Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
¿Era cosa de su imaginación o la esfera se empequeñecía de forma paulatina?
El abraxus volvió a sisear, y a través del humo, que iba en aumento, Tanalasta alcanzó a ver a Aunadar doblado sobre el estómago, trastabillando a ciegas hasta dar con la parte posterior de la esfera. Se agarró a ella sin fuerzas, y después cayó al suelo. ¡Al parecer, la esfera se cerraba en torno al monstruo dorado!
Arriba, junto al trono, Giogi y Dauneth observaron que Vangerdahast tenía la frente bañada en sudor. Se volvieron hacia el mago, abriendo la boca para protestar por el esfuerzo que éste llevaba a cabo. Gotas de sudor resbalaban por la nariz y la barba del anciano.
La esfera fue reduciendo paulatinamente su tamaño, a medida que el mago temblaba más y más. Los dos nobles lo cogieron por los hombros suavemente, para sostenerlo, cuando su cuerpo empezó a verse agitado por numerosas convulsiones y espasmos; temblaba de tal forma que resultaba imposible mantenerlo erguido.
—¿Hay algo que podamos hacer, señor mago? —susurró Dauneth, pero Vangerdahast cerró con fuerza la mandíbula y no respondió. Mantenía la mirada fija en la esfera que había a sus pies, haciéndose cada vez más pequeña. Alcanzó al abraxus, que se mantuvo firme ante su avance, aunque sólo fuera durante un instante. Entonces el autómata dorado se dobló de lado soltando un impresionante crujido metálico. Las placas metálicas crujieron a modo de protesta, a medida que la esfera se comprimía hacia dentro sin cesar. Observaron una explosión de sangre cuando el cuerpo de Aunadar Bleth se quebró junto al de la criatura. Entonces hubo otro grito, el grito inhumano del metal al comprimirse de forma imposible.
Algo cogió a Tanalasta de las manos. Era Cat, que puso en ellas el talismán oval. Cerró los dedos de la princesa en torno al objeto, sonrió a Tanalasta para animarla, dio un paso atrás y levantó las manos rápidamente, agitándolas en el aire.
En el trono, entre Wyvernspur y Marliir, Tanalasta observó que Vangerdahast parecía un anciano malherido. Cat trenzó una serie de movimientos en el aire, y Vangerdahast pronunció una sola palabra, ininteligible.
La esfera desapareció por completo, consumida por una súbita bola de fuego. Tanalasta se tapó los ojos con la mano, un instante antes de que el fuego adquiriese un fulgor insoportable.
Entonces la sala del Trono Dragón tembló bajo la fuerza de una explosión que despidió una llamarada en forma de columna, dirigida al techo, sin que nada ni nadie fuera alcanzado.
Cat Wyvernspur, cuyo hechizo había sido el responsable de dirigir las llamas hacia donde no pudieran dañar a nadie, se acercó a los Obarskyr, padre e hija. La hechicera, agotada, se hundió en brazos del rey durante un breve instante, y después se separó de él. De pronto, sus jadeos fueron lo único que pudo oírse en la silenciosa sala. Todos los presentes en la sala del Trono Dragón (los miembros de la realeza, los magos, los Dragones Púrpura, los nobles) guardaron silencio durante un momento.
La esfera había desaparecido, dejando tan sólo un círculo chamuscado en el techo de mármol. Aunadar Bleth había desaparecido también, al igual que el abraxus.
Y en los escalones que había al pie del trono, el anciano mago se incorporó con torpeza, cogido por los nobles leales que lo flanqueaban.
—¡El rey nos ha sido devuelto sano y salvo! ¡Larga vida al rey! —gritó Vangerdahast, aclarándose la garganta. El techo devolvió en eco las palabras del mago de la corte, que reverberaron por toda la estancia.
—¡Larga vida al rey! —repitió un noble de los que habían observado lo sucedido tras la barrera mágica.
—¡El rey! ¡El rey! ¡Larga vida al rey! —gritaron otras voces.
—¡Azoun! —rugieron los Dragones Púrpura, que levantaron las espadas a modo de saludo—. ¡Azoun!
—¡Larga vida al rey! —Aquella letanía se extendió fuera de la sala, resonando por todo el palacio a medida que la gente, extrañada, se acercaba a la sala del Trono Dragón.
—¡Larga vida al rey! —El estruendo reverberó en la sala como un trueno, momento en que un noble anciano se echó a llorar y se postró de rodillas ante su soberano—. ¡Azoun... lideradnos!
—¡Larga vida al rey! —Estalló de nuevo la multitud, cuyos gritos provenían del exterior de la sala. Dentro, todos los presentes, tanto hombres como mujeres, se arrodillaron, uno tras otro, hasta que el rey, Tanalasta y Vangerdahast fueron los únicos que permanecieron de pie. Dauneth hincó una rodilla en tierra, pero mantuvo la espada aprestada y ojo avizor, por si acaso a alguien se le ocurría que aquél era buen momento para rematar la faena.
Dauneth observó el rostro de Azoun, que sonreía quedo e inclinaba la cabeza ante cada noble, y ante la línea de Dragones Púrpura, antes de volverse hacia el rostro sonriente de la princesa de la corona.
El heredero de la familia Marliir observó pensativo aquel rostro durante un buen rato. Sabía que tanto lord Wyvernspur como Vangerdahast habían observado la intensidad de su mirada, y que eran conscientes del objeto de ésta, pero no le importó lo más mínimo.
Dioses, qué bella era. Podía arrodillarse ante una mujer así, pensó Dauneth mientras suspiraba profundamente, consciente de que Tanalasta no había derramado una sola lágrima por el amor que había perdido, por Aunadar. Quizás aún cupiera un atisbo de esperanza.
Dauneth Marliir, heredero de una familia cuyo nombre había sido tan denostado, se puso en pie como activado por un resorte.
—¡Larga vida al rey! —rugió como un león, levantando su acero, que refulgió reflejando las luces de la sala.
Azoun volvió la cabeza a tiempo de ver cómo la hoja de Giogi se unía a la de Dauneth en el saludo, y cómo el anciano que se encontraba entre ambos reía como una colegiala. De pronto un fuego mágico surgió de su mano para dar forma a una espada. Entonces la levantó también, cosa que no pudo sino empujar a la risa a Cat, Azoun y Tanalasta.
—¡Larga vida al rey! ¡Larga vida a Cormyr! —gritaron con todas sus fuerzas los tres hombres que estaban a los pies del trono.
Los ecos de sus gritos resultaron tan ensordecedores que sólo Giogi y Dauneth oyeron las palabras murmuradas por el mago:
—Nos hemos ganado a pulso un espléndido festín.
Año del Guantelete
(1369 del Calendario de los Valles)
Los conspiradores, reales y accidentales, fueron conducidos a la sala de la Hoja del Grifo. Se habían llevado la cama que había ocupado el rey durante su enfermedad, para volver a colocar todos los muebles. Las ventanas, que habían permanecido cerradas por temor a un posible contagio, estaban abiertas de par en par, y tras ellas se extendía la ciudad de Suzail como una sábana, cediendo después el espacio a un mar azul que servía de reflejo al cielo extendido sobre él. En algún lugar, alguien tañía una campana, en una llamada que reverberaba por todas las calles de la ciudad.
—El rey está vivo —dijo Cat Wyvernspur, inclinando la cabeza como para señalar las alegres campanadas—. ¡Larga vida al rey!
El rey jugaba al ajedrez con el marido de Cat, lord Giogi. Éste concentraba toda su atención en el tablero durante unos cuantos minutos, para empujar después una pieza hasta la casilla deseada. Entonces Azoun se mesaba la barba dos veces, extendía la mano y llevaba a cabo su movimiento. Giogi hundía la barbilla entre sus manos y volvía a concentrarse en el juego.
—¿Cómo va la partida? —preguntó Cat, que cogió a Giogi de los hombros.
—Frustrante —replicó su esposo—. He intentado todas y cada una de las variantes del libro, sin poder burlar su defensa. Es más, cada vez que rechaza uno de mis asaltos, empeora mi situación. Hasta el momento ha ganado tres partidas ya, y en esta pequeña... masacre, ya he perdido dos torres y un Dragón Púrpura.
Cat sonrió cariñosamente a la coronilla de su señor, intercambió un guiño solemne con el rey y se hizo con una jarra de vino antes de dirigirse hacia donde Vangerdahast, Dauneth Marliir y Tanalasta conversaban animadamente.
El mago de la corte observó el juego de ajedrez.
—¿Cómo se las apaña el joven lord Wyvernspur?
—Mal —respondió Cat, al tiempo que se servía un vaso de vino tinto—. Las espléndidas defensas del rey lo tienen anonadado.
—¿Debo, entonces, confiarle el secreto? —preguntó el mago, que parpadeó juguetón.
—¿Secreto?
—Azoun jamás planea sus movimientos de antemano en el ajedrez —explicó el mago—. Se limita a mover la pieza que menos rabia le da. Piensa en un movimiento, lo hace al instante, y... bendito sea... suele acertar.
—Oh, mejor será que no le diga nada a Giogi —respondió Cat, riendo entre dientes—. Su majestad le ganó veintisiete partidas cuando lo albergamos en nuestro sótano. Mi pobre marido pasaba la mitad de la noche despierto, memorizando
Variantes de ajedrez de los maestros de la Antigua Impiltur
, con la esperanza de ganarle una sola partida. Creo que lo destrozará si se lo cuenta.
Giogi soltó una maldición, y el rey respondió a ella con una carcajada al capturar a su reina y forzar el jaque mate.
—A mí me parece que no hace la menor falta echar más leña al fuego —dijo el mago, lo suficientemente alto para que los dos contendientes lo oyeran.
—Ha empleado el gambito de Theskan —explicó Giogi con pesar—. Después del décimo movimiento no tenía ninguna oportunidad.
—Un noble más, aplastado bajo la zarpa del Dragón Púrpura —dijo Azoun, con una sonrisa en los labios.
—Me alegra comprobar que ya os encontráis completamente recuperado, sire —dijo Dauneth—. Pero mataría por saber cómo os curasteis. Tenía entendido que no había magia posible que combatiera el veneno que corría por vuestras venas.
—Ah, ahí reside el quid de la cuestión —dijo Vangerdahast—. Los corpúsculos portadores del veneno estaban envueltos por zonas de protección mágica. No había hechizo que pudiera alcanzar el veneno en sí, a través de estas zonas, de modo que a su majestad no había quién lo curara mediante el uso de la magia. Sin embargo, era precisamente en esas zonas antimágicas donde residía la clave para vencer la enfermedad.
Dauneth lo observó intrigado.
Alentado por su interés, Vangerdahast prosiguió con su explicación, con el entusiasmo propio de quien se siente orgulloso de la magia.
—Sangramos a su majestad, y después hechizamos la sangre que obtuvimos. Un hechizo sencillo, el Aura Mágica de Nystul, que se limita a convertir su sangre en mágica. Excepto, por supuesto, aquellas partes de la sangre que estaban infectadas con el veneno.
—La enfermedad.
—Precisamente. Entonces formulamos un hechizo para teletransportar la sangre encantada a otro portador. Sin embargo, la sangre enferma, por decirlo de alguna forma, quedó en el organismo del rey, puesto que no podía verse afectada por hechizo alguno. Después llevamos a cabo una transfusión de la sangre purificada, libre de magia, al rey.
—Pero es imposible que lo hicieran con toda la sangre del rey a un tiempo, o su majestad hubiera muerto —dijo Dauneth, haciendo un gesto de negación—. Semejante proceso se me antoja similar a destilar un licor, pues el veneno iría desapareciendo paulatinamente, sin que llegara a hacerlo del todo.
—Ha vuelto a dar en el clavo —replicó el mago—, pero con el tiempo, la sangre sana superó a la enferma, y el organismo del rey empezó a recuperarse de forma natural. Tuvimos que reemplazar toda la sangre de su majestad en dos ocasiones, antes de que su constitución pudiera encargarse de la sangre enferma.
—¡Debió llevarles días enteros! —exclamó Dauneth—. No se me ocurre ningún otro proceso que pueda ser más peliagudo y que pueda llevar más tiempo que ése...
—Y doloroso —añadió el rey, que se acercó para sentarse junto a ellos alrededor de la mesa. Giogi seguía moviendo la cabeza de un lado a otro, y se acercó también hasta situarse a la altura de Cat. Ella le ofreció una copa de vino que él cogió con una mano, mientras la rodeaba con el brazo, ausente e incapaz de olvidar la derrota que había sufrido en el ajedrez—. No es el tipo de experiencias por las que me gustaría volver a pasar —añadió el rey.
—No será necesario —respondió el mago supremo—. Ahora que ya conocemos el proceso, podemos dar forma a un hechizo que duplique sus efectos. Y por mucho que yo quiera atribuirme el mérito, fue enteramente cosa de Dimswart y Alaphondar, nuestros queridos y devotos sabios. Me temo que yo andaba ocupado en otros asuntos.
—No —dijo Tanalasta con una sonrisa solemne—. Usted andaba muy ocupado urdiendo y tramando intrigas en contra de la corona.
—Y lo hizo muy bien, a mi entender —apuntó Cat.
—No se lo tengas en cuenta, cariño —dijo el rey—. Cuando yo sólo era un muchacho, una de las lecciones que me dio fue que las cosas no siempre son lo que parecen, y que cualquier mala persona puede poner buena cara si pretende algo. Mientras este proceso de regeneración sanguínea estaba en marcha, proceso al que se ha referido, por cierto, con tanta despreocupación, yo estaba débil como un gatito desamparado. Por ello di órdenes a Vangerdahast para mantener a todos en Babia, y para que se distrajera un poco urdiendo toda suerte de intrigas y fechorías, siempre y cuando ello no fuera motivo de guerra en Suzail o acabara con el castillo quemado hasta sus cimientos.
—Separar al lobo del cordero —dijo a Giogi— o al trigo de las malas hierbas, o al molino de la harina... o lo que sea.
—Eso —asintió el rey—. Hemos acabado con el poder de los Cormaeril, de los Bleth y de otros muchos cuyos actos eran traicioneros. Expropiadas sus tierras y librados de sus títulos, algunos se enfrentan al exilio. Sin embargo, no tengo intención de ajusticiar a nadie más, aparte de los que ya han muerto... Lección que aprendí de Vangerdahast y sus antecesores. El reino es más fuerte que cualquiera de las personas que en él habitan, y siempre es preferible ahorrarse ejecuciones innecesarias.
—He hecho correr la voz, sire —añadió Vangerdahast—, de que cualquier posible interpretación de debilidad por parte del monarca a raíz de esta muestra de clemencia constituiría un error... un terrible error.
—No obstante, mejor será que el temor a una ejecución no desaparezca del todo, me parece una táctica muy útil —reconoció Azoun—. Quienes apoyaron a los traidores, pero no estaban directamente involucrados en la intriga, ya han sido puestos a disposición de la justicia o se dirigen a Sembia, a Puerta Oeste o a Aguas Profundas con toda la celeridad de que son capaces.