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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (3 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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—¡Moveos! ¡Levantad las cabezas! —ordenaban con voz ronca e impaciente. Al oír aquellas voces enfurecidas Bella sentía los escalofríos que ascendían por sus brazos y piernas. Tristán estaba en algún lugar tras ella. Si al menos pudiera acercarse un poco...

Se preguntaba por qué les habían dejado allí, tan lejos del pueblo, y por qué el carretón daba media vuelta.

De repente lo comprendió. Iban a hacerlos marchar a pie, como cuando se lleva un rebaño de ovejas al mercado. Casi con la misma rapidez con que lo pensaba, los guardias montados a caballo arremetieron contra el pequeño grupo y los obligaron a emprender la marcha con una lluvia de golpes.

«Esto es demasiado cruel», pensó Bella. Se puso a correr sin dejar de temblar. Como siempre, el golpe sonoro de la pala la alcanzaba cuando menos lo esperaba y la impulsaba por los aires hacia delante, sobre la tierra blanda recién revuelta.

—¡Al trote, levantad la cabeza! —gritó el guardia—. ¡Arriba también esas rodillas!

Bella veía los cascos de las monturas que pisaban con fuerza a su lado, como antes los había visto en el castillo, en el sendero para caballos. Sintió la misma agitación incontrolable cuando la pala le golpeó sonoramente los muslos e incluso las pantorrillas. Los pechos le dolían y un continuo tormento de lava ardiente recorría las irritadas piernas desnudas.

Aunque no podía ver a la muchedumbre con claridad, sabía que estaba allí. Cientos de lugareños, tal vez incluso miles, salían a raudales por las puertas del pueblo para ver a sus esclavos. «y nos van a llevar justo hacia ellos; es terrible», pensó.

De repente, la determinación que en el carro la animaba a desobedecer, a rebelarse, la abandonó. Simplemente estaba demasiado asustada. Corría cuanto podía por el camino en dirección al pueblo, pero la pala seguía alcanzándola por mucho que ella se apresurara. Corría tanto que finalmente se dio cuenta de que se había abierto paso hasta la primera fila de esclavos y que estaba galopando con ellos, sin nadie delante que la ocultara de la enorme multitud.

Los estandartes ondeaban en las almenas de las murallas. A medida que los esclavos se aproximaban, se oían ovaciones, se veían brazos agitándose y, en medio de la excitación, se percibían también carcajadas burlonas. El corazón de Bella palpitaba con fuerza mientras intentaba no mirar al frente, aunque era imposible apartar la vista. «Ninguna protección, ningún sitio donde esconderse —pensó—. ¿y dónde está Tristán? ¿Por qué no consigo retrasarme en el grupo? » Cuando lo intentó la pala la golpeó sonoramente, una vez más, y el guardia le gritó que continuara adelante.

Los golpes no cesaban de castigar a los esclavos que la rodeaban y una princesa pelirroja que corría a su derecha rompió a llorar desconsoladamente.

—Oh, ¿qué nos va a suceder? ¿Por qué desobedecimos? —gemía la princesita entre sollozos.

El príncipe moreno que corría al otro lado de Bella le dirigió una mirada de advertencia:

—¡Silencio, o será peor!

Bella no pudo evitar recordar su larga marcha hasta el reino del príncipe y cómo éste la había conducido a través de pueblos en los que la habían reverenciado y admirado como esclava escogida.

Esto era completamente distinto.

La multitud se había dividido y se repartía a ambos lados del camino a medida que los esclavos se acercaban a las puertas del pueblo. Bella avistó brevemente a las mujeres con sus blancos mandiles de fiesta y calzado de madera, y a los hombres con sus botas de cuero sin curtir y los coletos de piel. Por todas partes aparecían rostros lozanos animados por un evidente regocijo, lo que obligó a Bella a jadear y dirigir su mirada hacia la tierra del camino que tenía enfrente.

Estaban cruzando la entrada. Sonó una trompeta y aparecieron por doquier manos que querían tocarlos, empujarlos, tirarlos del pelo. Bella sintió unos dedos que le manoseaban el rostro con brusquedad y palmotadas en los muslos. Soltó un grito desesperado y se esforzó por escapar de las manos que la empujaban con violencia mientras a su alrededor se oían sonoras y profundas risas de escarnio, gritos, exclamaciones y, de vez en cuando, algún chillido.

El rostro de Bella estaba surcado de lágrimas, aunque ni se había dado cuenta, y sus pechos palpitaban con la misma pulsación violenta que sentía en las sienes. Vio a su alrededor las casas altas y estrechas del pueblo, con muros de entramado, que se abrían ampliamente alrededor del gran mercado.

En la plaza sobresalía una elevada tarima de madera con un patíbulo, y cientos de personas se agolpaban en las ventanas y balcones desde donde agitaban pañuelos blancos y aclamaban mientras una enorme muchedumbre obstruía las estrechas callejuelas de acceso a la plaza en un intento vano por acercarse a los desgraciados esclavos.

Los cautivos eran obligados a meterse en un redil situado tras la tarima. Bella vio un tramo de escalones destartalados que conducían al entablado superior y una larga cadena de cuero que colgaba por encima del patíbulo. A un lado se hallaba un hombre con los brazos cruzados, esperando, mientras otro volvía a hacer sonar la trompeta cuando la puerta del redil quedó cerrada. La multitud rodeaba a los esclavos, pero no había más que una delgada franja vallada para protegerlos.

Las manos volvían a tenderse para tocarlos, y los príncipes y princesas se apelotonaban. Bella notó que le pellizcaban las nalgas y le levantaban el pelo fuertemente.

Empujó con fuerza hacia el centro buscando desesperadamente a Tristán, y lo atisbó un instante en el momento en que tiraban con rudeza de él para acercarlo al pie de las escaleras.

«¡No, deben venderme con él!» —se dijo Bella. Decidió empujar con violencia hacia delante, pero uno de los guardias la hizo volver con el pequeño grupo mientras la muchedumbre gritaba, rugía y se reía.

La princesa pelirroja que había llorado en el camino parecía inconsolable en estos momentos, y Bella se apretujó contra ella intentando animarla y al mismo tiempo esconderse. La pelirroja tenía unos preciosos pechos altos con pezones rosados muy grandes y una melena que se derramaba formando bucles sobre el rostro surcado de lágrimas.

La multitud vitoreó y gritó otra vez cuando el heraldo concluyó.

—No tengáis miedo —le susurró Bella—. Recordad que a fin de cuentas será muy parecido al castillo. Nos castigarán, nos harán obedecer.

—¡No, no va a ser así! —respondió la princesa con un cuchicheo, intentando que no se notara el movimiento de sus labios al hablar—. Yo que pensaba que era tan rebelde, que era tan traviesa.

El pregonero hizo sonar con fuerza la tercera llamada de trompeta, una aguda serie de notas que reverberaron en la plaza, y en el silencio inmediato que se hizo en el mercado resonó una voz: —¡La subasta de primavera va a comenzar!

Se oyó un estruendo general, un coro poco menos que ensordecedor, tan intenso que conmocionó a Bella dejándola casi sin aliento. La visión de sus pechos temblorosos la sobresaltó y, al echar una rápida ojeada a su alrededor, descubrió cientos de ojos que devoraban, examinaban y evaluaban sus atributos desnudos, y un centenar de labios susurrantes y sonrientes.

Entretanto, los guardias atormentaban a los príncipes fustigándoles levemente los penes con los cintos de cuero. Luego, con las manos, les sostenían y les dejaban caer pesadamente los testículos oscilantes al tiempo que les ordenaban que se mantuvieran firmes y les castigaban con varios golpes de pala en las nalgas si no obedecían. Tristán se encontraba de espaldas a Bella, que veía cómo temblaban los duros y perfectos músculos de las piernas y nalgas del príncipe mientras el guardia lo importunaba, pasándole la mano con brusquedad entre las piernas. En ese instante, Bella lamentó terriblemente haber hecho el amor furtivamente con él. Si no conseguía una erección, como le ordenaba el guardia, ella sería la culpable.

Volvió a oírse la retumbante voz:

—Todos los presentes conocéis las normas de la subasta. Los esclavos desobedientes que nuestra graciosa majestad ofrece para realizar trabajos forzados serán vendidos al mejor postor por un período que sus nuevos señores y amos decidirán, y que nunca será inferior a tres meses de vasallaje.

Estos esclavos desobedientes deberán comportarse como criados silenciosos y, cada vez que lo permitan sus señores y señoras, serán traídos al lugar de castigo público para sufrir aquí su escarmiento, para disfrute de la multitud así como para su propia mejora.

El guardia se había apartado de Tristán. Antes le había propinado un golpe de pala casi juguetón tras sonreír susurrándole algo al oído.

—A los nuevos amos se os encomienda solemnemente que hagáis trabajar a estos esclavos —continuó la voz del heraldo sobre la tarima—, que los disciplinéis y que no toleréis ninguna desobediencia ni palabra insolente. Todo amo o señora puede vender a su esclavo dentro del pueblo en cualquier momento y por la suma que considere conveniente.

La princesa de rojos cabellos apretaba los pechos desnudos contra Bella, que se adelantó para besarle el cuello. Al hacerlo sintió el tupido vello rizado del pubis de la muchacha contra la pierna, y la humedad y el calor que desprendía.

—No lloréis —le susurró.

—Cuando regresemos, seré perfecta, seré perfecta —le confió la princesa, que estalló de nuevo en sollozos.

—Pero ¿qué os hizo desobedecer? —le susurró Bella rápidamente al oído.

—No sé —gimió la muchacha, abriendo completamente sus azules ojos—. ¡Quería ver qué pasaba! —De nuevo empezó a llorar lastimosamente.

—Cada vez que castiguéis a uno de estos esclavos indignos —continuaba el heraldo—, estaréis cumpliendo el mandato de su majestad real.

Es la mano de su majestad la que los golpea y son los labios reales los que les reprenden. Una vez por semana, los esclavos serán enviados al edificio central de cuidados. Habrá que alimentarlos adecuadamente, y deberán disponer de tiempo suficiente para dormir. En todo momento, los esclavos deberán mostrar evidencias de severos azotes; y toda insolencia o rebeldía será tajantemente reprimida.

El pregonero volvió a hacer sonar la trompeta. Había pañuelos blancos agitándose por doquier y cientos de personas que aplaudían con entusiasmo. La princesa pelirroja soltó un gritó al sentir que un joven que se había doblado sobre la valla del redil tiraba de su muslo.

El guardia lo detuvo con una reprimenda benevolente, pero el muchacho ya había conseguido deslizar la mano en el húmedo sexo de la princesa.

En esos instantes obligaban a Tristán a subir al entarimado. Como antes, el príncipe cautivo mantenía la cabeza erguida, las manos enlazadas en la nuca y una actitud de total dignidad a pesar de que la pala golpeaba sonoramente sobre su torneado y apretado trasero mientras él ascendía por los escalones de madera.

Bella advirtió por primera vez, bajo el alto patíbulo y los eslabones de cuero de la cadena colgante, una plataforma giratoria baja y redonda sobre la que un hombre alto y demacrado con un coleto de terciopelo verde obligaba a subirse a Tristán.

El hombre separó las piernas del príncipe de una patada, como si no pudiera dirigirle ni la orden más simple.

«Le tratan como a un animal», pensó Bella, que se esforzaba por ver lo que sucedía.

El alto subastador se incorporó y accionó la plataforma giratoria con un pedal, para que Tristán girara con facilidad y rapidez.

Bella alcanzó a vislumbrar el rostro enrojecido del príncipe, su pelo dorado y los ojos azules casi cerrados. El pecho y el vientre endurecidos relucían por el sudor, el pene aparecía enorme y grueso, tal y como querían los guardias, y las piernas le temblaban ligeramente por la presión que las obligaba a mantenerse tan separadas.

El deseo se apoderó de Bella que, pese al miedo y a la lástima que le inspiraba Tristán en aquel momento, percibía que sus propios órganos se hinchaban y volvían a latir. «No pueden dejarme ahí sola ante todo el mundo. ¡No pueden venderme de este modo! ¡No puede ser!», se decía.

Pero, cuántas veces había dicho estas mismas palabras en el castillo.

Unas sonoras carcajadas provenientes de un balcón próximo la cogieron desprevenida. Por todas partes se alzaban conversaciones y discusiones aviva voz mientras la plataforma giraba sin cesar y los rizos rubios de Tristán mantenían despejada la nuca a causa del movimiento, lo que le hacía parecer más desnudo y vulnerable.

—Un príncipe de fuerza excepcional —gritó el subastador con voz aún más fuerte y grave que la del heraldo, lo que le permitía hacerse oír entre el estruendo de las conversaciones—, de largas extremidades pero de constitución robusta. Muy adecuado, desde luego, para los trabajos de la casa, indiscutiblemente para el trabajo en el campo y, sin duda, para el de las cuadras.

Bella dio un respingo.

El subastador sostenía en la mano una larga, estrecha y flexible pala de cuero, que más parecía una correa rígida. Golpeó con ella la verga de Tristán, otra vez de cara al redil de esclavos, mientras anunciaba a todo el mundo:

—Con un miembro fuerte, bien dispuesto, de gran resistencia, capaz de ofrecer servicios inmejorables. —El estallido de risas resonó por toda la plaza.

El subastador extendió el brazo, aferró a Tristán por el pelo y lo dobló bruscamente por la cintura, mientras accionaba de nuevo el pedal para que la plataforma girara mientras Tristán continuaba inclinado.

—Excelentes nalgas —retumbó la profunda voz; luego se oyó el inevitable chasquido de la pala que dejaba erupciones rojas sobre la piel de Tristán—. ¡Elásticas y suaves! —gritó el subastador, quien ahora presionaba la carne con los dedos. Luego acercó la mano al rostro de Tristán y lo levantó—. ¡Y es recatado, de temperamento tranquilo, deseoso de obedecer! ¡Más le vale! —De nuevo, resonó un estallido y se oyeron risas por todas partes.

«¿Qué estará pensando? —se dijo Bella—. ¡Me resulta insoportable!»

El subastador había cogido otra vez a Tristán por la cabeza y Bella vio que el hombre esgrimía un falo de cuero negro que colgaba de una cadena atada al cinturón de su coleto de terciopelo verde.

Antes de que Bella alcanzara a comprender qué pretendía hacer, el subastador ya había introducido el falo en el ano de Tristán, lo que suscitó nuevos vítores y gritos que surgieron de la multitud que llenaba todos los rincones del mercado, mientras el príncipe seguía doblado por la cintura, con el rostro imperturbable.

—¿Hace falta que diga más? —gritó el subastador—. Pues entonces... ¡que empiece la subasta!

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