraciones de Fabiola casi cuatro semanas antes, durante las Lupercales, las antiguas fiestas de la fertilidad. Ante una gran multitud, Marco Antonio había ofrecido públicamente a César una diadema real y le había pedido que se convirtiese en rey. César objetó en dos ocasiones y ordenó que la corona fuese llevaba al templo de Júpiter. Este torpe intento del dictador de despejar las sospechas sobre sus aspiraciones de monarca fue inmediatamente negado por la predicción de un adivino, según la cual Partia sólo sería conquistada por un rey. Enseguida hubo otro que alegó que el Senado votaría el reinado de César en todas partes excepto en Italia.
Estas nuevas amenazas fueron la gota que colmó el vaso y, en los días que siguieron, se les unieron varios conspiradores más. Su llegada convenció a Fabiola de que pronto se vengaría del violador de su madre. En la sala bien iluminada situada al final del pasillo había casi sesenta hombres pertenecientes a todos los partidos y todas las facciones del Senado. Antiguos cónsules, tribunos y cuestores se codeaban con politicastros.
La ausencia más importante era la de Brutus, su amante, que ahora pasaba gran parte del tiempo en varios templos. Además de orar, consultaba a los augures sobre cómo proceder. Como de costumbre, había recibido consejos diferentes de cada uno de los hombres a quienes había colmado de plata, cosa que aumentaba su confusión. El sueño empezaba a rehuirle y todas las noches recorría los pasillos de la domus rogando a Mitra y a Marte que lo orientasen. Ninguno ofreció una respuesta y cada vez se encontraba más cansado e irritable. A pesar de saber que Fabiola organizaba reuniones con un gran número de asistentes en el Lupanar, porque ya no lo disimulaba, Brutus no preguntó el motivo. Pero tampoco mencionó a nadie esta sospechosa actividad, lo que dio esperanzas a Fabiola de que acabaría convenciéndole.
Cuando llegó a la sala de reuniones un paso por detrás de Trebonio, Fabiola se dio cuenta de que a pesar de su determinación de seguir adelante sin Brutus, lo quería a su lado. Como Romulus estaba decidido a no ayudarla, sentía una gran necesidad de apoyo psicológico. Empezaba a darse cuenta de la magnitud de lo que estaban a punto de hacer. A pesar de los deseos de Fabiola de que así fuese, César no era tan sólo el violador de su madre. Era el mejor líder que la República jamás había tenido y su muerte la sacudiría hasta sus cimientos.
Tarquinius colocó sobre las piedras la gallina negra que sujetaba con firmeza por la cabeza. Alzó la vista hacia la estatua de Júpiter que se elevaba sobre ellos y rezó:
—Gran Tinia, acepta este sacrificio de tu humilde servidor. —Con un suave movimiento de la hoja, el arúspice cortó limpiamente la cabeza de la gallina. Rápidamente agarró la base del cuello del animal y el cuerpo mientras las gotas de sangre arterial caían al suelo. Antes de parar poco a poco, aleteó sin parar en un frenesí de esfuerzo inútil. Tarquinius la sujetó con firmeza y estudió con gran concentración el charco de fluido rojo.
Romulus miraba impresionado y observaba los riachuelos de sangre con más interés del que había dedicado a cualquier otro sacrificio en años. No se esforzó por obtener información. Era mejor dejar este asunto en manos de un experto. A su lado, Mattius se había quedado mudo de asombro.
—Este —murmuró Tarquinius tras unos largos momentos de silencio—. Fluye hacia el este.
El tono del arúspice hizo que Romulus se interesase de inmediato.
—¿Es un buen augurio? —susurró.
Tarquinius esbozó lentamente una amplia sonrisa.
—Sí. Los espíritus que favorecen a la humanidad habitan en el este. Mi pueblo también venía de allí.
—Margiana se encuentra en esa dirección —añadió Romulus, nervioso por la expectativa.
Tarquinius asintió ligeramente con la cabeza.
—¿Dónde está ese lugar? —preguntó Mattius.
El arúspice no le respondió. En ese momento desplumaba la gallina para dejar el vientre al descubierto. Dejaba caer puñados de plumas y observaba si se dirigían a alguna parte. La mayoría se esparcía por el suelo, pero otras se movían con ligereza en el aire. Los ojos de Tarquinius se concentraron en ellas como un halcón en un ratón. Dando vueltas, las plumas negras se desplazaron a unos pocos pasos de la estatua. Después unas pocas más. Durante unos instantes se quedaron inmóviles; al final la brisa las elevó hacia la cima de la colina y volaron en el aire que soplaba sobre Roma. Al cabo de unos momentos se perdieron de vista y desaparecieron hacia el este.
A Romulus se le aceleró el pulso, pero no interrumpió.
Tarquinius prosiguió con más solemnidad si cabe. Colocó la gallina en el suelo entre los grandes pies de Júpiter, cortó la piel delgada del vientre, con cuidado de no dañar los órganos internos. Dejó el cuchillo en el suelo, sacó despacio los intestinos, que parecían un lazo verde, y los examinó con sumo cuidado. Para alivio de Romulus, el arúspice parecía contento con lo que veía, pero no reveló nada. Con un imperceptible movimiento de los labios abrió completamente el abdomen del ave y extrajo el pequeño hígado rojo oscuro. Por los lóbulos redondeados y el color uniforme, Romulus supo que se trataba de un hígado sano y sin parásitos.