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Authors: Charlaine Harris

Definitivamente Muerta (12 page)

BOOK: Definitivamente Muerta
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No solía recibir muchas invitaciones, por lo que encontrarme con ésa sumó puntos a mi bienestar. Habría otras tres maestras en la despedida, y la invitación precisaba que los regalos debían ser relacionados con la cocina. Qué oportuno que estuviese de camino hacia el Wal-Mart de Clarice.

Después de pensármelo mucho, compré una cacerola de dos litros con tapa de loza. Eso siempre era útil. También compré zumo de frutas, queso, tocino, papel de regalo y un sujetador azul muy bonito con braguitas a juego, pero eso no viene mucho a cuento.

De vuelta en casa, después de descargar la compra, envolví el regalo en un papel plateado y le puse un gran lazo. Escribí la fecha y la hora de la despedida de soltera en mi calendario y dejé la invitación encima del paquete. Todo resuelto.

Una vez bien recuperada mi autoestima, limpié la nueva nevera por dentro y por fuera después de almorzar. Puse una remesa de ropa en mi nueva lavadora, deseando por enésima vez que los armarios estuviesen montados, porque ya estaba cansada de buscar las cosas en el desorden que plagaba el suelo.

Recorrí la casa para asegurarme de que estaba ordenada, ya que Quinn pasaría a recogerme. Sin siquiera permitirme pensarlo, cambié las sábanas y limpié el cuarto de baño (no es que mi intención fuera irme a la cama con Quinn a la primera, pero mejor estar preparada por si acaso, ¿no?). Además, me hacía sentirme bien el saber que todo estaba limpio y en orden. Toallas limpias en ambos cuartos de baño, un repaso al polvo en el salón y el dormitorio, y recorrido rápido con la aspiradora. Antes de meterme en la ducha, incluso limpié los porches, a pesar de saber que volverían a estar cubiertos de una capa amarillenta antes de que volviese de mi cita.

Dejé que mi pelo se secara al sol, probablemente propiciando que se llenara de polen también. Me maquillé con cuidado; no solía hacerlo mucho, pero me resultaba interesante si era para algo que no fuese ir a trabajar. Un poco de sombra de ojos, mucha base, unos polvillos y lápiz de labios. A continuación, me puse mi ropa interior nueva. Me hizo sentir especial de dentro a fuera: encaje de medianoche azul. Me miré en el espejo de cuerpo entero para comprobar el efecto. Perfecto. Una tiene que darse alguna alegría, ¿verdad?

La ropa que había comprado en Prendas Tara era de un azul vivo, y estaba hecha a partir de un tejido denso que tenía una caída divina. Me abroché los pantalones y me puse el
top
. No tenía mangas. Se enrollaba alrededor de mis pechos y se ataba. Experimenté con la profundidad del escote, llegando a un punto que bordeaba la línea de lo sexy sin llegar a lo escandaloso.

Cogí mi chal negro del armario, el que me había regalado Alcide para sustituir el que Debbie Pelt había arruinado. Lo necesitaría, avanzada la noche. Me deslicé en mis sandalias negras. Hice pruebas con diferentes piezas de bisutería, y al final me decanté por una cadena dorada sencilla (que fue de mi abuela) y pendientes de bola.

¡Ajá!

Alguien llamó a la puerta delantera y miré al reloj, un poco sorprendida por que Quinn hubiera llegado con un cuarto de hora de antelación. Tampoco había escuchado su camioneta. Abrí la puerta, pero no encontré a Quinn, sino a Eric.

Estoy segura de que disfrutó de mi expresión boquiabierta.

Nunca abras la puerta sin mirar antes. Nunca des por sentado que sabes quién está al otro lado. ¡Para eso me había puesto mirillas! Tonta de mí. Eric debió de llegar volando, pues no había rastro de ningún coche.

—¿Puedo pasar? —preguntó Eric, educadamente. Me había mirado de arriba abajo. Después de disfrutar del panorama, se dio cuenta de que no lo había preparado en su honor. No le agradó—. ¿Esperas compañía?

—Pues, de hecho, sí, y la verdad es que preferiría que te quedaras a ese lado de la puerta —contesté. Di un paso atrás para que no pudiera alcanzarme.

—Le dijiste a Pam que no querías venir a Shreveport —dijo. Oh, sí que estaba enfadado—. Y aquí estoy, para descubrir por qué no me devuelves la llamada. —Normalmente, su acento solía ser muy leve, pero esa noche se hacía notar mucho.

—No tenía tiempo —dije—. Esta noche salgo.

—Ya lo veo —dijo, más tranquilo—. ¿Con quién?

—¿Acaso es asunto tuyo? —Me encontré con su mirada, desafiante.

—Por supuesto que sí —dijo.

Me dejó desconcertada.

—¿Y eso por qué? —pregunté, reuniendo algunas fuerzas.

—Deberías ser mía. Me he acostado contigo, te he cuidado, te he... ayudado económicamente.

—Me pagaste un dinero que me debías por los servicios prestados —repuse—. Puede que te hayas acostado conmigo, pero de eso hace tiempo, y no has dado muestras de querer volver a hacerlo. Si tanto te preocupo, lo demuestras de una forma condenadamente extraña. No sabía que «la elusión absoluta excepto órdenes transmitidas por lacayos» fuese una forma válida de expresar la preocupación por alguien. —Vale, la frase se las traía, pero estaba segura de que lo había pillado.

—¿Estás llamando a Pam lacaya? —dijo, con la sombra de una sonrisa en los labios. Enseguida recuperó el aire ofendido. Lo sabía porque empezó a proyectar su crispación—. No tengo por qué revolotear a tu alrededor para demostrártelo. Soy el sheriff. Tú..., tú formas parte de mi séquito.

Sabía que la boca se me había quedado abierta, pero no lo podía evitar. Mi abuela había bautizado esa expresión como «cazando moscas», y tenía la sensación de que estaba atrapando un montón.

—¿Tu séquito? —logré espetar—. Pues al demonio contigo y tu séquito, ¡a mí nadie me dice lo que tengo que hacer!

—Estás obligada a venir conmigo a la conferencia —dijo Eric, con la boca tensa y los ojos encendidos—. Por eso te convoqué a Shreveport, para hablarte del viaje y los preparativos.

—No estoy obligada a ir a ninguna parte contigo. Hay alguien por encima de ti, coleguita.

—¿Coleguita? ¡¿Coleguita?!

Y la cosa habría degenerado si no hubiera aparecido Quinn. En vez de llegar en su camioneta, iba en un Lincoln Continental. Me permití un instante de arrogante placer ante la idea de montarme en él. Había escogido ponerme pantalones en parte porque creí que tendría que lidiar con una camioneta, pero eso no le quitó ni un ápice de satisfacción a la posibilidad de arrastrarme dentro de un coche tan lujoso. Quinn atravesó el césped y subió al porche con paso tranquilo. No parecía tener mucha prisa, pero de repente estaba allí delante. Le sonreí. Tenía un aspecto fantástico. Lucía un traje gris oscuro y una camisa púrpura oscuro, y los motivos de la corbata de cachemira hacían juego con los dos colores. Llevaba un sencillo pendiente de aro dorado en una oreja.

Eric mostró los colmillos.

—Hola, Eric —dijo Quinn sosegadamente. Su profunda voz reverberó por toda mi columna vertebral—. Sookie, estás para comerte. —Me sonrió, y los temblores de mi columna se trasladaron de golpe a otra zona. Jamás hubiera pensado que en presencia de Eric otro hombre me parecería atractivo. Estuve muy equivocada hasta ese momento.

—Tú también estás muy guapo —dije, tratando de no mirarlo como una tonta. Babear no era lo más adecuado.

—¿Qué le has estado contando a Sookie, Quinn? —inquirió Eric.

Aquellos dos tipos tan enormes se examinaron mutuamente. No podía creer que yo fuera la fuente de su desencuentro. Yo era un síntoma, no la enfermedad. Tenía que haber algo más que yo no supiera.

—Le he dicho que la reina requiere su presencia en calidad de miembro de su comitiva en una conferencia, y que la convocatoria de la reina prima sobre la tuya —dijo Quinn tranquilamente.

—¿Desde cuándo transmite la reina sus órdenes a través de un cambiante? —preguntó Eric, dejando filtrar el desprecio en su voz.

—Desde que este cambiante le rindió un valioso servicio con su trabajo —respondió Quinn sin dudar—. El señor Cataliades le sugirió a Su Majestad que podría ser de utilidad desde el punto de vista diplomático, y mis socios se han mostrado encantados de concederme más tiempo para llevar a cabo cualquier tarea que tenga a bien encomendarme.

No estaba muy segura de entender lo que estaba pasando, pero pillaba lo esencial.

Eric se encontraba encolerizado, por dar uso a mi palabra diaria. De hecho, sus ojos casi lanzaban chispas de ira.

—Esta mujer ha sido mía, y seguirá siéndolo —dijo con un tono tan indiscutible que me sentí tentada de darme la vuelta para ver si llevaba una etiqueta colgada a la espalda.

Quinn me miró.

—Cielo, ¿eres suya o no? —me preguntó.

—No —dije.

—Entonces vámonos a disfrutar de la función —dijo él. No parecía asustado, y mucho menos preocupado. ¿Sería su reacción auténtica o estaba interpretando un papel? En cualquiera de los casos, resultaba de lo más impresionante.

Tuve que pasar junto a Eric para ir al coche de Quinn. No pude evitar mirar hacia arriba para encontrarle. Estar tan cerca de él mientras se encontraba tan enfurecido no era lo más aconsejable, y tenía que estar en guardia. Eric apenas sufría usurpaciones en su autoridad, y mi apropiación por parte de la reina de Luisiana (su reina) era un asunto serio. Mi cita con Quinn también se le había atragantado, pero tendría que aprender a tragar.

Nos metimos en el coche, nos abrochamos el cinturón y Quinn realizó una experta maniobra al volante para apuntar el morro del vehículo hacia la salida a Hummingbird Road. Respiré, lenta y cuidadosamente. Necesité unos cuantos segundos de tranquilidad para volver a sentirme en calma. Poco a poco, mis manos se fueron relajando. Me di cuenta de que el silencio se había afianzado. Me di un azote mental.

—¿Sueles ir mucho al teatro cuando viajas? —le pregunté, por iniciar un tema de conversación.

Se rió, y el rico y profundo sonido de sus carcajadas llenó el coche.

—Sí —dijo—. Voy al cine, al teatro y a cualquier acontecimiento deportivo que se celebre en ese momento. Me gusta ver a la gente hacer cosas. No veo mucho la tele. Me encanta salir de mi habitación de hotel o apartamento y ver cómo pasan las cosas o provocar yo mismo que pasen.

—Entonces, ¿bailas?

Me lanzó una rápida mirada.

—Sí.

Sonreí.

—Me gusta bailar. —Y la verdad es que se me daba bastante bien, aunque tampoco es que tuviera muchas oportunidades para practicar—. Tampoco canto mal —admití—, pero lo que me gusta de verdad es bailar.

—Suena prometedor.

Pensé que tendríamos que esperar a ver cómo se daba la noche antes de pensar en citas para salir a bailar, pero al menos ya sabíamos que existía algo que nos gustaba a los dos.

—Me gusta el cine —dije—, pero creo que nunca he ido a ver un acontecimiento deportivo en directo, salvo los partidos del instituto. A esos sí que voy, ya sabes, fútbol, baloncesto, béisbol. .. No me pierdo uno, siempre que el trabajo lo permita, claro.

—¿Practicabas algún deporte en la escuela? —preguntó Quinn. Confesé que había jugado al sóftbol, y él me dijo que jugó al baloncesto, lo cual, habida cuenta de su altura, no resultaba en absoluto sorprendente.

Quinn era alguien de conversación fácil. Escuchaba cuando se le hablaba. Conducía bien; al menos no insultaba a los demás conductores, como solía hacer Jason. Mi hermano guiaba el volante desde la impaciencia.

Estaba esperando que cayera el otro zapato. Aguardaba ese momento, ya sabéis a cuál me refiero, ése en el que tu cita confiesa de repente algo que no puedes digerir; como que es racista u homófobo, que jamás se casará con nadie que no sea baptista (sureña, morena, corredora de maratones o lo que sea), que tiene hijos de sus tres primeras mujeres, que le gusta que le azoten o que te cuente sus experiencias reventando ranas y torturando gatos. Después de ese momento, da igual lo divertido que haya sido todo lo anterior, ya sabes que no vas a llegar a ninguna parte. Y yo ni siquiera tenía que esperar que un tío me lo dijera verbalmente; podía leerlo en su mente antes siquiera de salir con él.

Nunca fui muy popular entre los tíos normales. Lo reconocieran o no, no podían admitir la idea de salir con una chica que sabía exactamente cada vez que se hacían una paja, que tenían un pensamiento lujurioso con otra mujer o que se preguntaban qué aspecto tendría su profesora sin la ropa puesta.

Quinn rodeó el coche y me abrió la puerta después de aparcar en la acera frente al Strand. Me cogió de la mano y cruzamos la calle. Me gustó el detalle de cortesía.

Había mucha gente esperando para entrar en el teatro, y todos parecían mirar a Quinn. Aunque no era extraño que un tío calvo tan alto como Quinn atrajera algunas miradas. Traté de no pensar en su mano; era muy grande, cálida y seca.

—Todos te están mirando —dijo mientras se sacaba las entradas del bolsillo y yo apretaba los labios para no reírme.

—No me parece que sea a mí —dije.

—¿Y qué otra cosa iban a mirar?

—A ti —contesté, asombrada.

Se rió a carcajadas, con esa profundidad que me hacía vibrar por dentro.

Teníamos buenas butacas, justo en el centro y hacia la mitad delantera del patio. Quinn llenó del todo su asiento, no había duda al respecto, y me pregunté si las personas que estaban detrás de él verían algo. Ojeé el programa con curiosidad y me di cuenta de que no reconocía el nombre de ninguno de los actores de la obra, así que decidí que me daba igual. Alcé la Vista para descubrir que Quinn me estaba mirando. Sentí que me ponía roja. Doblé mi chal negro, lo posé sobre mi regazo, y tuve el abrupto deseo de tirar de mi
top
hacia arriba para tapar cada centímetro de escote.

—Te miraba a ti, no puedo negarlo —dijo con una sonrisa. Agaché la cabeza, complacida, aunque un poco azorada.

Mucha gente ha visto
Los productores
. No es necesario que describa el argumento, salvo que va de gente ingenua y bribones encantadores, y que es muy divertida. Disfruté de cada minuto. Era maravilloso ver a personas que actuaban delante de ti a un nivel tan profesional. La estrella invitada, a la que parecía reconocer el público de más edad, se hizo con el papel principal con una asombrosa seguridad. Quinn también se rió, y después de la pausa me volvió a coger de la mano. Mis dedos se entrelazaron con los suyos con bastante naturalidad, y el contacto físico no hizo que me sintiera especialmente tímida.

De repente había pasado una hora, y la función se había acabado. Nos levantamos junto con todos los demás, aunque estábamos seguros de que llevaría un tiempo que se vaciara el teatro.

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