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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (5 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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Pero en ese instante, todas estas cosas resultaban casi dulces. Incluso resultaba casi agradable el sonoro contacto de los pies desnudos sobre los adoquines calentados por el sol. Además, la alta mujer le inspiraba una vaga curiosidad. Bella se preguntaba cuál sería su cometido a partir de aquel momento.

En el castillo nunca se planteó en serio este tipo de cosas. Le asustaba lo que pudieran obligarla a hacer pero, en cambio, en estos instantes no estaba segura ni de si tendría que hacer algo.

No lo sabía.

De nuevo volvió a ella la sensación de total normalidad ante el hecho de estar desnuda, de ser una esclava maniatada, penada, arrastrada con crueldad por esta callejuela. Se le ocurrió pensar que la alta mujer sabía con precisión cómo manejarla, por la manera apresurada en que la llevaba, controlando toda posibilidad de rebelión. Todo esto fascinaba a la princesa.

Dejó que su mirada discurriera errante por los muros y se percató de que, aquí y allí, había gente que la observaba desde las ventanas. Por delante descubrió a una mujer que la observaba con los brazos cruzados desde el balcón. Continuando el camino, un muchacho sentado en el alféizar de la ventana le sonrió y le lanzó un besito. Luego apareció un hombre de piernas torcidas y burda vestimenta que se quitó el sombrero ante la señora Lockley y se inclinó a su paso. Aunque apenas se detuvo a mirar a Bella, le dio una palmadita en las nalgas al cruzarse con ella.

Aquella extraña sensación de familiaridad con todo aquello empezó a confundir a Bella pero sin dejar de deleitarla al mismo tiempo. Entretanto, llegaron rápidamente a otra gran plaza adoquinada, en cuyo centro había un pozo público, y que estaba rodeada de mesones con sus letreros distintivos colgados a la entrada.

Allí estaban el Signo del Oso, el Signo del Ancla y el Signo de las Espadas Cruzadas, pero el más destacado era, con mucho, el dorado Signo del León, que colgaba muy elevado sobre una vasta calzada, bajo tres pisos de ventanas emplomadas.

Sin embargo, el detalle más impactante era el cuerpo de una princesa desnuda que se balanceaba por debajo del letrero, con las muñecas y tobillos atados a una tira de cuero, de la que colgaba como una fruta madura, con el rojo sexo dolorosamente expuesto.

Era exactamente la postura en la que maniataban a los príncipes y princesas de la sala de castigos del castillo, una postura que Bella aún no había sufrido en sus propias carnes pero que temía más que ninguna otra. La princesa tenía el rostro entre las piernas, con los ojos casi cerrados, tan sólo unos centímetros por encima de su sexo hinchado, despiadadamente descubierto. Cuando vio a la señora Lockley, la muchacha gimió retorciéndose bajo las ligaduras y, con gran esfuerzo, intentó adelantarse en un gesto de súplica, como hacían los príncipes y princesas torturados en la sala de castigos del castillo.

A Bella se le detuvo el corazón al ver a la muchacha. Pero la señora Lockley la hizo pasar justo a su lado, aunque fue incapaz de volver la cabeza para ver mejor a la desgraciada, y a continuación tuvo que entrar trotando en la estancia principal de la posada.

Pese al calor del día, el ambiente de la enorme sala era fresco. En la enorme chimenea ardía un fuego, donde había una humeante marmita de hierro. Docenas de mesas y bancos concienzudamente pulidos estaban repartidos por el vasto suelo embaldosado, y varios barriles gigantescos se alineaban a lo largo de las paredes. En uno de los lados sobresalía una larga repisa que partía desde el hogar y, en el muro más alejado, había algo así como un pequeño y tosco escenario.

Un mostrador, largo y rectangular, se extendía hacia la puerta desde el hogar y, tras él, un hombre con una jarra en la mano y el codo apoyado en la madera parecía estar listo para servir cerveza a cualquiera que se lo pidiera. Alzó la desgreñada cabeza, descubrió a Bella con sus oscuros ojos pequeños y hundidos y, con una sonrisa, le dijo a la señora Lockley:

—Ya veo que os ha ido bien.

Los ojos de Bella tardaron un momento en acostumbrarse a la penumbra, pero pronto se percató de que había otros muchos esclavos desnudos en la sala. En un rincón, un príncipe de precioso cabello negro, desnudo y de rodillas, restregaba el suelo con un gran cepillo cuyo mango de madera sostenía con los dientes. Una princesa de cabello rubio oscuro se dedicaba a la misma tarea, más allá de la puerta. Otra joven de pelo castaño recogido sobre la cabeza estaba de rodillas sacando brillo a un banco, aunque en su caso se beneficiaba de la clemencia de poder emplear las manos. Otros dos jóvenes, príncipe y princesa, con el cabello suelto, se arrodillaban en el extremo más alejado del hogar, iluminados por el destello de la luz del sol que entraba por la puerta trasera, y bruñían vigorosamente diversas fuentes de peltre.

Ninguno de estos esclavos se atrevió a echar una sola ojeada a Bella. Su actitud era de completa obediencia. Cuando la joven princesita avanzó apresuradamente con el cepillo de fregar suelos para limpiar las baldosas próximas a los pies de Bella, ésta se percató de que no hacía mucho que sus piernas y nalgas habían recibido el último castigo.

«Pero ¿quiénes son estos esclavos? », se preguntó Bella. Estaba casi segura de que Tristán y ella formaban parte del primer grupo sentenciado a trabajos forzados. ¿Serían éstos los incorregibles que por su mal comportamiento eran consignados al pueblo durante un año?

—Coged la pala de madera —dijo la señora Lockley al hombre que estaba en la barra. Luego tiró de Bella hacia delante y la arrojó a toda prisa sobre el mostrador.

La princesa no pudo contener un quejido y de pronto se encontró con las piernas colgando por encima del suelo. Aún no había decidido si iba a obedecer o no a esta mujer cuando sintió que le soltaba la mordaza y la hebilla y luego le llevaba las manos a la nuca con suma violencia.

Con la otra mano, la mesonera le tocó entre las piernas y sus dedos indagadores encontraron el sexo húmedo de Bella, los labios hinchados e incluso la ardiente pepita del clítoris, lo que obligó a Bella a apretar los dientes para contener un gemido de súplica.

La mano de la mujer la dejó padeciendo un tormento extremo.

Por un instante, Bella respiró sin impedimentos pero a continuación sintió la lisa superficie de la pala de madera que apretaba suavemente sus nalgas, con lo cual las ronchas parecieron arder otra vez.

Roja de vergüenza tras el rápido examen, Bella se puso en tensión, a la espera de los inevitables azotes que, sin embargo, no llegaron. La señora Lockley le torció la cara para que pudiera ver a través de la puerta abierta—

—¿Veis a esa guapa princesa que cuelga del letrero? —preguntó la dueña de la posada y, agarrando a Bella por el pelo, tiró y empujó de su cabeza para que hiciera un gesto afirmativo. Bella comprendió que no debía hablar y, por el momento, decidió obedecer. Asintió espontáneamente.

El cuerpo de la princesa colgada giró un poco bajo las ligaduras. Bella no se había percatado si su desgraciado sexo estaba húmedo o aletargado bajo el ineficaz velo de vello púbico.

—¿Queréis ocupar su lugar? —preguntó la señora Lockley. Hablaba en tono categórico y seguro—. ¿Queréis colgar ahí hora tras hora, día tras día, con esa hambrienta boquita vuestra muriéndose de ganas, abierta ante todo el mundo?

Bella sacudió la cabeza con toda sinceridad.

—¡Entonces dejaréis la insolencia y la rebeldía que mostrasteis en la subasta y obedeceréis cada orden que recibáis, besaréis los pies de vuestros amos y lloriquearéis de agradecimiento cuando os den el plato de comida, que relameréis hasta dejar bien limpio!

Volvió a empujar la cabeza de Bella para que asintiera, mientras la princesa experimentaba una excitación sumamente peculiar. Asintió una vez más, espontáneamente, mientras su sexo latía contra la madera de la barra del bar.

La mujer metió la mano bajo el cuerpo de la muchacha y le agarró los pechos, juntándolos como si fueran dos blandos melocotones cogidos de un árbol. Bella tenía los pezones ardiendo.

—¿Verdad que nos entendemos? —preguntó la mesonera.

Bella, tras un extraño momento de vacilación, asintió con la cabeza.

—y ahora escuchad bien esto —continuó la mujer con la misma voz pragmática—. Voy a azotaros hasta que la piel os quede en carne viva. y no será para deleite de ninguna dama o rico noble, ni para disfrute de ningún soldado ni caballero; estaremos sólo las dos, preparándonos para abrir el local una jornada más, haciendo lo que hay que hacer. y os trataré así para dejaros tan escocida que el contacto de mi uña con vuestra carne os hará dar alaridos y precipitaros a obedecer mis órdenes. Estaréis así de despellejada cada uno de los días de este verano que vais a ser mi esclava, y corretearéis a besar mis pantuflas después de los azotes porque, de lo contrario, os colgaré de ese letrero. Hora tras hora, día tras día, estaréis colgada y sólo os bajarán para comer y dormir, con las piernas atadas y separadas, las manos ligadas a la espalda y las nalgas azotadas como ahora vais a ver. Y volverán a co1garos de ahí, para que los brutos del pueblo puedan reírse de vos y de vuestro hambriento sexo. ¿Lo entendéis?

Mientras esperaba la respuesta, la mujer continuaba balanceando los pechos de Bella y tirándole del pelo con la otra mano.

Bella asintió muy lentamente.

—Muy bien —dijo la mesonera en voz baja.

Dio la vuelta a Bella y la estiró a lo largo del mostrador, con la cabeza vuelta hacia la puerta. Le tomó la barbilla con la mano para obligarla a mirar por la puerta abierta en dirección a la pobre princesa que estaba colgada, y seguidamente la pala de madera se apoyó en su trasero y apretó suavemente las erupciones. Bella sintió sus nalgas enormes y calientes.

—Y bien, escuchad también esto —continuó la señora Lockley—. Cada vez que alce esta pala, os pondréis a trabajar para mí, princesa. Vais a retorceros y gemir. No forcejearéis para escaparos de mí; oh, no, no haréis eso, no. Ni tampoco retiraréis las manos de la nuca. Ni os atreveréis a abrir la boca. Vais a retorceros y gemir. De hecho, botaréis bajo la pala. Porque tendréis que demostrarme qué sentís con cada golpe, cómo lo apreciáis, lo agradecida que estáis por el castigo que recibís y lo mucho que sabéis que lo tenéis merecido. Si no sucede exactamente así, os colgaré antes de que acabe la subasta y el local se llene de gente y de soldados ávidos por tomar la primera jarra de cerveza.

Bella estaba perpleja.

Nadie en el castillo le había hablado de este modo, con tal frialdad y simplicidad, y no obstante parecía que detrás de todo aquello había un impresionante sentido práctico que casi hizo sonreír a Bella. Era esto precisamente lo que la mujer tenía que hacer, reflexionó la princesa. ¿Por qué no? Si fuera ella quien regentara el mesón y hubiera pagado veintisiete piezas de oro por una díscola y orgullosa esclava, posiblemente haría lo mismo. Y, por supuesto, exigiría que la esclava se retorciera y gimiera para demostrar que entendía que la estaban humillando, ejercitaría completamente el espíritu del esclavo en vez de liarse a golpes.

Bella volvió a experimentar aquella peculiar sensación de normalidad.

Entendía cómo funcionaba aquel fresco y umbrío mesón en cuya puerta la luz del sol se derramaba sobre los adoquines, y comprendía perfectamente las órdenes de la extraña voz que le hablaba con tono superior de mando. El sofisticado lenguaje del castillo resultaba empalagoso en comparación y, sí, razonó Bella, al menos por el momento, obedecería, se retorcería y gemiría.

Al fin y al cabo, le iba a doler, ¿no? Lo comprobó súbitamente.

La pala la golpeó y, sin esfuerzo, extrajo de ella el primer y fuerte gemido. Era una gran pala delgada de madera que produjo un sonido claro y pavoroso cuando volvió a golpearla. Bajo la lluvia de azotes que le pinchaban las nalgas escocidas, Bella se encontró de pronto, sin haberlo decidido conscientemente, retorciéndose y llorando con nuevas lágrimas que le saltaban de los ojos. La pala parecía hacerle dar vueltas y retorcerse, la arrojaba de un lado a otro del tosco mostrador, golpeándole las nalgas que brincaban una y otra vez. Sintió que la barra del bar crujía bajo su peso cada vez que subía y bajaba las caderas. Notó el roce de los pezones contra la madera. No obstante, continuó con los ojos llorosos fijos en la puerta abierta y, pese a estar absorta en el sonido de los azotes de la pala y los sonoros gritos que intentaba amortiguar con sus labios sellados, no pudo evitar intentar imaginarse a Sí misma preguntándose si la señora Lockley estaría complacida, si le parecería suficiente.

Bella oía sus propios gemidos guturales. Notaba las lágrimas resbalándole por las mejillas hasta caer sobre la madera del mostrador. Le dolía la mandíbula cada vez que se debatía bajo la pala y sentía su largo pelo caldo alrededor de los hombros y cubriéndole el rostro.

La pala le hacía daño de verdad, el dolor era insoportable. La princesa se arqueaba sobre las maderas como si quisiera preguntar con todo su cuerpo: «¿No es suficiente, señora, no es suficiente? » De todas las pruebas a las que la habían sometido en el castillo, en ninguna había demostrado tal padecimiento. La pala se detuvo. Un suave torrente de sollozos llenó el repentino silencio y Bella se apretó apresuradamente contra el mostrador, llena de humildad, como si implorara a la señora Lockley. Algo le rozó levemente las irritadas nalgas y, con los dientes apretados, Bella soltó un gruñido.

—Muy bien —decía la voz—. Ahora levantaos y manteneos así delante de mí, con las piernas separadas. ¡Ahora!

Bella se apresuró a acatar la orden. Descendió del mostrador y permaneció con las piernas tan separadas como pudo, sin dejar de estremecerse a causa de los sollozos y lloriqueos.

Sin levantar la vista, veía la figura de la señora Lockley con los brazos cruzados, el blanco de las mangas abombadas relucía entre las sombras y la grande y ovalada pala de madera continuaba en sus manos.

—¡De rodillas! —La orden sonó tajante, acompañada de un chasquido de dedos—. Y, con las manos en la nuca, apoyad la cara en el suelo y arrastraos hasta la pared. Luego volved en la misma posición, ¡rápido!

Bella obedeció a toda prisa. Era una calamidad intentar gatear de esta forma, con los codos y la barbilla pegados al suelo. Sólo la idea de lo desmañada y miserable que resultaría le pareció insoportable, pero llegó al muro y regresó hasta la señora Lockley rápidamente, sin pensárselo dos veces. Movida por un impulso irrefrenable le besó las botas. La palpitación que percibía entre sus piernas se intensificó como si le hubieran apretado con un puño, obligándola a jadear. Si al menos pudiera juntar las piernas con fuerza... pero la señora Lockley la vería y no se lo perdonaría.

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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