El cuerpo del delito (16 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El cuerpo del delito
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Marino se sacó una agenda del bolsillo de la chaqueta, la abrió, pasó unas páginas y preguntó:

—¿Pudo ser la segunda semana de julio? ¿El viernes día doce?

—Es posible.

—¿Recuerdas algo más? ¿Dijo ella alguna otra cosa?

—Estuvo casi amable —contestó Hunt—. Me acuerdo muy bien. Supongo que todo se debió a que la ayudé y nos encargamos de limpiarle el maletero, cosa que no teníamos ninguna obligación de hacer. Hubiera podido decirle que llevara el vehículo a la sección de servicios especiales y pagara treinta dólares por el servicio. Pero yo quería ayudarla. Mientras los chicos trabajaban, observé una cosa muy rara en la portezuela del lado del pasajero. Parecía que alguien hubiera tomado una llave y hubiera grabado un corazón y unas letras en la portezuela, justo por debajo del tirador. Cuando le pregunté qué había pasado, rodeó el automóvil para examinar los desperfectos y le juro que se quedó petrificada y más blanca que una sábana. Por lo visto, no se había dado cuenta hasta que yo se lo dije. Traté de tranquilizarla y le dije que no me extrañaba que se hubiera disgustado tanto. Era un Honda recién estrenado, un automóvil de veinte mil dólares sin el menor arañazo. Y va un chalado y le hace una cosa así. Seguramente un chiquillo que no tenía nada mejor que hacer.

—¿Qué otra cosa dijo, Al? —preguntó Marino—. ¿Dio alguna explicación sobre lo ocurrido?

—No, señor. Casi no dijo nada. Me pareció que estaba como asustada. Miró a su alrededor y me preguntó dónde había un teléfono público. Le contesté que dentro teníamos uno. Cuando volvió a salir, ya habíamos terminado de limpiarle el vehículo y se fue inmediatamente...

Marino pulsó el botón de detención y sacó la cinta de la videocámara. Recordando el café, me fui a la cocina y preparé dos tazas.

—Parece que eso responde a una de nuestras preguntas —dije al regresar.

—Sí —Marino alargó la mano hacia la crema de leche y el azúcar—. Tal, como yo lo imagino, Beryl utilizó el teléfono público para llamar al banco o tal vez para reservar un billete de avión. Aquel corazoncito de San Valentín grabado en la portezuela de su automóvil fue la gota que hizo derramar el vaso. Le entró miedo. Desde el túnel de lavado se fue directamente al banco. He comprobado dónde tenía la cuenta. El doce de julio a las doce y cincuenta minutos del mediodía retiró casi diez mil dólares en efectivo y dejó la cuenta sin fondos. Era una de las mejores dientas y nadie puso reparos.

—¿Compró cheques de viaje?

—No, aunque parezca increíble —contestó Marino—. Eso significa que el hecho de que alguien averiguara su paradero la aterrorizaba mucho más que la posibilidad de que la robaran. En los cayos lo pagaba todo en efectivo. Si no utilizaba tarjetas de crédito ni cheques de viaje, nadie tenía por qué enterarse de cómo se llamaba.

—Debía de estar muerta de miedo —dije en un susurro—. No imagino que pudiera llevar tanto dinero encima. Para hacer una cosa así, yo tendría que estar loca o al borde de la desesperación.

Marino encendió un cigarrillo y yo hice lo propio.

Sacudiendo la cerilla para apagarla, pregunté:

—¿Cree posible que le grabaran el corazón en la portezuela mientras le lavaban el automóvil?

—Le hice a Hunt esta misma pregunta para ver cómo reaccionaba —contestó Marino—. Juró que nadie lo hubiera podido hacer en el túnel de lavado porque alguien hubiera visto a la persona que lo hacía. Pero yo no estoy tan seguro. En esos sitios dejas cincuenta centavos en la caja de cambios y han desaparecido cuando te devuelven el vehículo. La gente roba que es un gusto. Monedas, paraguas, lo que sea, y nadie ha visto nada cuando preguntas. Lo hubiera podido hacer incluso el propio Hunt.

—Es un tipo un poco raro —reconocí—. Me llama la atención que se hubiera fijado tanto en Beryl. Ella no era más que uno de los muchos clientes que pasaban por aquel lugar cada día. ¿Con cuánta frecuencia acudía al túnel de lavado? ¿Una vez al mes, quizá menos?

Marino asintió con la cabeza.

—Pero para él resplandecía como un letrero de neón. Puede que sea absolutamente inocente. Y puede que no.

Recordé el comentario de Mark sobre el «sensacional» aspecto de Beryl.

Marino y yo tomamos nuestros cafés en silencio mientras la oscuridad volvía a apoderarse de mis pensamientos. Mark. Tenía que haber un error, alguna explicación lógica de por qué no figuraba en la lista de colaboradores de Orndorff & Berger. A lo mejor, su nombre se había excluido del directorio o la empresa se había informatizado recientemente y él estaba erróneamente codificado, por lo que su nombre no apareció cuando la recepcionista lo introdujo en el ordenador. A lo mejor, ambas recepcionistas eran nuevas y no conocían a todos los abogados. Pero, ¿por qué no figuraba en la guía telefónica de Chicago?

—La veo preocupada por algo —dijo finalmente Marino—. Me he dado cuenta nada más entrar.

—Estoy simplemente cansada —dije.

—A otro perro con ese hueso —replicó Marino tomando un sorbo de café.

Y estuve a punto de atragantarme con el mío cuando añadió:

—Rose me dijo que se había ausentado de la ciudad. ¿Acaso ha mantenido una pequeña e instructiva charla con Sparacino en Nueva York?

—¿Cuándo le ha dicho Rose todo esto?

—No importa. Y no se enfade con su secretaria —añadió Marino—. Ella se limitó a decirme que se había ausentado de la ciudad. No me dijo ni a dónde ni con quién ni para qué. Lo demás lo averigüé yo por mi cuenta.

—¿Cómo?

—Me lo acaba usted de decir —contestó Marino—. No lo ha negado, ¿verdad que no? Bueno, pues, ¿de qué estuvieron hablando usted y Sparacino?

—Él me dijo que había hablado con usted. Quizá convendría que me hablara usted primero de esa conversación —contesté.

—No tuvo la menor importancia —Marino tomó el cigarrillo que había dejado en el cenicero—. La otra noche va y me llama a casa. No me pregunte cómo demonios averiguó mi nombre y mi teléfono. Quiere los papeles de Beryl y yo no estoy dispuesto a entregárselos. Tal vez me hubiera mostrado más inclinado a colaborar con él si no hubiera sido tan hijo de puta. Empezó a darme órdenes y a comportarse como si fuera el gran jefe. Dijo que era el albacea testamentario y empezó a amenazarme.

—Y entonces usted tuvo la delicadeza de enviarme este tiburón a mi despacho —dije yo.

Marino me miró fríamente.

—No. Ni siquiera la mencioné.

—¿Está seguro?

—Pues claro que estoy seguro. La conversación duró unos tres minutos. Eso fue todo. Su nombre no se mencionó para nada.

—¿Y qué me dice del manuscrito que usted incluyó en el informe policial? ¿Le hizo Sparacino alguna pregunta sobre él?

—Sí —contestó Marino—. No le facilité ningún detalle, le dije que todos los papeles se presentarían como pruebas y añadí lo de siempre, que no estaba autorizado a hacer comentarios sobre el caso.

—¿Usted no le dijo que el manuscrito que encontró fue inicialmente entregado en mi departamento?

—Rotundamente no —contestó Marino, mirándome con extrañeza—. ¿Por qué iba a decirle tal cosa? No es cierto. Le pedí a Vander que lo examinara para ver si contenía alguna huella y esperé mientras él trabajaba. Después me volví a llevar el manuscrito. Ahora mismo se encuentra en la sala de efectos personales con todas sus restantes cosas —Marino hizo una pausa—. ¿Por qué? ¿Qué le dijo Sparacino?

Me levanté para volver a llenar las tazas. Al regresar, se lo conté todo. Cuando terminé, Marino me miró con incredulidad y vi en sus ojos algo que me dejó totalmente hundida. Creo que fue la primera vez que le vi asustado.

—¿Qué va a hacer si llama? —me preguntó.

—¿Si llama Mark, quiere decir?

—No. Si llaman los Siete Enanitos —contestó Marino en tono burlón.

—Pedirle explicaciones. Preguntarle cómo es posible que trabaje para Orndorff & Berger y cómo es posible que viva en Chicago y no haya constancia de ello en ninguna parte. —Mi desánimo crecía por momentos—. No sé, intentaré averiguar qué demonios está pasando.

Marino apartó la mirada de mí y tensó los músculos de la barbilla.

—Usted se pregunta si Mark está implicado en este asunto... si está en connivencia con Sparacino y participa en actividades ilegales y delictivas —dije sin apenas poder expresar con palabras mi estremecedora sospecha.

—¿Y qué otra cosa podría pensar? —me replicó Marino, encendiendo enfurecido otro cigarrillo—. Llevaba usted más de quince años sin ver a su ex Romeo, sin hablar con él ni saber nada sobre su paradero. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Y, de pronto, aparece en la puerta de su casa. ¿Qué sabe usted de lo que realmente ha hecho durante todo ese tiempo? No sabe nada. Sólo sabe lo que él le ha dicho…

Ambos nos sobresaltamos al oír el timbre del teléfono. Consulté instintivamente mi reloj mientras me dirigía a la cocina. Aún no eran las diez y tenía el corazón en un puño cuando tomé el teléfono.

—¿Kay?

—¡Mark! —exclamé, tragando saliva—. ¿Dónde estás?

—En casa. Acabo de regresar a Chicago...

—Traté de ponerme en contacto contigo en Nueva York y Chicago, llamé al despacho... —dije, tartamudeando—. Llamé desde el aeropuerto.

Se produjo una pausa cargada de malos presagios.

—Mira, no dispongo de mucho tiempo. Te llamo simplemente para decirte que siento lo ocurrido y para asegurarme de que estás bien. Me pondré en contacto contigo.

—¿Dónde estás? —volví a preguntar—. ¿Mark? ¡Mark!

Me contestó el tono de marcar.

7

A
l día siguiente, domingo, me quedé durmiendo cuando sonó el despertador. Me salté la misa, me salté el almuerzo y me sentía inquieta y atontada cuando finalmente me levanté de la cama. No recordaba mis sueños, pero sabía que habían sido desagradables.

Sonó el teléfono, pasadas las siete de la tarde, cuando estaba picando cebollas y pimientos para una tortilla que el destino no me permitiría comer. Minutos después ya estaba atravesando a gran velocidad un oscuro tramo de la 64 Este con un trozo de papel en el tablero de instrumentos en el que figuraban anotadas las instrucciones para llegar a Cutler Grove. Mi mente era como un programa informático atrapado en un bucle en el que mis pensamientos giraban sin parar, procesando incesantemente la misma información. Cary Harper había sido asesinado. Una hora antes, al regresar a casa en su automóvil desde una taberna de Williamsburg, había sido atacado en el momento de descender del vehículo. Todo ocurrió con mucha rapidez. El crimen fue brutal. Como a Beryl Madison, le habían cortado la garganta.

Estaba oscuro y los bancos de niebla me devolvían el reflejo de los faros delanteros de mi automóvil. La visibilidad se había reducido casi a cero y la autovía que tantas veces había recorrido en el pasado se me antojaba repentinamente extraña. No sabía muy bien dónde estaba. Mientras encendía nerviosamente un cigarrillo, me di cuenta de que unos faros delanteros se me estaban acercando por detrás. Un automóvil oscuro que no pude distinguir pasó peligrosamente cerca y después se fue quedando poco a poco rezagado. Mantuvo la misma distancia kilómetro tras kilómetro tanto si yo aceleraba como si aminoraba la marcha. Cuando finalmente encontré la salida que buscaba me desvié hacia ella y lo mismo hizo el automóvil que circulaba a mi espalda.

La carretera sin asfaltar que enfilé a continuación no estaba señalizada. Los faros delanteros seguían fijos en mi guardabarros. Me había dejado el revólver del 38 en casa. No llevaba más que un pequeño aerosol irritante en el maletín médico. Experimenté un alivio tan hondo que exclamé en voz alta: «¡Gracias a Dios!», cuando la enorme mansión apareció ante mis ojos al salir de una curva. La calzada semicircular estaba llena de vehículos y de luces de emergencia. Aparqué y el automóvil que me seguía se detuvo bruscamente a mi espalda. Me quedé de una pieza cuando vi bajar a Marino, subiéndose el cuello de la chaqueta.

—Santo cielo —exclamé con una punta de irritación—. No puedo creerlo.

—Lo mismo digo —rezongó Marino, acercándose a mí a grandes zancadas—. Yo tampoco puedo creerlo. —Contempló el brillante círculo de luz que rodeaba un viejo Rolls-Royce de color blanco aparcado cerca de la entrada posterior de la mansión.— Mierda. Es lo único que puedo decir. ¡Mierda!

Había agentes de la policía por todas partes. Sus rostros estaban espectralmente pálidos bajo el resplandor de la luz artificial. Los motores rugían ruidosamente y en la húmeda y gélida atmósfera resonaban las frases fragmentadas y las interferencias de las radios. Una cinta atada a la barandilla de los peldaños posteriores cerraba el escenario del delito formando un siniestro rectángulo amarillo.

Un policía de paisano vestido con una vieja chaqueta de cuero se acercó a nosotros.

—¿Es la doctora Scarpetta? —dijo—. Soy el investigador Poteat.

Yo estaba abriendo mi maletín para sacar un paquete de guantes quirúrgicos y una linterna.

—Nadie ha tocado el cuerpo —me informó Poteat—. He seguido exactamente las instrucciones del doctor Watts.

El doctor Watts era un médico que ejercía la medicina general, uno de los quinientos forenses repartidos por el estado que me auxiliaban en mi labor y uno de los que más quebraderos de cabeza me causaban. En cuanto la policía le llamó aquella tarde, él me llamó a mí. Los forenses auxiliares estaban obligados a informar al jefe del departamento de Medicina Legal siempre que se producía la muerte sospechosa o inesperada de algún personaje conocido. Pero Watts también se sentía obligado a evitar todos los casos que pudiera o a pasárselos a otro pues le fastidiaba tener que acudir al lugar de los hechos o rellenar los papeles. Era un especialista en no acudir a los escenarios de los delitos y, como era de esperar, tampoco le vi el pelo en aquella ocasión.

—Llegué aquí al mismo tiempo que el equipo de recogida —me estaba explicando Poteat—. Me aseguré de que los chicos no hicieran más de lo necesario. No le dieron la vuelta ni le quitaron la ropa ni nada. Ha muerto en el acto.

—Gracias —contesté con aire distraído.

—Al parecer, le golpearon en la cabeza y lo hirieron con un objeto cortante. Puede que le dispararan. Hay perdigones por todas partes. Ahora mismo lo verá. No hemos encontrado el arma. Por lo visto, llegó sobre las siete menos cuarto y aparcó en el lugar donde ahora se encuentra su automóvil. Suponemos que le atacaron al bajar.

El policía contempló el Rolls-Royce de color blanco. Toda la zona estaba envuelta en las sombras arrojadas por unos arbustos de boj más altos y más viejos que él.

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