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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (8 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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—Por allí —dijo el capitán, y Bella marchó obedientemente a su lado en dirección al alto mayo del que colgaban las cintas giratorias.

—Atadla —dijo al guardia, quien se llevó rápidamente a Bella y le abrochó el collar, obligándola a levantar la mandíbula por encima de la ancha argolla de cuero.

A duras penas distinguió Bella al capitán, que la observaba. Cerca de él había dos mujeres del pueblo que le estaban hablando y a las que les contestó algo con gesto indiferente.

La larga tira de cuero que descendía desde lo alto de la estaca hasta su cuello era pesada y se movía por el impulso de los otros esclavos, formando un círculo cuyo eje era la anilla de hierro. Bella tuvo que acelerar un poco la marcha para evitar ser arrastrada hacia delante por el collar, pero entonces éste tiró de ella hacia atrás, hasta que finalmente la princesa encontró el paso adecuado. En ese instante sintió el primer y sonoro azote de uno de los guardias que esperaba con bastante indiferencia el momento de castigarla. Bella se percató de que eran tantos los esclavos que trotaban en el círculo que los guardias blandían en todo momento sus brillantes óvalos de cuero negro. Pero ella sólo disfrutó de unos pocos segundos pausados entre golpe y golpe, mientras el polvo y la luz del sol le irritaban los ojos al mirar el pelo enmarañado del esclavo que marchaba delante.

«Castigo público.» Recordó las palabras del subastador cuando explicaba a todos los nuevos dueños y señoras que lo prescribieran cada vez que fuera necesario. Sabía que al capitán nunca se le ocurriría explicarle la razón del castigo, a diferencia de los señores y damas de buenos modales y pico de oro del castillo. Pero ¿qué importaba?

Bastaba con que estuviera aburrido o que sintiera curiosidad para que ordenara unos azotes. Cada vez que daba una vuelta completa le veía con claridad por unos breves instantes, con los brazos en jarras, las piernas firmemente separadas y los ojos verdes fijos en ella. Buscar motivos era una ridiculez, reflexionó. Mientras se preparaba para recibir otro golpe mortificante, que le hizo perder momentáneamente el equilibrio y todo donaire sobre la tierra polvorienta mientras la pala impulsaba sus caderas hacia delante, sintió una singular satisfacción que nunca había experimentado en el castillo.

No sentía tensión alguna. El consabido dolor de vagina, el anhelo por el pene del capitán, el estallido de la pala, todo ello estaba presente en la marcha alrededor del mayo. El collar de cuero rebotaba cruelmente contra su barbilla erguida, las yemas de sus pies producían un ruido sordo al pisar la tierra apretada, pero aquella sensación no tenía nada que ver con el terror espeluznante que había experimentado anteriormente.

Sin embargo, un fuerte grito de la multitud que estaba en las proximidades puso fin a su arrobamiento. Por encima de las cabezas de los lugareños que la observaban a ella y a los demás esclavos, vio que bajaban al príncipe de la plataforma giratoria, donde tanto rato había permanecido para escarnio público. No tardaron en subir a una princesa de pelo rubio como el de Bella, que ocupó su puesto con la espalda arqueada, el trasero bien levantado y la mandíbula apoyada en el pilar.

Al dar una nueva vuelta alrededor del pequeño círculo, Bella alcanzó a ver cómo la princesa se retorcía mientras le ataban las manos a la espalda y le ajustaban la altura del apoyo de la barbilla con una manivela, para que no pudiera volver la cabeza. Cuando le ataron las rodillas a la plataforma giratoria ella pataleó furiosamente. La multitud, tan entusiasmada con su actuación como lo estuvo anteriormente con la demostración de Bella en la plataforma de subastas, expresó su regocijo con grandes vítores.

Bella atisbó entre el gentío al príncipe que acababan de retirar de la plataforma mientras se lo llevaban a toda prisa a una picota cercana. De hecho, en un pequeño espacio aparte había varias picotas que formaban una hilera. Una vez allí, doblaron al príncipe por la cintura, separaron sus piernas de una patada, sujetaron su cara y manos con abrazaderas y la madera bajó con un fuerte ruido sordo para sostenerlo mirando hacia delante, lo que eliminaba toda posibilidad de esconder la cara, ni de hacer nada.

La muchedumbre se apiñó alrededor de la figura desvalida. Bella, tras dar otra vuelta y soltar un súbito quejido a causa de un palazo inusualmente fuerte, vio al resto de esclavos, todos ellos princesas, que estaban siendo ridiculizadas del mismo modo en las picotas, atormentadas por la gente que las manoseaba, toqueteaba y pellizcaba a placer, aunque también había un lugareño que ofrecía agua a una de ellas.

La princesa tenía que lamerla, naturalmente.

Bella vio el rápido movimiento de su lengua rosada que se introducía en la corta copa, pero aun así parecía que realizaba un gesto de misericordia.

Entretanto, la princesa que estaba en la plataforma giratoria pataleaba, daba botes y ofrecía un gran espectáculo, con los ojos cerrados y retorciendo la boca en una mueca, mientras la gente jaleaba y contaba cada golpe que ella recibía con un ritmo que resultaba extrañamente pavoroso.

El tiempo de mortificación de Bella en el mayo estaba llegando a su fin. Le soltaron el collar con gran destreza y la sacaron jadeante del círculo. Las nalgas, que parecían hincharse como si esperaran el siguiente azote, le escocían. Cuando le doblaron los brazos detrás de la espalda sintió un fuerte dolor, pero permaneció firme de pie esperando a su amo.

El capitán le dio media vuelta con su manaza. Parecía encumbrarse sobre ella, con el pelo centelleante y dorado por la luz del sol que le iluminaba alrededor de la sombra oscura de su rostro. Se inclinó para besarla. Meció la cabeza de Bella entre sus manos y luego tomó sus labios, que abrió atravesándolos con su lengua, para después dejarla marchar.

Bella suspiró al sentir que los labios de él se apartaban pues el beso se había afianzado en lo más profundo de sus caderas. Rozó sus pezones contra la gruesa lazada del coleto y sintió que la fría hebilla del cinturón le abrasaba la piel. Vio que el rostro moreno se contraía hasta formar una lenta sonrisa y notó la rodilla del capitán apretada contra su doliente sexo, mortificando su hambre. De repente creyó sentir una debilidad absoluta, aunque no tenía nada que ver con los temblores de sus piernas o el agotamiento.

—En marcha —ordenó el capitán, y dándole media vuelta la envió hacia el lado más alejado de la plaza con un suave apretón en la escocida nalga.

Pasaron cerca de los esclavos humillados en las picotas, que culebreaban y se retorcían mientras soportaban las mofas y palmotadas de la multitud ociosa que se arremolinaba a su alrededor. y detrás de ellos, Bella distinguió por primera vez, un poco más allá de una hilera de árboles, una larga serie de tiendas de brillantes colores, cada una de las cuales mostraba la entrada endoselada y abierta. En cada carpa había un joven vistosamente ataviado y, pese a que Bella no llegó a vislumbrar los sombríos interiores, oyó las voces de los hombres que incitaban uno tras otro a la multitud:

«Un hermoso príncipe en el interior, señor, por sólo diez peniques.» O, «una princesita encantadora, señor, para vuestro disfrute, por quince peniques.» y más invitaciones como éstas.

«¿No puede permitirse su propio esclavo? Goce de lo mejor por tan sólo diez peniques.» «Una princesita que necesita un buen castigo, señora.

Cumpla el mandato de la reina por quince peniques.» Bella se percató del movimiento de hombres y mujeres que iban y venían de las tiendas, unos solos y otros en grupo.

«Así incluso los más humildes aldeanos pueden disfrutar del placer», se dijo Bella. Más adelante, al final de la hilera de tiendas, vio a un grupo de esclavos polvorientos y desnudos, con las cabezas bajas y las manos atadas a la rama del árbol que colgaba sobre ellos, situados detrás de un hombre que gritaba: «Alquilad por horas o por días a estas preciosidades para los servicios más humillantes.» Al lado del hombre, sobre una mesa con caballetes, había una selección de tiras y palas.

Bella continuó marchando, absorbió estos espectáculos como si las imágenes y sonidos la acariciaran, mientras la mano grande y firme del capitán la castigaba de vez en cuando con suavidad.

Cuando llegaron por fin a la posada y Bella se encontró de nuevo en la alcoba del capitán, con las piernas separadas y las manos tras la nuca, pensó sumida en un sopor: «Sois mi amo y señor.»

Tenía la impresión de que, en alguna otra encarnación, había pasado toda su vida en el pueblo sirviendo a un soldado. El bullicio que llegaba desde la plaza constituía una música reconfortante.

Era la esclava del capitán, sí, enteramente suya, y estaba dispuesta a correr por las calles, recibir castigos y someterse por completo.

Él la tumbó sobre la cama, y le manoseó los pechos y, cuando la poseyó otra vez con violencia, Bella meneó la cabeza a uno y otro lado, susurrando:

—Señor, siempre mi señor.

En algún lugar recóndito de su mente sabía que tenía prohibido hablar, pero sus palabras no le parecieron más que un gemido o un grito. Tenía la boca abierta y sollozaba cuando alcanzó el orgasmo. Levantó los brazos y rodeó el cuello del capitán. Los ojos de él parpadearon y luego llamearon a través de la penumbra. y entonces llegaron las embestidas finales, que dejaron a Bella al borde del delirio.

Durante un largo rato, la princesa permaneció quieta con la cabeza acurrucada contra la almohada. Sintió que la larga cinta de cuero del mayo la instaba a trotar como si aún estuviera perdida en la plaza de castigo público.

Pensaba que sus pechos iban a reventar a causa de la palpitación de los golpes. Pero se dio cuenta de que el oficial se estaba desnudando y se metía en la cama junto a ella.

El capitán posó su cálida mano en el sexo empapado y le separó los labios con suma delicadeza.

Bella se arrimó aún más a su desnudo señor, a aquellos brazos y piernas poderosos cubiertos por un dorado, suave y rizado vello, a su liso pecho que se apretaba contra el brazo y la cadera de ella. El mentón a medio afeitar le raspaba la mejilla. Luego la besó.

Cerró los ojos a la luz de la tarde que se filtraba a través de la pequeña ventana. Los ruidos indistintos del pueblo, las débiles voces que llegaban de la calle, las risotadas impersonales que se oían abajo en el mesón, todo ello se fundía en un suave zumbido que la arrullaba. La luz se tornó más brillante antes de desvanecerse. El pequeño fuego subió repentinamente en el hogar, el capitán cubrió a Bella con sus extremidades y respiró profundamente dormido contra ella.

TRISTAN EN CASA DE NICOLÁS, EL CRONISTA DE LA REINA

Tristán:

Casi aturdido, pensé en las palabras de Bella, al mismo tiempo que el subastador animaba a pujar y la multitud profería alaridos formando una corriente que se arremolinaba a mi alrededor. Recordé con los ojos entrecerrados: «¿Por qué debemos obedecer? Si somos malos, si nos han sentenciado a este lugar como castigo, ¿por qué debemos acatar más órdenes? »

Las preguntas de Bella se repetían una y otra vez ahogando los gritos y las mofas, aquel gran clamor inarticulado que era la auténtica voz de la muchedumbre, absolutamente brutal, y que renovaba incesantemente su propio vigor. Me aferré al recuerdo plateado de la exquisita cara ovalada de la princesa, sus ojos centelleantes, con aquella independencia irreprimible, mientras entretanto me atizaban, azotaban, abofeteaban, volteaban y examinaban.

Tal vez me refugié en aquel extraño diálogo interior porque la tremenda realidad de la subasta era demasiado difícil de soportar. Me encontraba sobre la plataforma, como me habían amenazado que sucedería. y desde todas partes pujaban por mí.

Creía verlo todo y nada. En un confuso momento de compunción extrema, me apiadé del necio esclavo que había sido en los jardines del castillo, cuando soñaba con actos de insubordinación y con el pueblo.

—Vendido a Nicolás, el cronista de la reina.

A continuación me vi bruscamente arrastrado escaleras abajo, donde se hallaba el hombre que me había comprado. Parecía una llama silenciosa en medio del tumulto, de las rudas manos q\le pal— moteaban mi pene erecto, que me pellizcaban y me tiraban del pelo. Con aquella serenidad perfecta que envolvía toda su persona, me alzó la barbilla. Nuestras miradas se encontraron y, con intenso sobresalto, pensé, ¡sí, éste es mi amo!

Exquisito.

Si no el hombre, bastante robusto pese a la alta y esbelta constitución, sí su porte.

La pregunta de Bella me aporreaba los oídos.

Creo que por un momento cerré los ojos.

Me empujaron y me arrojaron a través del gentío, un centenar de supervisores exigentes que me daban indicaciones sobre cómo marchar, levantando las rodillas y la barbilla, con el pene erecto, mientras el fuerte ladrido del subastador llamaba al siguiente esclavo que tendría que subir a la plataforma. El clamor ensordecedor me envolvía por completo.

Apenas había vislumbrado a mi amo pero aquella visión fugaz sirvió para que todos los detalles de su ser se grabaran a la perfección en mi mente. Era más alto que yo, quizá me sacara un par de centímetros, tenía el rostro cuadrado pero delgado y un abundante y espeso cabello blanco que se rizaba sobre sus hombros. Era demasiado joven para tener el pelo blanco; sus rasgos eran casi aniñados a pesar de su gran altura; su mirada, puro hielo, y los ojos azules cargados de oscuridad en el centro. Su vestimenta resultaba demasiado elegante para los habitantes del pueblo, aunque había otros ataviados como él en los balcones que daban a la plaza, mirando sentados en sillas con altos respaldos colocadas ante los ventanales abiertos. Debían de ser prósperos comerciantes y sus esposas, sin duda, pero a él le habían llamado Nicolás, el cronista de la reina.

Sus manos eran largas; unas manos hermosas que, con un ademán casi lánguido, me indicaron que le precediera.

Por fin llegué al extremo de la plaza y sentí las últimas y rudas palmadas y pellizcos. Me encontré marchando con la respiración entrecortada por una calle vacía, entre pequeñas tabernas, puestos y puertas empernadas. Comprobé con gran alivio que todo el mundo estaba en la subasta.

Aquí se estaba tranquilo.

No oía otra cosa que el sonido de mis pies sobre los adoquines y el ligero chasquido de las botas de mi amo a mi espalda. Caminaba muy cerca de mí, tanto que casi notaba su roce contra las nalgas. y luego, con un sobresalto, noté el fuerte impacto de una gruesa correa y su voz baja cerca de mi oído:

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