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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (4 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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Las pujas comenzaron de inmediato, superadas nada más escucharse por cantidades que se gritaban desde todas las esquinas, como la de una mujer que estaba en un balcón próximo, probablemente la esposa de un tendero, con su soberbio corpiño de terciopelo y su blusa de lino blanco, quien se levantó para pujar por encima de las cabezas de los otros.

«Encima, todos son sumamente ricos —pensó Bella—. Son tejedores, tintoreros y plateros de la propia reina, así que cualquiera tiene dinero para comprarnos.» Incluso una mujer de aspecto vulgar, con las manazas enrojecidas y el delantal manchado, pujó desde la puerta de la carnicería, aunque enseguida quedó fuera de juego.

La pequeña plataforma giratoria continuaba dando vueltas lentamente. A medida que las cantidades eran más elevadas, el subastador intentaba persuadir a la multitud para hacer la puja final.

Con una vara delgada forrada de cuero, que desenfundó de una vaina como si se tratara de una espada, presionó la carne de las nalgas de Tristán, aquí y allá, y le frotó el ano, mientras el príncipe cautivo permanecía callado, con aspecto humilde, demostrando su padecimiento únicamente por el rubor ardoroso del rostro.

Pero, de súbito, alguien alzó la voz desde el fondo de la plaza y superó todas las pujas con un amplio margen, provocando un murmullo entre la muchedumbre. Bella permanecía de puntillas, intentando ver qué sucedía. Un hombre se había adelantado para situarse ante la tarima y la princesa lo vislumbró a través del andamiaje que sostenía la plataforma. Era un hombre de pelo blanco, aunque no tan viejo como para lucir un pelo tan cano, que se distribuía sobre su cabeza con un encanto inusual y que enmarcaba un rostro cuadrado y bastante pacífico.

—De modo que el cronista de la reina está interesado en esta joven montura tan robusta —gritó el subastador—. ¿No hay nadie que ofrezca más? ¿Alguien da más por este magnífico príncipe? Vamos, seguro que...

Otra puja. Pero al instante, el cronista la superó, con una voz tan suave que incluso Bella se asombró de haberla oído. En esta ocasión, la apuesta era tan alta que cerraba las puertas a cualquier oposición.

—¡Vendido! —declaró finalmente el subastador a viva voz—. ¡A Nicolás, el cronista de la reina e historiador jefe del pueblo de su majestad, por la cuantiosa suma de veinticinco piezas de oro!

Bella contempló entre lágrimas cómo se llevaban a Tristán de la tarima y lo empujaban precipitadamente escaleras abajo en dirección al hombre cano. Su nuevo amo esperaba sereno, con los brazos cruzados, ataviado con un coleto gris oscuro de exquisito corte que le confería un aire principesco, mientras inspeccionaba en silencio su reciente adquisición. Con un chasqueo de dedos, ordenó a Tristán que lo precediera al trote para salir de la plaza.

La muchedumbre se apartó de mala gana para dejar marchar al príncipe, no sin antes empujarlo y burlarse de él. Bella intentaba a duras penas ver la escena cuando se dio cuenta de que la estaban separando del grupo de esclavos quejumbrosos; gritó y vio cómo se la llevaban a rastras en dirección a los escalones de madera.

LA SUBASTA DE BELLA

«¡No, no puede ser verdad!», se dijo Bella, que sentía que las piernas no respondían mientras la pala la golpeaba. Las lágrimas la cegaban cuando la llevaron casi en volandas hasta la tarima y la colocaron sobre la plataforma giratoria. Poco importaba que no hubiera caminado obedientemente.

¡Allí estaba! La multitud se extendía ante ella en todas direcciones, rostros contraídos y manos que se agitaban, muchachas y muchachos de poca estatura que saltaban para poder atisbar el espectáculo, mientras los que estaban en los balcones estiraban el cuello para no perderse ningún detalle.

Bella temió sufrir un desmayo, pero inconcebiblemente continuaba en pie. Cuando la bota de blando cuero sin curtir del subastador le separó las piernas de una patada, la princesa se esforzó por mantener el equilibrio mientras sus pechos tremulaban con los sollozos contenidos.

—¡Una princesita preciosa! —gritó el subastador. Cuando la plataforma empezó a girar súbitamente, Bella estuvo a punto de perder pie. Ante ella vio a cientos de personas que se apiñaban hasta llegar a las puertas del pueblo, en los balcones y ventanas, y a los soldados repantigados sobre las almenas—. ¡Con un cabello como hilo de oro y tiernos pechos!

El brazo del subastador se movió alrededor del cuerpo de la princesa, le apretó con fuerza los senos y le pellizcó los pezones. Bella soltó un grito contenido por sus labios sellados, pero no pudo evitar sentir el ardor que de inmediato le invadió la entrepierna. y si la cogía del pelo como había hecho con Tristán...

Todavía estaba pensando esto cuando se sintió forzada a doblarse por la cintura y adoptar la misma postura que su compañero de esclavitud. Sus pechos parecieron hincharse con su propio peso al quedar colgando bajo su torso, y la pala le volvió a golpear las nalgas para deleite de la multitud, que no cesaba de expresar su regocijo. Se oyeron aplausos, risas y gritos mientras el subastador le levantaba el rostro con el falo de cuero negro, aunque mantenía a Bella inclinada sin dejar de hacer girar la plataforma cada vez más deprisa.

—Preciosos atributos, idóneos sin duda para las labores caseras más delicadas. ¿Quién malgastaría este delicioso bocado en los campos?

—¡Que la lleven a los campos! —gritó alguien, y se oyeron más vítores y risas. Cuando la pala la azotó de nuevo, Bella soltó un gemido humillante.

El subastador atenazó la boca de Bella con la mano y la obligó a levantar la barbilla, lo que la hizo incorporarse con la espalda arqueada. «Voy a desmayarme, voy a desfallecer», se decía la princesa, cuyo corazón latía con fuerza; pero seguía allí, soportando la situación incluso cuando sintió entre los labios púbicos el repentino hormigueo de la vara forrada de cuero. «Oh, eso no, no puede...» pensó, pero su húmedo sexo se hinchaba, hambriento del burdo contacto de la vara. Se retorció en un intento de escapar a aquel tormento y la multitud rugió de entusiasmo.

Bella se dio cuenta de que estaba torciendo los labios de un modo terriblemente vulgar para escapar al penetrante y punzante examen.

Nuevos aplausos y gritos aclamaron cuando el subastador empujó la vara hacia las profundidades del caliente y húmedo vientre de la princesa sin dejar de gritar:

—¡Una muchachita exquisita, elegante, adecuada como doncella para la dama más refinada o para diversión de cualquier caballero! —Bella sabía que estaba como la grana. En el castillo nunca había sufrido tal vejación. Sintió que sus piernas perdían el contacto con el suelo mientras las manos firmes del subastador la levantaban por las muñecas hasta dejarla colgada por encima de la plataforma, al tiempo que la pala alcanzaba sus pantorrillas indefensas y las plantas de sus pies.

Sin pretenderlo, Bella pataleó en vano. Había perdido todo control. Gritaba con los dientes apretados y mientras el hombre la asía, ella forcejeaba como una loca. Un extraño y desesperado arrebato la invadió cuando la pala le azuzó el sexo, azotándolo y toqueteándolo. Los gritos y rugidos de la multitud la ensordecían. Bella no sabía si en realidad anhelaba aquel tormento o si prefería huir de él.

Sus oídos se llenaron de su propia respiración y de sus des controlados sollozos. Entonces se dio cuenta, de repente, de que estaba dando a la concurrencia precisamente el tipo de espectáculo que todos deseaban. Estaban consiguiendo de ella mucho más de lo que les había dado Tristán, aunque no sabía si aquello le importaba. Tristán ya se había ido, y ella estaba completamente desamparada.

Las punzadas de la pala la castigaban haciéndale adelantar las caderas en un arco provocativo. Luego volvían para rozarle otra vez el vello púbico, inundándola de oleadas de placer y dolor al mismo tiempo.

En un gesto absolutamente desafiante, meneó el cuerpo con todas sus fuerzas y casi consiguió desprenderse del subastador, que soltó una fuerte risotada de perplejidad. La multitud no paraba de chillar mientras el hombre intentaba mantenerla quieta presionando con los fuertes dedos las muñecas de Bella para izarla aún más. Por el rabillo del ojo, la princesa vio que dos lacayos con vestimentas vulgares se apresuraban a acercarse en dirección a la tarima.

Inmediatamente la cogieron por las muñecas y la ataron a la tira de cuero que pendía del patíbulo, que estaba sobre la cabeza de la princesa. Ésta se quedó entonces balanceándose en el aire, y la pala del subastador empezó a golpearla, obligándola a girar, mientras Bella no podía hacer otra cosa que sollozar e intentar ocultar el rostro entre los brazos estirados.

—No tenemos todo el día para divertirnos con esta princesita —gritó el subastador, aunque la muchedumbre lo provocaba gritándole «Azótala, castígala».

—Así que exigís mano firme y disciplina severa para la encantadora damita, ¿es esto lo que me ordenáis? —preguntó mientras Bella se retorcía con los azotes de la pala que le propinaba en las plantas de los pies desnudos. Luego le levantó la cabeza y la colocó entre los brazos para que no pudiera ocultar su rostro.

—¡Unos pechos preciosos, brazos tiernos, nalgas deliciosas y una pequeña cavidad del placer digna de los dioses!

Empezaban a oírse las ofertas, superadas con tal rapidez que el subastador apenas alcanzaba a repetirlas en voz alta. Bella vio a través de los ojos arrasados en lágrimas cientos de rostros que la observaban fijamente: hombres jóvenes que se apiñaban hasta el mismísimo borde de la tarima, un par de jovencitas que murmuraban y la señalaban y, más atrás, una anciana apoyada en un bastón que estudiaba a Bella y levantaba un dedo sarmentoso para ofrecer su postura.

De nuevo, una sensación de desenfreno se apoderó de ella. Sintió, una vez más, aquel despecho, y pataleó y gimió con los labios cerrados, aunque no dejaba de intrigarla el hecho de que no gritara en voz alta. ¿Era más humillante admitir que podía hablar? ¿Se sonrojaría aún más si la obligaban—intelecto y sentimientos, y no una esclava estúpida?

La única respuesta que obtenía eran sus propios sollozos. La subasta continuaba. Le separaron las piernas cuanto pudieron y el subastador le pasó la vara de cuero por las nalgas como había hecho con Tristán. Le toqueteó el ano obligándola a protestar, a apretar los dientes, a debatirse, e incluso a intentar alcanzar a su torturador con una patada inútil.

Pero en aquel instante el subastador confirmaba la oferta más elevada, luego otra, y con sus comentarios intentaba que la multitud pujara más alto, hasta que Bella lo oyó anunciar con su característica y profunda voz:

—¡Vendida a la mesonera, la señora Jennifer Lockley, de la posada el Signo del León. Por la cuantiosa suma de veintisiete piezas de oro, esta fogosa y divertida princesita será azotada para ganarse el pan.

LAS LECCIONES DE LA SEÑORA LOCKLEY

La multitud continuaba aplaudiendo mientras desencadenaban a Bella y la empujaban escaleras abajo con las manos enlazadas tras la nuca, lo que realzaba aún más sus pechos. No le sorprendió sentir que le colocaban una tira de cuero en la boca y se la sujetaban firmemente a una hebilla, en la parte posterior de la cabeza, a la que a su vez le ataron las muñecas. No le sorprendía después de la resistencia con la que había forcejeado sobre la plataforma.

«¡Pues que hagan lo que quieran!», se dijo llena de desesperación. y cuando sujetaron unas riendas a la misma hebilla y se las dieron a la alta dama de pelo negro situada de pie ante la tarima, Bella se dijo: «Muy bien pensado. Me hará seguirla como si fuera una bestia.»

La mujer estudiaba a Bella del mismo modo como lo hizo antes el cronista con Tristán. Tenía un rostro vagamente triangular, casi hermoso, y una negra cabellera suelta que le caía por la espalda, excepto una delgada trenza recogida sobre la frente que mantenía el rostro despejado de los espesos bucles oscuros. Llevaba un magnífico corpiño con falda de terciopelo rojo y una blusa de lino de mangas abombadas.

«Una rica mesonera», concluyó Bella. La alta mujer tiraba con tanta fuerza de las riendas que casi hizo caer a Bella. Luego se echó las riendas por encima del hombro y obligó a la joven a adoptar un trote rápido tras sus pasos.

Los lugareños se abalanzaban sobre la princesa, la empujaban, la pellizcaban, palmoteaban sus irritadas nalgas y le decían que era una chica muy mala; luego, le preguntaban si disfrutaba con sus cachetes y confesaban lo mucho que les gustaría disponer de una hora a solas con ella para ensenarle buenos modales. Pero Bella tenía los ojos clavados en la mujer, temblaba de pies a cabeza y sentía un curioso vacío mental, como si hubiera dejado por completo de pensar.

No obstante, lo hacía. Como antes, se preguntaba: «¿Por qué no voy a ser tan mala como me plazca? » Pero súbitamente rompió a llorar una vez más, sin saber por qué. La mujer caminaba tan rápido que Bella se veía obligada a trotar; así que obedecía, aunque fuese a regañadientes, con los ojos irritados por las lágrimas lo cual hacía que en su visión los colores de la plaza se fundieran en una única nube de frenético movimiento.

Entraron rápidamente en una pequeña calle donde se cruzaron con personas rezagadas que apenas les dirigían un vistazo, impacientes por llegar a la plaza. Enseguida, Bella se encontró trotando sobre los adoquines de una callejuela silenciosa y vacía que torcía y daba vueltas bajo las oscuras casas con entramados, ventanas con paneles romboides y contraventanas y puertas pintadas de vivos colores.

Había rótulos de madera por doquier que anunciaban los negocios del pueblo: aquí colgaba una bota de zapatero, allí el guante de cuero de un guantero, y una copa de oro toscamente pintada indicaba la presencia del tratante en cuberterías de plata y oro.

Un extraño silencio envolvió a las mujeres, y entonces Bella sintió que todos los leves dolores de su cuerpo parecían avivarse. Notaba su cabeza lastrada con fuerza hacia delante por las riendas de cuero que rozaban sus mejillas. Respiraba ansiosamente contra la tira de cuero que la amordazaba y, por un momento, la sorprendió algo de la escena general, de la callejuela serpenteante, las pequeñas tiendas desiertas, la alta mujer con el corpiño y la amplia falda de terciopelo rojo caminando ante ella, la larga cabellera negra que caía en rizos sobre la estrecha espalda. Tuvo la impresión de que todo aquello había sucedido antes o, más bien, de que era algo bastante corriente.

Aunque era del todo imposible, Bella se sintió como si, de alguna manera peculiar, perteneciera a aquello, y poco a poco el terror paralizador que sintió en el mercado se fue disipando. Estaba desnuda, sí, y le ardían los muslos por los hematomas, igual que las nalgas; no quería ni pensar en el aspecto que tendrían. Los pechos, como siempre, enviaban aquella perceptible palpitación por todo su cuerpo y, cómo no, sentía la terrible pulsación secreta entre las piernas. Sí, su sexo, importunado con tanta crueldad por las rozaduras de aquella lisa pala, aún la enloquecía.

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