A Bradley le habría gustado evitar un encontronazo: pero como deseaba conducir a su grupo al sur rodeando la charca, y como estaban rodeados por la jungla a un lado y por agua al otro, no parecía posible.
Intentando evitar un enfrentamiento, Bradley dio un paso al frente con la mano alzada.
—Somos amigos -dijo en la lengua de Ahm, el bo-lu, que había sido prisionero del fuerte-, permitidnos pasar en paz. No os haremos daño.
Ante sus palabras, los hombres-hacha soltaron una risotada, fuerte y estentórea.
—No -gritó uno-, no nos haréis daño, porque os mataremos. ¡Venid! ¡Os mataremos! ¡Os mataremos!
Y con gritos terribles cargaron contra los europeos.
—Sinclair, puedes disparar -dijo Bradley tranquilamente-. Abate al líder. No podemos desperdiciar munición.
El inglés se llevó la escopeta a la cara y apuntó rápidamente al pecho del salvaje que saltaba gritando hacia ellos. Directamente tras el líder venía otro hombre-hacha, y con la detonación del rifle de Sinclair, ambos hombres se desplomaron en el suelo, abatidos por la misma bala.
El efecto sobre el resto de la banda fue eléctrico. Como un solo hombre se detuvieron súbitamente, dieron media vuelta y se perdieron en la jungla, donde los europeos pudieron oírlos abriéndose paso en un intento de poner tanta distancia como fuera posible de los autores de este nuevo y terrible ruido que mataba a los guerreros a gran distancia.
Cuando Bradley se acercó a examinarlos, ambos salvajes estaban muertos y cuando los europeos se congregaron alrededor, otros ojos se centraron en ellos con más curiosidad que la que ellos dirigieron a las víctimas de la bala de Sinclair. Cuando el grupo de nuevo reinició la marcha hacia el extremo sur de la charca, el propietario de aquellos ojos los siguió. Eran unos ojos grandes, redondos, casi inexpresivos, excepto por cierta fría crueldad que brillaba maligna bajo sus pálidas pupilas grises.
Sin ser conscientes de que los acechaban, los hombres llegaron por fin a un punto que parecía favorable para acampar. Un arroyo fresco borboteaba en la base de una formación rocosa que se alzaba y en parte cubría un pequeño hueco. Siguiendo una orden de Bradley, los hombres emprendieron las tareas que les habían sido asignadas: recoger leña, encender una hoguera y preparar la cena.
En eso estaban cuando el batir de unas grandes alas llamó la atención de Brady. Alzó la cabeza, esperando ver uno de los grandes reptiles voladores de eras pasadas, el rifle preparado en la mano. Brady era un hombre valiente. Una vez, había subido las escaleras de un edificio de apartamentos y había sacado a un maníaco armado de una habitación oscura sin inmutarse. Pero ahora, al mirar, se puso blanco y retrocedió.
—¡Dios! -casi gritó-. ¿Qué es esto?
Atraídos por el grito de Brady, los otros cogieron sus rifles y siguieron I su mirada espantada, y ninguno de ellos dejó de sentir terror o asombro.
Entonces Brady habló de nuevo con voz casi inaudible.
—¡Que la Santa Madre de Dios nos proteja… es una banshee!
Bradley, siempre frío casi hasta la indiferencia ante el peligro, sintió una extraña sensación reptándole por la piel, mientras lentamente, apenas a treinta metros sobre ellos, el ser cruzó el cielo aleteando, observándolos con sus enormes ojos redondos. Y hasta que desapareció sobre las copas de los árboles de un bosquecillo cercano los cinco hombres permanecieron como paralizados, sin apartar la mirada de su extraña forma. Ninguno de ellos pareció recordar que empuñaba un rifle cargado.
Cuando la criatura pasó, llegó la reacción. Tippet se desplomó y se cubrió la cara con las manos.
—Oh, Dios -gimió-. Sácame de este horrible lugar.
Brady, recuperado de la primera impresión, maldijo en voz alta. Llamó a todos los santos para que fueran testigos de que no tenía miedo y que cualquiera con medio ojo podría haber visto que la criatura no era más que «uno de esos caimanes» que todos conocían.
—Sí -dijo Sinclair con fino sarcasmo-, hemos visto muchos de ellos con mortajas blancas.
—¡Cállate, idiota! -rugió Brady-. Si sabes tanto, dinos entonces qué era.
Entonces se volvió hacia Bradley.
—¿Qué cree que era, señor? -preguntó.
Bradley sacudió la cabeza.
—No lo sé -dijo-. Parecía un ser humano con alas, vestido con una túnica blanca. Su cara era más humana que otra cosa. Eso es lo que me pareció, pero en realidad no sé nada más, pues una criatura semejante está tan por encima de mi conocimiento o mi experiencia como de la vuestra. De lo que estoy seguro es de que, fuera lo que fuese, era bastante material: no era ningún fantasma. Sólo otra de las extrañas formas de vida que hemos encontrado aquí y a las que ya deberíamos de estar acostumbrados.
Tippet alzó la cabeza. Su cara estaba todavía cenicienta.
—No lo sabe -gimió-. Lo ha visto. Cielos, lo ha visto. Era un muerto volando por los aires. ¿No vio sus ojos? ¡Oh, Dios! ¿No los vio?
—No me pareció ni bestia ni reptil -intervino Sinclair-. Me miró directamente cuando alcé la cabeza y vi su cara tan claramente como veo la tuya. Tenía grandes ojos redondos que parecían fríos y muertos, y sus mejillas estaban hundidas, y pude ver sus dientes amarillos tras unos labios finos y tensos… como los de un hombre que lleva mucho tiempo muerto, señor -añadió, volviéndose hacia Bradley.
—¡Sí! -James no había hablado desde que la aparición pasó sobre ellos, y ahora apenas era capaz de articular una serie de pequeños sollozos-. Sí… muerto… hace mucho tiempo. Eso… significa algo. Viene… a por… alguno… A por alguno… de nosotros. Uno de… nosotros… va a morir. ¡Voy a morir! -terminó con un sollozo.
—¡Vamos! ¡Vamos! -exclamó Bradley-. Eso no nos servirá de nada. A trabajar, todos. No podemos perder el tiempo.
Su tono autoritario hizo que todos se pusieran en pie y poco después cada uno se dedicó a sus quehaceres; pero trabajaron en silencio y no hubo cantos ni bromas como en los anteriores campamentos. Hasta que no hubieron comido y repartieron el poco tabaco permitido después de cada cena no mostraron ningún signo de relajación de sus tensos nervios. Fue Brady quien mostró los primeros síntomas de recuperar el buen humor. Empezó a tararear «El largo camino a Tipperary» y poco después a canturrear la letra, pero los demás no le imitaron hasta la tercera canción, e incluso entonces parecía haber una nota de incertidumbre incluso en la más alegre de las tonadas.
En la abertura de su recodo rocoso ardía un fuego que podría mantener a raya a los depredadores carnívoros, y siempre uno de ellos permanecía de guardia, alerta contra el posible ataque de alguna enloquecida bestia de la jungla. Más allá del fuego aparecían manchas verde-amarillentas de llamas, moviéndose inquietas de un lado a otro, apareciendo y desapareciendo, acompañadas de un horrible coro de gritos y gruñidos y rugidos mientras los hambrientos depredadores que cazaban de noche eran atraídos por la luz o el olor de una posible presa.
Pero los cinco hombres se habían vuelto insensibles a aquellas visiones y sonidos. Cantaban o hablaban sin preocuparse, como podrían haber hecho en la barra de cualquier bar en casa.
Sinclair montaba guardia. Los demás escuchaban la descripción que Brady hacía de un atasco de tráfico en el puente de Rush Street durante la hora punta. El fuego chisporroteaba alegremente. Los propietarios de los ojos amarillo-verdosos alzaron sus temibles coros a los cielos. La normalidad parecía haber regresado. Y entonces, como si la mano de la Muerte se hubiera extendido y los hubiera tocado a todos, los cinco hombres se tensaron, rígidos.
Sobre el diapasón nocturno de la jungla sonó un claro batir de alas y en lo alto, a través de la densa noche, una sombra oscura cruzó la luz difusa del fuego del campamento. Sinclair alzó su rifle y disparó. Un extraño gemido llegó flotando y la aparición, fuera lo que fuese, fue engullida por la oscuridad. Durante varios segundos los hombres escucharon el sonido de aquellas alas perdiéndose en la distancia, hasta que ya no pudieron oírlas.
Bradley fue el primero en hablar.
—No tendrías que haber disparado, Sinclair -dijo-. No podemos malgastar munición.
Pero no había ninguna nota de censura en su voz. Era como si comprendiese la reacción nerviosa que había impulsado la acción del otro hombre.
—No pude evitarlo, señor -dijo Sinclair-. Dios, habría hecho falta un hombre de hierro para no dispararle a esa horrible cosa. ¿Cree usted en fantasmas, señor?
—No -respondió Bradley-. No existen esas cosas.
—Eso yo no lo sé -dijo Brady-. Asesinaron a una mujer en un prado cerca de Brighton, le cortaron la garganta de oreja a oreja…
—Cállate -replicó Bradley.
—Mi abuelo vivía en Coppington -dijo Tippet-. Había un viejo castillo en ruinas en una isla cercana, y a media noche veían luces celestes en las ventanas y oían…
—¿Quieres callarte la boca? -demandó Bradley-. Os asustaréis de muerte unos a otros en un minuto. Ahora, a dormir.
Pero pudieron dormir poco esa noche en el campamento hasta que el cansancio absoluto llevó a los agotados hombres al amanecer. Tampoco regresó la extraña criatura que les había puesto a todos los nervios de punta.
Al siguiente mediodía el grupo llegó al pie de la barrera de acantilados, y durante dos días marcharon hacia el norte en un esfuerzo por descubrir una ruptura en la cerrada muralla que alzaba su cara rocosa casi en perpendicular sobre ellos. En ninguna parte encontraron la menor indicación de que los acantilados fueran escalables.
Desanimado, Bradley decidió regresar al fuerte, ya que había excedido el tiempo que Bowen Tyler y él mismo habían concedido a la expedición. Los acantilados se extendían durante muchos kilómetros en dirección noreste, lo cual le indicaba a Bradley que se acercaban al extremo norte de la isla. Según sus mejores cálculos se habían acercado lo suficiente al este durante los dos últimos días como para encontrarse en un punto directamente al norte de Fuerte Dinosaurio, así que no ganarían nada rehaciendo sus pasos, por lo que decidió cortar al sur a través del territorio inexplorado que se encontraba entre ellos y el fuerte.
Esa noche (el 9 de septiembre de 1916), acamparon a corta distancia de los acantilados, en uno de los numerosos arroyuelos fríos que se encuentran en Caspak, a menudo cerca de las aún más numerosas charcas cálidas que desembocan en muchas lagunas. Después de cenar, los hombres se pusieron a fumar y charlar. Tippet estaba de guardia. Ahora los amenazaban menos depredadores nocturnos y los hombres comentaban el hecho de que cuanto más al norte viajaban, menor era el número de todas las especies de animales, aunque tenían claro que habría sido una cantidad sorprendente en cualquier otra parte del mundo. La disminución de la vida reptilesca era el cambio más notable en la fauna del norte de Caspak. Aquí, sin embargo, había formas que no habían visto en ninguna otra parte, algunas de las cuales tenían proporciones gigantescas.
Según su costumbre, todos, con la excepción del hombre de guardia, se acostaron temprano, y no tardaron en quedar dormidos. A Bradley le pareció que acababa de cerrar los ojos cuando se puso en pie, completamente despierto, tras oír un penetrante grito que fue reforzado por la brusca detonación de un rifle que llegó desde la dirección donde Tippet montaba guardia. Mientras corría hacia el hombre, Bradley oyó sobre él el mismo alarido imposible que había afectado a los nervios de todos hacía unas cuantas noches, y el batir de poderosas alas. No tuvo que mirar a la figura vestida de blanco que aleteaba lentamente en la noche para saber que su torvo visitante había regresado.
Los músculos de su brazo, reaccionando a la visión y el sonido de la amenazante forma, llevaron su mano a la culata de su pistola. Pero después de desenfundar el arma, inmediatamente la devolvió a su sitio, encogiéndose de hombros.
—¿Para qué? -murmuró-. No podemos malgastar munición.
Entonces se dirigió rápidamente hacia el lugar donde Tippet yacía boca abajo.
—¿Está muerto, señor? -susurró James mientras Bradley se arrodillaba junto a la forma postrada.
Bradley le dio la vuelta a Tippet y acercó una oreja al corazón del otro hombre. Un momento después alzó la cabeza.
—Desmayado -anunció-. Traed agua. ¡Rápido!
Entonces desabrochó el cuello de la camisa de Tippet y cuando le trajeron el agua arrojó un puñado a la cara del hombre.
Lentamente, Tippet recuperó la consciencia y se sentó. Al principio miró curiosamente los rostros de los hombres que le rodeaban; luego una expresión de terror se apoderó de sus rasgos. Dirigió una mirada sobresaltada al negro vacío del cielo y luego enterró el rostro en sus manos y empezó a sollozar como un niño.
—¿Qué pasa, hombre? -demandó Bradley-. ¡Anímate! No puedes llorar como un bebé. Es una pérdida de energía. ¿Qué pasó?
—¿Qué pasó, señor? -gimió Tippet-. ¡Oh, Dios, señor! Casi me capturó. Estuvo a punto de matarme. Iba a llevarme consigo.
—Déjate de tonterías -replicó Bradley-. ¿Lo viste bien?
Tippet dijo que sí, mucho mejor de lo que habría querido. La criatura casi lo había agarrado, y la había mirado directamente a los ojos.
—Ojos muertos en una cara muerta -describió.
—¿Qué crees que pretendía? -inquirió Brady.
—Era la Muerte -gimió Tippet, estremeciéndose, y de nuevo el pequeño grupo se sumió en la pesadumbre.
Al día siguiente Tippet caminó como si estuviera en trance. Nunca hablaba a menos que fuera para responder a una pregunta directa, y a menudo había que repetírsela antes de que le llamara la atención. Insistía en que ya era hombre muerto, pues si la criatura no venía a por él durante el día nunca sobreviviría a otra noche de agónica aprensión, esperando el temible final que estaba seguro le aguardaba.
—Me encargaré de eso -dijo, y todos supieron que Tippet pretendía quitarse la vida antes de que llegara la oscuridad.
Bradley trató de razonar con él, a su modo breve y cortante, pero pronto vio la futilidad de todo aquello. Y tampoco podía quitarle las armas sin someterlo a una muerte casi segura por parte de cualquiera de los innumerables peligros que encontraban en su camino.
El grupo permanecía sombrío y deprimido. Ya no hacían bromas como antes, aun ante los peligros y peripecias que iban encontrando. La amenaza que los acechaba era nueva, algo que no podían explicar; y por eso, de manera natural, despertaba en ellos temores supersticiosos que la actitud de Tippet tan sólo tendía a aumentar. Para aumentar su desazón, tuvieron que atravesar un tupido bosque, donde, a causa de los matorrales, era difícil hacer siquiera un kilómetro a la hora. Tenían que estar constantemente de guardia para evitar las muchas serpientes de diverso grado de repulsión y tamaño que infestaban el bosque; y el único rayo de esperanza al que podían aferrarse era que el bosque, como la mayoría de los bosques caspakianos, no tendría una extensión considerable.