—Mario es muy mono también —insiste la chica, queriendo cambiar de tema cuanto antes.
Es cierto. Ángel es guapo y muy atractivo. Le encanta su físico. Y Álex es todo lo que una chica podría pedir. Su sonrisa encantadora y sus ojos le cautivan. Pero a ella le gustan por cómo son como personas. El físico da la casualidad de que en este caso acompaña.
Pero, ¿por qué mete a Álex en esto? No. Es solo un amigo, al que apenas conoce.
Un odioso sonido estropea la reunión: la sirena anuncia el final del recreo y el regreso a las clases.
—Me voy a la sala de ordenadores, ¿alguien se viene? —pregunta Diana, decidida a no tener que oír nada del tal Aristóteles. ¿Por qué tienen que estudiar a esos señores que murieron hace miles de años y que probablemente estaban todos locos? Solo hay que leer las cosas que dijeron. Si hoy en día a un tipo le diera por comportarse así, lo máximo que conseguiría sería salir en Cuarto Milenio o en uno de esos programas de testimonios que hacen por la tarde.
—Yo me voy contigo —responde Paula, ante la sorpresa de las otras tres Sugus—. Filo no lo llevo mal y quiero ver si Ángel está conectado al MSN.
Un largo "oh" sale de las bocas de sus amigas.
—Yo voy a clase. Suspenderé igual, pero no puedo faltar más —se resigna Miriam.
—Yo también voy. Tengo que aprobar, si no mis padres… —indica Cris.
Las cuatro chicas entran de nuevo en el instituto.
Antes de separarse, a lo lejos, ven a Mario que se dirige solo a clase. Tiene un vasito de plástico entre las manos. Lo que está bebiendo debe de estar caliente porque no para de soplar.
—Allí va tu príncipe azul —dice Cristina, dándole un codazo a Diana.
—Mira que estás tontita hoy, ¿eh, nena?
—¡Mario! ¡Mario, espera! —le grita su hermana.
El chico se para y mira en la dirección de donde le llegan las voces. Es Miriam. Y con ella va Paula. Se pone nervioso y deja caer el café caliente al suelo. "¡Mierda!". Lo necesitaba porque se está quedando dormido todo el rato. Durante la mañana ha cerrado los ojos una decena de veces.
—¡Pobrecillo! Te ha visto y se ha puesto tenso —bromea Paula.
Diana enrojece. ¿De verdad que aquel chico se ha fijado en ella? ¡Pero si son completamente distintos! Como el agua y el fuego. Él es uno de los empollones de la clase y ella una de las consideradas rebeldes. Ella es una Sugus, a veces difícil de tragar.
—No digas gilipolleces, se habrá quemado.
—Arde de pasión por ti.
Las carcajadas de las tres chicas tras las palabras de Cris avergüenzan aún más a Diana. ¿Qué le pasa? ¿Por qué le queman las mejillas?
Mario se agacha, recoge el vasito de plástico y lo tira a una papelera. ¡Qué torpe…! Encima, con Paula mirándolo… Menudo ridículo. Se están riendo de él. La única que no lo hace es Diana. Esa chica no le cae nada bien. Si aprendiera a mantener la boca cerrada, igual no estaría tan mal. Fea no es, desde luego. Sí, no está mal el chico. ¿Por qué la mira? Al final, ¿van a tener razón sus amigas? No, no puede ser. Es imposible.
¿Por qué esa salida lo mira? Seguro que se ha manchado los pantalones y hará una broma estúpida en clase.
—Bueno, chicas, nos vamos, que si no nos van a dejar entrar en clase. ¿Quieres que le diga algo a mi hermano?
—Vamos a dejar ya el temita, ¿no? Sois muy pesadas.
—Venga, vayámonos nosotras también, que como nos pille el de Filo aquí, no podremos faltar a clase. Luego nos contáis qué habéis hecho.
—Vale. Adiós.
Besos imaginarios en el aire.
Cris y Miriam se despiden y salen corriendo hasta donde está Mario, que ve extrañado cómo las dos se le acercan. ¿Y Paula? ¿Falta a clase? ¿Dónde va con la salida? Alguien debería decirle a esa chica que lleva el pantalón demasiado bajo.
Diana camina junto a Paula hacia la sala de ordenadores. Echa un vistazo atrás y ve a sus dos amigas entrando en clase con Mario. "Sí, la verdad es que es mono".
Esa misma mañana de marzo, en otro lugar de la ciudad.
¡Menuda cola había en Correos! Álex ha tenido que esperar más de media hora para que le atendieran. Por fin, ha enviado los sobres con el cuadernillo de
Tras la pared
a las discográficas.
—Te espero si quieres, aún queda un rato para que empiecen mis clases —le dijo Irene desde el coche.
—No te preocupes, ya sigo yo solo. Gracias por traerme —contestó con frialdad.
El trayecto desde la casa de Álex hasta el edificio de Correos transcurrió entre indirectas de ella y evasiones de él; sonrisas de una y cambios de tema del otro. La chica, al sentarse, se había subido el vestido negro un poco más de lo normal dejando a la vista del joven sus preciosas y trabajadas piernas.
Ahora Álex está sentado en un Starbucks. Saborea un trozo de tarta de pomelo y un caramel macchiato. Tiene el portátil abierto y piensa acerca de lo que va a escribir. No está especialmente inspirado hoy. Las piernas de su hermanastra sacuden de vez en cuando su mente. Se acusa a sí mismo por ello e intenta encontrar algo que le aparte de esa visión.
Debe centrarse en Nadia, Julián y en el resto de personajes de
Tras la pared
. Cierra los ojos e imagina el capitulo.
"Concéntrate, concéntrate, concéntrate".
Si estuviera solo caminaría de un lado para otro repitiendo una y otra vez la misma palabra, pero no es el caso: una pareja de chicos jóvenes, que posiblemente se esté saltando las clases, se besuquea sin rubor en un sofá de la esquina; dos alegres extranjeras conversan animadamente en otro de los sillones de la cafetería y un ejecutivo tiene cuidado de no mancharse el traje al sorber su late con doble de café.
Álex mira por el gran ventanal que tiene a su izquierda. Un autobús lleno de adolescentes acaba de parar delante de uno de los teatros de la ciudad. Los jóvenes bajan a toda prisa y, entusiasmados, corren para coger una buena posición en la entrada ante la desesperación de tres desorientadas profesoras que ven perdida la batalla. Es un pase especial para varios colegios de la representación de High School Musical en su versión en castellano. Álex resopla. Tiene que concentrarse.
Abre el reproductor de Windows Media Player y busca un tema en sus archivos de música. Un Nocturno de Chopin para piano, el número 9. Auriculares y play. Volumen al máximo. Es el momento de entrar en trance.
En un pequeño bloc que tiene a su lado escribe palabras sueltas. En voz baja, habla solo, traza ideas en el aire y las enlaza unas con otras. Poco a poco la inspiración crece. Los dedos se hacen ágiles y las pulsaciones en el teclado de su ordenador portátil más veloces.
La sinfonía de Chopin se repite una y otra vez en los oídos de Álex, que ya ni siquiera la oye. Está completamente dentro de la historia, como si la viviera en primera persona. No existe nada más en el mundo.
Tres cuartos de hora más tarde relee lo que ha escrito:
Pero cuando se abrió la puerta del ascensor, todos mis propósitos se difuminaron. Sentada, casi tumbada, en el descansillo de la escalera entre el segundo y el tercer piso, agazapada contra la pared, dormía la chica de la trencita azul. Su melena caía salvaje y despeinada por su cara, y sus manos unidas, apoyadas en la cabeza, hacían de frágil almohada.
Era preciosa. Su rostro, inocente, juvenil. Su nariz pequeñita transmitía dulzura, justo lo contrario que sus labios, carnosos y deseables. Pero aquella musa rubia no solo era un hechizo de belleza. Mis hormonas se dispararon en un segundo al contemplar cómo sus vaqueros blancos dibujaban un perfecto trasero.
Rápidamente aparté la vista, avergonzado. Pero ¿¡en qué estaba pensando!? Aquella niña no tendría más de quince años… Me culpé por el desliz, aunque no tardé demasiado en volverla a mirar. Entonces no pude evitar fijarme también en su camiseta escotada. Demasiado escotada.
¿Otra vez? ¿Qué estaba haciendo? Sacudí la cabeza de un lado para otro y decidí firmemente no observarla más para no caer otra vez en la tentación.
Huí del deseo, caminando hasta la puerta de mi piso. Una vez dentro estaría a salvo. Tembloroso, no acertaba con la llave.
Una leve tos rompió el silencio reinante en todo el edificio. Me giré y comprobé que la musa seguía con los ojos cerrados.
"Pobrecita, se resfriará. O tal vez coja mala postura", pensé.
No podía consentirlo. Engañándome a mí mismo y a mis motivos, creí que mi obligación era despertarla. Guardé la llave de nuevo y, nervioso, me acerqué hasta ella.
Temía tocarla. Pero, volviéndome valiente, agité con suavidad su hombro. La chica enseguida abrió los ojos y reparó en mi presencia.
—¿Me está mirando las tetas? —preguntó sonriente, dejando ver unos dientes blanquísimos.
Instintivamente, mis ojos buscaron su pronunciado escote. Unas décimas de segundo después, me di cuenta del error y subí hasta su mirada. Casi fue peor, porque aquellos ojos verdes me intimidaron todavía más.
—No… ¡Claro que no!
—No le creo. Es en lo primero que se fijan los tíos.
Cómo decirle que yo no era un tío cualquiera, que no era uno de esos jóvenes salidos que seguramente estarían haciendo cola para salir con ella. Sin embargo, poco antes, ni su perfecto culo, ni sus sensuales y prominentes pechos me habían pasado desapercibidos. En definitiva, yo era otro tío más de la lista.
Álex sonríe satisfecho. No está mal del todo. Cuarenta y cinco minutos que ha aprovechado.
Decide darse un respiro antes de continuar. ¿Habrá alguna red habilitada para conectarse a Internet? Lo comprueba y sí, tiene suerte. La conexión de un tal Monseñor no necesita contraseña. Conecta Internet y abre el MSN, aunque a esa hora es poco probable que haya alguien. Sin embargo, casi inmediatamente, aparece el contacto más deseado de todos los que tiene.
Esa misma mañana de marzo, en otro lugar de la ciudad.
El rostro de Jaime Suárez es impenetrable, imposible de interpretar.
En todo el tiempo que Ángel lleva trabajando para él, nunca ha podido descifrar qué piensa su jefe de sus artículos hasta que los ha terminado de leer y le da su opinión. En esta ocasión no es diferente.
El periodista ha hecho un primer borrador del accidente de Katia. No ha utilizado todo lo que sabe, pero se ha metido de lleno en la noticia. Al fin y al cabo es el que más la ha vivido, y eso se percibe en la redacción del artículo.
Irá publicado junto a la entrevista en el número del mes, lo que les garantiza un gran número de ventas.
—Ángel.
—¿Sí, don Jaime?
El jefe se levanta de su mesa y se quita las gafas de pasta con las que intenta disimular su edad. Muerde una de las patillas mientras echa una última ojeada al folio que tiene en las manos.
—Te quiero, chaval.
El hombre sujeta con ambas manos la cara de su pupilo y le besa la frente ante la sorpresa de este que, sin reaccionar, se deja hacer.
—Imagino que entonces el artículo está bien.
—¿Bien? ¡Está genial! —responde Jaime Suárez, que hace amago de volver a coger la cabeza del chico—. Yo pensaba que estábamos perdidos al no cubrir la noticia y resulta que tú no solo actúas por instinto y te vas al hospital por tu cuenta sino que le das al artículo un toque personal e intimista, al mismo tiempo que informativo. Con un par de retoques esto será un bombazo.
—Gracias, señor. Lo hago lo mejor que puedo.
—No me seas modesto. Además se nota que… —el director de la revista hace una pausa y busca las palabras adecuadas—, que entre tú y esa chica hay buena conexión.
—¿Qué chica?
—¡Joder, pues cuál va a ser!: ¡Katia!
Ángel enrojece. Si él supiera…
—Bueno, es una gran chica.
—Vamos, vamos, que no nací ayer, muchacho…
La maliciosa sonrisa del jefe le hace dudar. Pero ¿a qué se refiere?
—Apenas la conozco: la entrevista, la sesión de fotos y poco más. Aunque es agradable hablar con ella.
—Me invitarás a la boda, ¿no? ¡No olvides nunca a quien te dio la primera oportunidad cuando te hagas famoso!
La fuerte risotada de Jaime Suárez vuelve a coger desprevenido a Ángel. ¿Qué hace? ¿Le sigue el juego? Es lo mejor.
—Por supuesto, don Jaime. Usted será el padrino.
—Bien, bien. Así me compraré un traje nuevo, que el que tengo es de la boda de Ana Belén y Víctor Manuel.
—Pues sí que ha llovido desde entonces.
—No te creas. Hemos tenido muchos años de sequía.
Otra carcajada.
Ángel comprende que aquella conversación no da para más.
—Bueno, me voy a terminar el artículo.
—Muy bien, muchacho. Revisa esas correcciones que te he hecho.
El joven periodista mira el folio donde ha escrito la noticia y observa algunas palabras metidas en círculos rojos. Nada es perfecto.
—Enseguida.
Se da la vuelta para salir del despacho, pero en ese instante el director de la revista recuerda algo que le tenía que decir.
—¡Ah, Ángel! ¡Espera!
—¿Sí, don Jaime?
—Tú sabes jugar al golf, ¿verdad?
—Algo. Tengo hándicap 7. Jaime Suárez silba.
—Pues perfecto. Mañana hay un torneo benéfico al que acuden varios famosos, entre ellos algún que otro cantante. No nos queda demasiado espacio en el número para ello ni mandaremos fotógrafo, pero como premio a tu trabajo, y como hace buen tiempo, pásate tú por allí y de paso te llevas una cámara y haces alguna foto. Aquí tienes la dirección y el número de teléfono —dice, sacando una tarjeta de uno de los cajones de su mesa—. Llama para acreditarte.
—¡Ah, muy bien! Estaré encantado de ir.
—Y de paso te juegas unas bolas si quieres. Di que vas de mi parte, conozco al dueño.
—Gracias, don Jaime.
Y con una gran sonrisa, Ángel sale del despacho. ¡Perfecto! Le vendrá muy bien un día de relax jugando al golf. La idea lo encandila. Pero no quiere distraerse aún. Enciende su PC para terminar el artículo. El MSN salta también. No es momento para conversaciones, pero, justo en el instante en que va a cerrarlo, el nick de Paula aparece en su pantalla.
Esa mañana de marzo, en otro lugar de la ciudad.
La sala de ordenadores está casi vacía. Apenas un par de estudiantes de los mayores disimulan que buscan información para unos trabajos cuando, en realidad, están navegando por otro tipo de páginas. Faltan a clase, a pesar de que pronto se verán agobiados por la selectividad.