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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (70 page)

BOOK: Cormyr
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—Más magia tramposa —dijo Morgaego Dauntinghorn, y apenas sus palabras habían abandonado sus labios cuando se abrió otra puerta secreta en uno de los pilares, y una línea de férreos Dragones Púrpura hizo aparición espada en mano, dispuestos a bloquear el paso a los nobles conspiradores.

Lareth Gulur, con expresión inflexible, dirigía a los soldados, y en mitad de la línea contaba con el apoyo de su superior, Hathlan Talar. La mayoría de ellos eran veteranos de muchas campañas, aunque a un extremo se encontraba también un nuevo recluta, incómodo en la ropa del uniforme impoluto, pero empuñando la espada con decisión. Los Dragones Púrpura observaron con mirada ardiente a los jóvenes ataviados con toda suerte de prendas lujosas.

—Sí, sí, más magia tramposa —corroboró el mago de la corte, cuyas palabras quebraron el silencio—. Piensen por un momento en lo bien que se manejaría un centenar de nobles si tuviera que enfrentarse a un centenar de magos guerreros.

—Acabo de pensarlo y se me ocurre que con un acero de mi confianza podría con un centenar de magos guerreros —dijo Aunadar Bleth, esbozando una aviesa sonrisa. Levantó la mano y trazó un rápido e intrincado gesto con la mano, mientras gritaba—: ¡Escúchanos, lady Brantarra! ¡Asístenos, oh Hechicera Roja de Murbant!

Un instante después, mientras todos los presentes en la sala permanecían expectantes y en silencio, un conjunto de luces móviles y parpadeantes aparecieron junto al hombro de Bleth.

—Saludos, Vangerdahast, mago real de Cormyr —dijo una voz suave como un maullido, pero que podía oírse de un extremo a otro de la sala—. Puedes llamarme Brantarra, tu némesis. Hace tiempo que te preguntas quién protege de tus hechizos a los rebeldes, a los nobles y forajidos que te han declarado la guerra, quién los ampara de tu magia autoritaria, dolorosa. Estoy dispuesta a proteger a cuantos nobles de Cormyr me lo pidan, tanto de ti como de todas tus intrigas mágicas. Soy el azote de los magos guerreros. Soy quien ha frustrado todos tus esfuerzos desde hace tiempo.

Vangerdahast basculó su peso, primero en un pie, luego en otro, y se irguió en el escalón donde estaba situado, pero no dijo una sola palabra. Aquella voz triunfante siguió hablando.

—¿Creías que éstos eran los cerebros de lo sucedido, estos avispados nobles incapaces de ver más allá de la punta de su espada? Mía fue la mano que robó el abraxus de tus preciosas criptas. Mía la mano que guió a estos peones ante ti. Mía la destreza que robó la voluntad de tu soberano, cierta noche, hace dieciocho años, al pie de las murallas de Arabel. Mío el cuerpo que alumbró al hijo que será el próximo rey de Cormyr. —Aunadar Bleth volvió la cabeza hacia las luces, sorprendido. Al oír las palabras que surgían de las luces parpadeantes, el joven ahogó un grito—. Sabed, nobles de Cormyr, que los magos guerreros a quienes tanto teméis, no tardarán ni una estación en correr despavoridos, cuando los magos que me deben lealtad se dispongan a exterminarlos definitivamente.

—Y entonces, ¿quién protegerá Cormyr contra la Hechicera Roja y sus magos? —preguntó Vangerdahast, mesurado, mientras descendía un escalón del trono. Giogi y Dauneth se movieron a su lado, sin perder detalle de cuanto sucedía a su alrededor.

—¿Proteger a Cormyr de mí? —replicó aquella voz suave y rica en matices que despedían las luces—. ¿Por qué? Conozco y amo a este reino. He dado a luz un hijo del rey Azoun para probarlo. Un futuro rey...

Procedente de la muchedumbre que asistía como espectadora desde el umbral de la sala del Trono se oyeron más murmullos, e incluso alguna que otra carcajada. Las luces sisearon una maldición y la risa cesó, pero los murmullos continuaron. Incluso los cortesanos más duros de mollera eran conscientes de las aspiraciones mínimas que debía tener todo hijo ilegítimo de Azoun.

Tanalasta echó un vistazo al umbral oscuro donde había visto la figura que le había aconsejado guardar silencio, y después volvió a prestar toda su atención a lo que sucedía en la sala del trono.

—Esta tierra ya ha tenido bastantes reyes —dijo Aunadar Bleth, con aplomo—, y pese a todo lo que le habéis oído decir, esta Hechicera Roja y yo hemos llegado a un acuerdo solemne al respecto. No conozco de qué están hechos los de Thay, pero las familias nobles de Cormyr mantienen su palabra y dan por sentado que los demás harán lo propio.

—¿De veras? —preguntó Vangerdahast, con una voz tan suave como la seda o como el filo de una daga recién afilada—. No sabe cuánto me complace conocer este nuevo cambio de rumbo en sus naturalezas.

—No esgrima palabras como la falsedad conmigo —respondió Aunadar Bleth, mostrándose airado por primera vez, echando atrás la cabeza y mirando de hito en hito al mago anciano—. Durante los últimos mil años, quizá más, los Bleth han servido bien a la corona de Cormyr, han luchado y dado la vida por la patria. Pese a todo, los Obarskyr, a quienes con tanta lealtad sirvieron, se las apañaron para hacer caso omiso una y otra vez de los Bleth. Uno puede acostumbrarse a que abusen de él, pero no tiene por qué llegar a gustarle. Ahora que la sangre de los Obarskyr se ha diluido, como es evidente, los Bleth rendirán un último servicio a los Obarskyr y a Cormyr: la fusión de los orgullosos linajes de las familias más antiguas de Cormyr en una sola, en unos Bleth que no se sentarán en el Trono Dragón para gobernar con mano de hierro, sino que compartirán la regencia con todo el pueblo. —Se volvió hacia la princesa de la corona, y sonrió fríamente—. Cuánto he llegado a amar el poder.

Los labios de Tanalasta temblaron durante un momento, mientras se esforzaba por encontrar las palabras que quería decir, pero cuando se decidió a hacerlo, su voz surgió firme, alta y clara.

—Me sorprende, Aunadar Bleth, descubrir que tan sólo me amas por mi posición y mi linaje, y por el poder que puedes alcanzar a través de mí. ¿Tan poco te importa Tanalasta, como mujer?

Los ojos del joven noble lanzaron un destello triunfal al cruzar la mirada con la princesa y encogerse de hombros.

—No importa mucho que pueda amarte, o no —dijo—. Lo que importa es que el poder de los Obarskyr quedará en nada, y que la rueda del tiempo conducirá a este reino a tiempos mejores, más justos, tiempos que serán del agrado del pueblo. La vieja Cormyr desapareció al morir tu padre... su último rey.

Los murmullos de los cortesanos estuvieron a punto de fundirse en un solo grito, cuando la figura que había permanecido envuelta en sombras caminó lentamente hacia el interior de la sala. Cuando los presentes observaron la corona que ceñía su frente, cesaron los murmullos y se hizo un profundo silencio.

—Yo diría que da usted por sentado muchas cosas, antes de tiempo, joven Bleth —dijo una voz que todos los presentes reconocieron de inmediato—. Le ordeno que se rinda. Arrodíllese ante mí, su legítimo y verdadero rey Azoun Obarskyr, quien, pese a todo cuanto haya podido hacer usted, aún sigue vivito y coleando.

Aunadar Bleth palideció y tragó saliva. Miró tranquilamente a su alrededor, como quien busca una vía de escape.

—No, no soy peor que usted —respondió Aunadar, irguiéndose orgulloso y con mirada desafiante—. ¿Por qué tendría que arrodillarme ante alguien que pertenece al pasado, alguien cuya moral nos rebaja a todos? ¡Por qué debería arrodillarme ante quien debiera estar muerto!

—¿Por qué deberías arrodillarte ante un muerto? —susurraron las luces que giraban junto a Bleth.

Un rostro frío de mujer, dotado de una belleza increíble y oscura, surgió de entre las luces danzarinas. Era un rostro que Vangerdahast había visto en una ocasión, la noche antes de la caída de Arabel. De sus ojos surgieron dos haces cegadores de luz roja.

Los nobles que estaban junto a Gaspar Cormaeril lanzaron un grito y corrieron a buscar algún lugar donde refugiarse, cuando los haces mágicos cubrieron el espacio que los separaba del rey.

Los rayos se convirtieron en llamas de fuego lacerante al chocar contra una barrera invisible. Arremetieron contra dicha barrera sin poder acceder a su objetivo, mientras el soberano, con una sonrisa carente de humor, observaba lo que sucedía. Después, el fuego se extendió a su alrededor, dispuesto a encontrar un hueco por el que infiltrarse, con lo cual quedaron al descubierto las auténticas dimensiones de la barrera.

Estaba ésta anclada en tres puntos. Uno de ellos era la hechicera Cat, quien sostenía en alto un óvalo pequeño de color blanco, talismán de poder mágico defensivo. Los otros dos puntos se encontraban muy por encima de la sala del trono, en el vacío balcón de los juglares, sobre el rey, donde dos personas sostenían en alto sendos talismanes. Una de ellas era una Arpista con el pelo color miel y unos ojos que eran como dos teas caprichosas. Emthrara. La otra era un mercader con barba de tres días, de nombre Rhauligan.

Algunos coletazos del fulgor carmesí que despedían los ojos de Brantarra se extendieron por toda la barrera, en dirección a los tres óvalos que había en sus extremos, para después rebotar como el agua que brota de una fuente. Las llamas que allí se encontraron parecieron temblar, parpadear y dar forma finalmente a una gigantesca lengua de fuego que rugió rápida y furiosamente en dirección al rostro que la había alumbrado en un principio, hacia el rostro que surgía por entre las luces danzarinas.

La Hechicera Roja profirió un grito. Los rasgos de su rostro desaparecieron bajo el embate de su propia magia, rebotada, y unos sollozos de dolor reverberaron por toda la sala del trono durante un breve instante antes de que las luces parpadearan, centellearan con intensidad y, finalmente, desaparecieran junto al rostro agonizante de la mujer.

En su lugar había algo brillante y dorado, algo que de alguna forma parecía un toro inmóvil, erguido.

—¡El abraxus! —exclamaron al unísono una docena de voces horrorizadas. Aunadar Bleth sonrió con la mandíbula apretada, y dijo:

—Gracias, mago, por haberme devuelto mi juguete mecánico. Necesita un alma humana que alimente su motor mágico, aunque mi señora Brantarra ha pensado incluso en ese detalle. —Colocó una mano en el lomo de la bestia dorada. Se oyó un ruido metálico, seco, como el de una palanca, y Aunadar señaló a Gaspar Cormaeril—. ¡Ahora necesito tu nobleza de espíritu, Gaspar! —gritó Aunadar.

Gaspar Cormaeril profirió un chillido agudo. Los nobles que antes habían permanecido de pie a su lado echaron a correr como un montón de pollos asustados, encerrados en un corral. Gaspar se llevó las manos al justillo, de cuyo interior sacó un rubí enorme, el cual le había entregado hacía unos días su amigo Aunadar Bleth. Unas llamas de un verde rojizo surgieron de la piedra preciosa, extendiéndose por su pecho y brazos como si estuvieran revestidas de aceite. Gaspar se encogió, víctima de una agonía insufrible, mientras el fuego mágico lo consumía sin remedio.

Las temblorosas llamas verdes aumentaron hasta convertirse en una suerte de fuerza mágica crepitante similar a una serpiente al alzarse hacia el techo de la sala, por encima de las cabezas de los nobles, para caer a continuación como una flecha vengativa y golpear al abraxus.

Para golpear... Aunque, más bien fuera para verse absorbida. El toro dorado tembló despidiendo una luz verde, y las llamas abandonaron del todo el cuerpo inmolado del noble, para infundir vida al abraxus. Gaspar Cormaeril se resquebrajó como hoja de otoño al caer de un árbol, antes de convertirse en polvo. Ni siquiera su esqueleto llegó a chocar contra el suelo.

El abraxus tembló, se agitó de un lado a otro, y se movió al levantar la cabeza y estirar los hombros, despidiendo en el proceso un crujido metálico. Empezó a girar la cabeza, y Aunadar, que parecía dispuesto a saltar de alegría al verlo, señaló, gritó y dirigió al autómata hacia el rey. En esta ocasión, no parecía dispuesto a cometer errores.

Olvidado en el trono, el mago real de toda Cormyr finalizó el conjuro que había preparado y dejó caer ambas manos a los costados, con una sonrisa inflexible en los labios.

De pronto, la princesa real se movió agitando a su paso la túnica, para acercarse a la carrera a su padre.

—¡No! ¡Aunadar, no lo hagas!

La expresión inflexible del rostro de Aunadar no cambió lo más mínimo.

—Únete a mí, cariño —siseó a través de la mandíbula apretada—. Despréndete de tu pasado, y únete a mí para afrontar un futuro mejor. Yo te confortaré, cuidaré de ti y te protegeré como ninguno de éstos podrá hacerlo.

Tanalasta retrocedió al ver el brillo que tenía la mirada de Aunadar, pese a no apartar los ojos de él. No miró ni a Vangerdahast ni a su padre, tampoco a la cohorte de nobles allí reunidos.

—No. No pienso hacerlo. Basta ya de toda esta locura —dijo Tanalasta, dibujando con los labios una fina línea.

La mirada febril de Aunadar abandonó en apenas un instante la figura de la princesa, para concentrarse en su enemigo, Azoun, que permanecía de pie tranquilo, dueño de una calma aparente, observando el mal metálico que se cernía sobre él.

—¡Aunadar! ¡Basta ya! No... —gritó Tanalasta, levantando las manos, como si pretendiera detener la carga del abraxus.

Los labios de Aunadar dibujaron una sonrisa lobuna, y a continuación siseó justo antes de que el abraxus expeliera su aliento venenoso, que se elevó en espiral como si fuera humo, pero que no alcanzó a la princesa aterrorizada. En lugar de ello, pareció dar contra algo duro e invisible, que se extendía en la estancia, alrededor del monstruo... algo grande con forma curva. El aliento semejante al humo de la bestia se extendió por sus confines, con lo cual se dibujó en el aire una nueva barrera, una suerte de esfera que mantenía encerrado al abraxus... y con él, a Aunadar Bleth.

En los escalones que había al pie del trono, se dibujó una sonrisa en los labios del mago Vangerdahast. Giogi lo observó entonces, sólo durante un instante, y creyó ver en sus ojos la mirada febril del cazador implacable momentos antes de cobrarse una presa. A sus pies, Aunadar Bleth profirió un grito increíble, ronco.

El abraxus volvió a respirar, y la esfera pudo verse claramente a medida que los vapores mortíferos se extendían por ella. Se movía junto al monstruo metálico, que avanzaba lentamente por la sala del Trono Dragón, en pos del rey.

Tanalasta se volvió un instante antes de que el escudo mágico la tocara. Dio un paso atrás, seguido de otro, y se arrojó en brazos de su padre. Azoun la abrazó con fuerza, sin intención de soltarla.

A su espalda, el grito de Aunadar se convirtió en una serie de toses y gorgoteos que continuaron sin fin aparente a medida que avanzaba la esfera humeante. Tanalasta se volvió, abrazada al rey, para contemplarlo, víctima de una sensación a caballo entre la fascinación y el horror. El traidor de su prometido iba a morir, ¿pero sería él el único en hacerlo? ¿Serían capaces de detener aquel horror dorado, que avanzaba con metálico paso?

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