—Bueno, ¿entendéis lo que digo? —preguntó—. Estoy pensando en el asesinato de Bergsjön, ¿os acordáis? La niñita que fue asesinada en el sótano y todo el mundo se conmovió con las lágrimas de la madre, mientras el padre era sospechoso. Después resultó que la asesina era la madre.
Levantó la mano adelantándose a las inmediatas protestas.
—Sí, sí, lo sé, no podemos ser policías y nosotros no debemos juzgar, pero creo que deberíamos tenerlo en cuenta.
—Estadísticamente tendría que ser su marido —dijo Annika de golpe—. Los compañeros y los maridos son los causantes de casi todos los asesinatos de mujeres.
—¿Puede ser así en este caso?
Annika pensó un momento.
—Bertil Milander está viejo y encorvado. Me resulta difícil verle corriendo por el estadio cargado de explosivos. Aunque no tiene por qué haberlo hecho él mismo. Puede haber contratado a alguien.
—¿Tenemos a alguien más que pueda ser sospechoso? ¿Qué clase de personas hay en el comité organizador?
—Evert Danielsson, jefe del comité —informó Annika—. Los subdirectores de las distintas secciones: acreditación, transporte, estadios, competiciones, villa olímpica. Son muchos. El presidente del consejo de dirección, Hasse Bjällra. Los miembros del consejo de dirección, aquí tenemos tanto al alcalde como a los ministros…
Schyman resopló.
—Okey,no tiene sentido pensar en eso. ¿Qué más vamos a meter en el periódico?
Ingvar Johansson expuso el resto de la lista: una estrella de música pop que había conseguido permiso para construir un jardín de invierno a pesar de las quejas de los vecinos, un gato que había sobrevivido a cinco mil vueltas dentro de una centrifugadora, una victoria sensacional debandyy nuevas cifras de audiencia récord para el programa de entretenimiento del sábado de Kanal 1.
Terminaron la reunión bastante rápido, Annika se apresuró a volver a su despacho. Cerró la puerta detrás de sí y se sintió completamente mareada. Por una parte se había olvidado de comer y por otra notaba que las luchas de poder en las reuniones de redacción la machacaban físicamente. Se agarró a la mesa mientras se dirigía a la silla. Acababa de sentarse cuando alguien llamó a la puerta y el director entró.
—¿Qué ha dicho tu fuente? —preguntó éste.
—Fue una acción personal —respondió Annika y abrió el último cajón del escritorio. Si no recordaba mal, ahí debía haber un bollo de canela.
—¿Contra Furhage misma?
El bollo estaba mohoso.
—Sí, no contra los Juegos. Los códigos de alarmas los tiene un grupo muy reducido. La amenaza contra ella no tenía nada que ver con los Juegos Olímpicos. Procedía de un familiar.
El director silbó.
—¿Qué puedes escribir sobre esto?
Ella hizo una mueca.
—En realidad, nada. Que había serias amenazas contra sus familiares cercanos es difícil de escribir; en todo caso su familia debería comentarlo y no quieren. Se lo pregunté hoy. Prometí guardar silencio sobre los códigos de las alarmas. Los códigos, junto con lo del maletín desaparecido, son las pistas que en principio tiene la policía.
—Es lo que te cuentan ellos, claro —dijo Schyman—. No es seguro que te lo digan todo.
Annika miró sobre la mesa.
—Voy a ver a Nils Langeby y preguntarle a qué coño juega. No te vayas a ningún sitio, ahora vuelvo.
Se levantó y cerró la puerta cuidadosamente. Annika continuó sentada, con la cabeza vacía y el estómago aún más. Tenía que comer algo antes de desmayarse.
Thomas no regresó a casa con los niños hasta cerca de las seis y media. Los tres estaban empapados, agotados y felices. Ellen casi se durmió en el trineo de vuelta a casa desde el Kronobergsparken, pero una canción más y una pequeña guerra de bolas de nieve la habían animado y había vuelto a reírse. Ahora todos cayeron juntos, amontonados en el recibidor y se ayudaron con la ropa mojada. Cada peque le cogió un pie para quitarle las botas hasta que él simuló romperse. Luego los metió en el baño con agua muy caliente, y allí se quedaron mientras él cocinaba una papilla de sémola. Auténtica comida de domingo por la noche: papilla blanca con mucha canela y azúcar y rebanadas de pan de centeno con jamón. Aprovechó para lavarle el largo pelo a Ellen y acabó el bote de acondicionador de Annika; la niña tenía el pelo delicado. Pudieron comer en albornoz, luego los tres se metieron en la cama de matrimonio y leyeron
Bamse.
Ellen se durmió después de dos páginas, pero Kalle escuchó todo el cuento con los ojos abiertos.
—¿Por qué el papá deBurrees tan malo siempre? —pregunte después—. ¿Es porque está en el paro?
Thomas reflexionó. Debería poder contestar a eso, siendo como era subsecretario del sindicato de trabajadores municipales.
—Uno no es tonto y malo por estar en el paro —dijo—. Sin embargo uno puede acabar en el paro si es muy tonto y malo. Nadie quiere trabajar con alguien así, ¿no crees?
El niño pensó un momento.
—Mamá dice a veces que soy tonto y malo con Ellen. ¿Crees que me darán algún trabajo?
Thomas cogió al niño entre sus brazos y le sopló el pelo mojado, lo acunó lentamente y sintió su calor húmedo.
—Tú eres un niñito fantástico, y conseguirás el trabajo que quieras cuando seas mayor. Pero mamá y yo nos entristecemos cuando tú y Ellen os peleáis, y tú puedes ser muy chinche. No está bien chinchar y pelear. Tú y Ellen os queréis, pues sois hermanos. Por eso es mucho mejor para todos que seamos amigos en esta familia…
El niño se acurrucó como una pelotita y se metió el dedo en la boca.
—Te quiero, papá —dijo, y a Thomas le invadió un calor grande e intenso.
—Yo también te quiero, canijo. ¿Quieres dormir en mi cama?
Kalle asintió, Thomas le quitó el albornoz húmedo y le puso el pijama. A Ellen la llevó en brazos a su cama y le puso el camisón. La observó durante unos instantes mientras yacía en su camita, no se cansaba de mirarla. Era una copia de Annika, pero con el pelo rubio. Kalle era igual que él a sus años. Eran dos auténticos milagros. Pensar eso era una banalidad, pero no lo podía evitar.
Apagó la luz y cerró la puerta con cuidado. Durante el fin de semana los niños apenas habían visto a Annika. Tenía que reconocer que le irritaba que trabajara tanto. Ella se sumergía en su trabajo de una forma poco sana. Se dejaba absorber y todas las demás cosas del mundo ocupaban un segundo plano. No tenía paciencia con los niños, sólo pensaba en sus artículos.
Se fue al salón, cogió el mando a distancia y se sentó en el sofá. El asunto de la explosión y la muerte de Christina Furhage era sin duda algo grande. Todos los canales, incluidos Sky, BBC y CNN hablaban de ello. Ahora la 2 estaba emitiendo un programa conmemorativo sobre la jefa de los Juegos; numerosas personas debatían en un estudio sobre su colaboración con Christina, y lo mezclaban con entrevistas con la fallecida que Britt-Marie Mattsson había realizado anteriormente. Christina Furhage era increíblemente lista y divertida. Siguió el programa un buen rato, con interés. Luego telefoneó a Annika, para saber si estaba en camino.
Berit metió la cabeza a través del umbral de la puerta.
—¿Tienes un momento?
Annika movió una mano indicándole que entrara, al mismo tiempo que el teléfono comenzaba a sonar. Lanzó una mirada a la pantalla y luego siguió escribiendo.
—¿No vas a contestar? —preguntó Berit.
—Es Thomas —respondió Annika—. Quiere preguntarme cuándo acabaré. Intenta ser cariñoso, pero puedo percibir sus reproches. Si no respondo se pondrá contento, pues entonces creerá que ya me he ido.
El teléfono de sobremesa dejó de sonar y en cambio del móvil salió una sintonía electrónica que Berit reconoció vagamente. Annika también pasó de él y dejó que el contestador respondiera.
—No consigo localizar a Helena Starke —informó Berit—. Tiene número de teléfono secreto; he pedido a los vecinos que llamen a su puerta y le dejen notas en el buzón para que nos llame y todo eso, pero ella no llama. No tengo tiempo para ir allí; he de preparar la biografía de Christina Furhage…
—¿Por qué? —preguntó Annika sorprendida y dejó de escribir—. ¿No lo iba a hacer uno de los articulistas?
Berit esbozó una sonrisa.
—Sí, pero al articulista le dio migraña al saber que no habría suplemento; me quedan tres horas de agradable escritura.
—Esto es de locos —dijo Annika—. Pasaré a ver a Starke de camino a casa. Es en Söder, ¿verdad?
Berit le dio la dirección. Cuando la puerta se cerró de nuevo intentó llamar a su fuente, sin resultado. Resopló en silencio. Ahora tendría que escribir de todas formas, no podría retener durante más tiempo la información. Tendría que ser una técnica de la escritura equilibrista, donde las palabras «código de alarmas» nunca se mencionaran pero en la que se intuyera la idea. Salió mejor de lo que esperaba. Lo enfocó sobre la hipótesis del trabajo interno. No podía escribir que el estadio no tenía las alarmas conectadas y que ninguna puerta había sido forzada. Habló de la posesión de las tarjetas de acceso y de la posibilidad de entrar en el estadio a medianoche sin citar a la policía, sino a otras fuentes. También pudo contar que la policía investigaba a un grupo reducido de personas que, en teoría, pudo haber tenido la posibilidad de realizar el atentado. Esto y el relato de Patrik eran dos artículos de órdago. A continuación escribió una reseña sobre el interrogatorio de la policía a la persona que había amenazado a Christina Furhage hacía un par de años. Casi había terminado cuando Anders Schyman llamó a la puerta de nuevo.
—¡Es un coñazo ser director! —dijo y se sentó en el sofá.
—¿Qué hacemos? ¿Sacamos lo del grupo terrorista internacional o lo del comité de los Juegos Olímpicos? —preguntó Annika.
—Creo que Nils Langeby está algo trastornado —informó Schyman—. Sostuvo que su artículo era correcto, pero se negó a revelar sus fuentes o precisar lo que habían dicho.
—¿Qué hacemos, entonces? —interrogó Annika.
—Publicaremos lo del trabajo interno, por supuesto. Pero primero quiero leerlo.
—Claro. Aquí está.
Annika pulsó documento en el ordenador. El director se levantó y fue hacia su mesa.
—¿Quieres sentarte?
—No, no, no te molestes…
Echó una mirada al texto.
—Cristalino —dijo y se dispuso a salir—. Hablaré con Jansson.
—¿Qué más dijo Nils Langeby? —indagó Annika en voz baja.
Se detuvo y la miró seriamente.
—Creo que Nils Langeby será un auténtico problema para ambos —respondió y salió.
Helena Starke vivía en Ringvägen en un edificio marrón de los años veinte. La puerta lógicamente tenía código de acceso y Annika no disponía de él. Por tanto se puso el auricular y llamó a información telefónica para que le dieran un par de números de teléfono de personas que vivían en Ringvägen 139.
—No podemos dar números de esta manera —dijo la telefonista enfadada.
Annika suspiró. A veces funcionaba, pero no siempre.
—Okey—respondió—. Busco a Andersson, en Ringvägen 139.
—¿Arne Andersson o Petra Andersson?
—Ambos —contestó rápidamente y garabateó los números en el bloc—. ¡Muchas gracias!
Colgó y llamó al primer número, a Arne. Ninguna respuesta, quizá se había dormido. Eran casi las diez y media. Petra estaba en casa, y no parecía enfadada.
—Disculpe —dijo Annika—, pero es que tenía que subir a casa de una amiga vecina suya pero se le ha olvidado darme el código…
—¿Qué vecina es? —preguntó Petra.
—Helena Starke —respondió Annika y Petra se rió. No era una risa amable.
—¿Así que va a casa de la Starke a las diez y media de la noche? ¡Qué suerte tiene la tía! —dijo y le dio a Annika la combinación de números.
«¡Se oyen tantas tonterías!», pensó Annika, subió y llamó a la puerta. Helena Starke vivía en el cuarto. Volvió a llamar, nadie abrió. Entonces observó la escalera e intentó adivinar qué orientación y tamaño tenía el apartamento de Helena Starke. A continuación bajó de nuevo a la calle y comenzó a contar. Starke debería tener por lo menos tres ventanas que daban a la calle, y había luz en dos. Probablemente estaba en casa. Annika volvió a entrar, subió en ascensor y llamó al timbre un buen rato. Luego abrió el orificio del buzón y dijo:
—¿Helena Starke? Me llamo Annika Bengtzon y soy del
Kvällspressen
. Sé que está en casa. ¿No puede abrir la puerta?
Esperó en silencio un rato; seguidamente se oyó el tintineo de la cadena de seguridad del otro lado. La puerta se entreabrió y una mujer llorosa apareció en la abertura.
—¿Qué quiere? —dijo Helena Starke en voz baja.
—Siento molestarle, pero hemos intentado hablar con usted todo el día.
—Lo sé. He recibido quince notas en el buzón, suyas y de los demás.
—¿Podría entrar un momento?
—¿Por qué?
—Vamos a escribir sobre la muerte de Christina Furhage en el periódico de mañana y me preguntaba si podía hacerle algunas preguntas.
—¿Sobre qué?
Annika suspiró.
—Se lo explicaría gustosamente, pero preferiría no hacerlo aquí en la escalera.
Starke abrió la puerta y la dejó entrar en el apartamento. Estaba extremadamente sucio, a Annika le pareció que olía a vómito. Fueron a la cocina; el fregadero estaba desbordado de platos sucios y en una de las placas de la cocina había una botella de coñac vacía. Helena Starke iba en bragas y camiseta. Su pelo estaba revuelto y tenía el rostro completamente hinchado.
—La muerte de Christina ha sido una pérdida terrible —dijo—. Nunca hubiera habido Juegos Olímpicos en Estocolmo de no haber sido por ella.
Annika sacó el bloc y el bolígrafo y anotó. «¿Cómo es posible que todos digan siempre lo mismo de Christina Furhage?», se preguntó.
—¿Cómo era personalmente? —preguntó Annika.
—Fantástica —contestó Helena Starke y miró al suelo—. Verdaderamente, era un ejemplo para todos nosotros. Activa, inteligente, fuerte, divertida… Podía con todo.
—Si he entendido bien, usted fue la última en verla con vida.
—Aparte del asesino. Sí, nos fuimos juntas de la fiesta. Christina estaba cansada y yo bastante borracha.
—¿Adónde fueron?
Helena Starke se quedó petrificada.
—¿Cómo quefueron?Nos separamos en el metro; yo me fui a casa y Christina cogió un taxi.
Annika frunció el entrecejo. Esto no lo había oído antes. No tenía ni idea de que Christina Furhage hubiera cogido un taxi después de medianoche. Entonces había alguien que había visto a la mujer con vida después de Helena Starke: el taxista.