Read El cuerpo del delito Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El cuerpo del delito (14 page)

BOOK: El cuerpo del delito
4.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Decirte, ¿qué? —pregunté, mirándole con incredulidad—. Decirte, ¿qué?

—Lo de la desaparición de esos objetos y el revuelo que se armó. Es la clase de basura en la que Sparacino se mueve como pez en el agua. Yo no lo sabía y los dos hemos caído en una emboscada. ¡Maldita sea mi estampa!

—No te lo dije —repliqué levantando la voz— porque no tenía nada que ver con el caso de Beryl. Las situaciones que él ha mencionado fueron tormentas en un vaso de agua, la clase de inevitables trastornos que se producen cuando los cuerpos llegan en los más variados estados y los empleados de las funerarias y los agentes de la policía entran y salen todo el día para recoger los efectos personales de los difuntos...

—Por favor, no la tomes conmigo.

—¡No la tomo contigo!

—Mira, ya te comenté cómo era Sparacino. Estoy tratando de protegerte de él.

—A lo mejor, es que no estoy segura de lo que estás tratando de hacer, Mark.

Seguíamos hablando acaloradamente cuando Mark miró a su alrededor buscando un taxi. La circulación estaba prácticamente detenida, los claxons sonaban, los motores rugían y mis nervios parecían a punto de estallar. Al final, apareció un taxi y Mark abrió la portezuela posterior y colocó mi maleta en el suelo. Al ver que le entregaba un par de billetes al taxista tras haberme acomodado yo en el asiento, comprendí lo que estaba pasando. Mark no me iba a acompañar. Me enviaba sola al aeropuerto y sin almorzar. Antes de que pudiera bajar el cristal de la ventanilla para decirle algo, el taxi se puso en marcha y volvió a adentrarse en el tráfico.

Me trasladé en silencio al aeropuerto de La Guardia, donde todavía me faltaban tres horas para subir al avión. Me sentía enojada, dolida y perpleja. No podía soportar la idea de marcharme de aquella manera. Busqué un asiento vacío en el bar, pedí una consumición y encendí un cigarrillo. Observé cómo el humo azulado ascendía en espiral y se disipaba en la brumosa atmósfera. Minutos más tarde, introduje un cuarto de dólar en la ranura de un teléfono público.

—Orndorff & Berger —anunció una profesional voz femenina.

Evoqué la imagen de la negra consola y dije:

—Mark James, por favor.

Tras una pausa, la mujer contestó:

—Disculpe, se habrá equivocado de número.

—Trabaja en el despacho de Chicago. Está aquí de visita. Precisamente hoy me he reunido con él en este bufete —dije.

—Atienda un momento, por favor.

Me pasé unos dos minutos escuchando a través del hilo musical la versión de «Baker Street» de Jerry Rafferty.

—Lo siento —me dijo la recepcionista poniéndose de nuevo al teléfono—, aquí no hay nadie que se llame así, señora.

—Él y yo nos hemos reunido en el vestíbulo de este bufete hace menos de dos horas —exclamé, a punto de perder la paciencia.

—Lo he comprobado, señora. Lo siento, nos habrá confundido usted con otro bufete.

Soltando una maldición por lo bajo, colgué violentamente el teléfono. Marqué Información, pedí el número del bufete de Orndorff & Berger de Chicago e introduje mi tarjeta de crédito. Dejaría un mensaje para Mark, diciéndole que me llamara en cuanto pudiera.

Se me heló la sangre en las venas cuando la recepcionista de Chicago me contestó:

—Lo siento mucho, señora. No hay ningún Mark James en este bufete.

6

M
ark no figuraba en la guía telefónica de Chicago. Había cinco Mark James y tres M James. Al llegar a casa, probé a llamar a cada uno de los números y me contestó o bien una mujer o un hombre desconocido. Estaba tan desconcertada que no pude conciliar el sueño. Hasta la mañana siguiente no se me ocurrió la idea de llamar a Diesner, el jefe del departamento de Medicina Legal de Chicago con quien Mark afirmaba haberse tropezado varias veces.

Llegué a la conclusión de que lo mejor sería ir directamente al grano y le dije a Diesner, tras los habituales comentarios intrascendentes:

—Estoy tratando de localizar a Mark James, un abogado de Chicago a quien tú conoces si no me equivoco.

—James... —repitió Diesner en tono pensativo—. Me temo que no me suena, Kay. ¿Dices que trabaja como abogado aquí en Chicago?

—Sí —contesté desalentada—. En Orndorff & Berger.

—Conozco Orndorff & Berger, un bufete muy prestigioso, pero no logro recordar a este Mark James... —Oí el rumor de un cajón al abrirse y el crujido de unas hojas de papel.— Pues no. Tampoco figura en las páginas amarillas.

Tras colgar el teléfono, me llené otra taza de café cargado y contemplé a través de la ventana de la cocina el comedero vacío de los pájaros. La grisácea mañana amenazaba lluvia. El escritorio de mi despacho del departamento hubiera necesitado una apisonadora. Era sábado y el lunes eran fiesta oficial. El departamento estará desierto porque mis colaboradores ya estarían disfrutando de aquel largo fin de semana de tres días. Hubiera podido aprovechar aquella paz y tranquilidad. Pero no me apetecía. Sólo podía pensar en Mark. Era como si no existiera, como si fuera un ser imaginario, un sueño. Cuanto más trataba de comprenderlo, tanto más se me enredaban los pensamientos. ¿Qué demonios estaba pasando?

Al borde de la desesperación, pedí el número del domicilio particular de Robert Sparacino y lancé un secreto suspiro de alivio al averiguar que no figuraba en la guía. Llamarle hubiera sido un suicidio. Mark me había engañado. Me había dicho que trabajaba en Orndorff & Berger, me había dicho que vivía en Chicago y que conocía a Diesner. ¡Nada de todo aquello era cierto! Esperaba que sonara el teléfono y que Mark me llamara. Arreglé la casa, hice la colada y planché, empecé a preparar una salsa de tomate, hice unas albóndigas y revisé la correspondencia.

El teléfono no sonó hasta las cinco de la tarde.

—¿Doctora? Aquí, Marino —me dijo la conocida voz—. No quería molestarla en un fin de semana, pero llevo dos malditos días tratando de localizarla. Quería asegurarme de que estaba bien —añadió Marino haciendo otra vez de ángel de la guarda—. Tengo una cinta de vídeo que me interesa que vea —me explicó—. He pensado que, si no va a salir, yo podría pasar un momento por su casa. ¿Tiene vídeo?

Sabía que sí. Otras veces había «pasado por mi casa» para enseñarme cintas.

—¿Qué clase de cinta? —le pregunté.

—Sobre ese tipo con quien me he pasado toda la mañana. Interrogándole sobre Beryl Madison.

Marino hizo una pausa y yo adiviné que estaba contento.

Cuanto más conocía a Marino, tanto más se empeñaba éste en presumir ante mí. Yo atribuía en parte el fenómeno al hecho de que él me hubiera salvado la vida, un temible acontecimiento que había servido para crear entre nosotros un curioso vínculo, dada la disparidad de nuestras personalidades
[3]
.

—¿Está de servicio?

—Pero si yo siempre estoy de servicio —contestó Marino con un gruñido.

—Hablo en serio.

—No oficialmente, ¿de acuerdo? Terminé a las cuatro, pero mi mujer se ha ido a Jersey a visitar a su madre y yo tenía, más cabos sueltos que un maldito fabricante de alfombras.

Su mujer no estaba. Sus hijos ya eran mayores. Era un triste sábado y el cielo estaba encapotado. Marino no quería regresar a una casa vacía. Yo tampoco estaba muy contenta que digamos en mi solitaria casa vacía. Contemplé la cazuela donde se estaba cociendo la salsa.

—No tengo que salir —dije—. Pase cuando quiera con la cinta de vídeo y la miraremos juntos. ¿Le gustan los espaguetis?

Marino vaciló un instante.

—Bueno...

—Con albóndigas. Ahora mismo voy a hacer la pasta. ¿Comerá conmigo?

—Sí —contestó Marino—, creo que lo podré arreglar.

Cuando Beryl Madison quería que le lavaran el automóvil, tenía por costumbre acudir al Masterwash de Southside.

Marino lo había averiguado visitando todos los establecimientos de lavado de automóviles de lujo de la ciudad. En realidad, sólo había una docena de establecimientos que pasaban el automóvil sin conductor por una cadena de montaje de «aros» que giraban en una solución espumosa mientras una especie de duchas enviaban finos chorros de agua. Tras ser sometido a un secador de aire, el automóvil, conducido por un ser humano, era trasladado a una sala donde los empleados le pasaban la aspiradora, lo enceraban, le sacaban brillo y le limpiaban los guardabarros y todo lo demás. Un servicio «Super Deluxe» de Masterwash, me dijo Marino, costaba quince dólares.

—Tuve mucha suerte —me explicó Marino mientras enrollaba los espaguetis en el tenedor con la ayuda de una cuchara—. ¿Cómo se localiza una cosa así? Los tíos deben de hacer como unos setenta o cien servicios al día. ¿Cómo se van a fijar en un Honda de color negro? No puede ser.

Se sentía un cazador feliz. Había cobrado una buena pieza. La semana anterior, tan pronto como le entregué el informe preliminar de las fibras, comprendí que empezaría a recorrer todos los túneles de lavado de la ciudad. Había que reconocerle un mérito a Marino: aunque sólo hubiera habido un arbusto en un desierto, él se hubiera empeñado en comprobar lo que había detrás.

—Fue por pura chiripa —añadió—. Pasé por el Masterwash. Era casi el último establecimiento de la Ésta, por el sitio en que está ubicado. Yo hubiera imaginado que Beryl llevaba su Honda a algún túnel de lavado del West End. Pero no, lo llevaba al Southside y la única razón que se me ocurre es que el establecimiento tiene una sección de embellecimiento de carrocerías y limpieza de interiores. Resulta que llevó su automóvil allí el pasado mes de diciembre poco después de comprarlo y pagó cien dólares para que le sellaran la pintura. Después, abrió una cuenta y se hizo socia para poder ahorrarse un par de dólares en cada lavado y aprovechar la oferta de la limpieza semanal gratuita.

—¿Así fue cómo lo descubrió? —le pregunté—. ¿Porque se había hecho socia?

—Pues sí —contestó Marino—. No tienen ordenador. Tuve que revisar todas las malditas facturas. Pero encontré una copia de lo que pagó para hacerse socia y, basándome en el estado de su automóvil cuando lo encontramos en el garaje, pensé que lo habría lavado poco antes de huir a Key West. He estado examinando también sus papeles y buscando los comprobantes de los pagos con tarjeta de crédito. Sólo hay un cargo de Masterwash y es el trabajo de cien dólares que le he mencionado. Al parecer, pagó en efectivo cuando se hizo lavar el vehículo después.

—Los empleados del túnel de lavado —dije—, ¿qué tipo de ropa llevan?

—No hay nada de color anaranjado que coincida con esa fibra tan rara que encontraron ustedes. Casi todos van con vaqueros y zapatillas deportivas... todos llevan una camisa de color azul con el nombre Masterwash bordado en blanco en el bolsillo. Lo examiné todo mientras estuve allí. No hubo nada que me llamara la atención. Sólo vi otro tipo de tejido, el de las toallas blancas que utilizan para secar los automóviles.

—No parece muy prometedor —comenté, apartando a un lado mi plato.

Menos mal que Marino tenía buen apetito. Yo aún tenía el estómago encogido por lo de Nueva York y aún no sabía si revelarle a Marino lo que había pasado.

—Puede que no —dijo Marino—, pero hablé con un tipo que me llamó un poco la atención.

Esperé.

—Se llama Al Hunt, veintiocho años, raza blanca. Me fijé en él inmediatamente. Le vi supervisando la labor de los currantes y tuve como una corazonada. Se le veía fuera de lugar. Muy pulcro y peripuesto, le hubiera sentado mejor un traje de calle y una cartera de documentos. «¿Qué estará haciendo un tipo como él en un callejón sin salida como éste?», pensé. —Marino hizo una pausa para rebañar el plato con un trozo de pan de ajo—. Me acerco a él y empiezo a pegar la hebra. Le pregunto por Beryl y le muestro la fotografía de su permiso de conducir. Le pregunto si recuerda haberla visto por allí y, ¡zas!, empieza a ponerse nervioso.

No pude evitar pensar que yo también hubiera empezado a ponerme nerviosa si Marino se hubiera «acercado» a mí. Probablemente se habría echado encima del pobre chico como un toro desbocado.

—Y entonces, ¿qué? —pregunté.

—Pues entonces entramos, tomamos café y empezamos a hablar en serio —contestó Marino—. Este Al Hunt es un tipo muy curioso. Para empezar, estudió en una escuela superior y se graduó en psicología, después se pasó un par de años trabajando como enfermero en el Metropolitan, imagínese. Y, al preguntarle yo por qué dejó el hospital por el Masterwash, resulta que su padre es el dueño del establecimiento. Tiene intereses en toda la ciudad. El Masterwash no es más que una de sus inversiones. También es dueño de varios parkings y de la mitad de los inmuebles de los barrios bajos del Northside. Cabría suponer que el joven Al no ha sido educado para seguir los pasos de su papá, ¿no le parece?

La cosa se ponía interesante.

—Pues bueno, resulta que Al no va a ponerse un traje de calle aunque a primera vista parezca que es lo que le corresponde. O sea, Al es un perdedor y su padre no se fía de él ni lo ve vestido con un milrayas y sentado detrás de un escritorio. El tipo se limita a estar allí diciéndoles a los currantes cómo hay que encerar los vehículos y limpiar los guardabarros. Eso me induce a pensar inmediatamente que aquí arriba le falla algo —dijo Marino, señalándose la cabeza con un pringoso dedo. —Quizá convendría que hablara con su padre. —Claro. Y éste me dirá que su gran esperanza blanca es un zoquete.

—¿Qué se propone hacer?

—Ya lo he hecho —contestó Marino—. Vea usted la cinta de vídeo que traigo, doctora. Me he pasado toda la mañana con Al Hunt en jefatura. El tipo habla por los codos y siente una enorme curiosidad por lo que le ocurrió a Beryl, dice que lo leyó en los periódicos...

—¿Cómo sabía quién era Beryl? —le interrumpí—. Los periódicos y las emisoras de televisión no tenían ninguna fotografía suya. ¿Acaso reconoció el nombre?

—Dice que no, que no tenía ni idea de quién era la rubia que había visto en el túnel de lavado hasta que yo le mostré la fotografía del carnet de conducir. Entonces pareció llevarse una fuerte impresión, estuvo pendiente de todas mis palabras, quiso hablar de ella y se mostró muy afectado para ser alguien que no la conocía. —Marino dejó la arrugada servilleta sobre la mesa—. Lo mejor es que lo vea usted misma.

Puse la cafetera en el fuego, recogí los platos sucios y pasamos al salón para ver la cinta. Conocía el decorado. Lo había visto muchas veces. La sala de interrogatorios del departamento de policía era un pequeño cuarto de paredes revestidas con paneles de madera cuyo único mobiliario era una mesa desnuda colocada en el centro del suelo alfombrado. Cerca de la puerta había un interruptor de la luz y sólo un experto o los iniciados se hubieran dado cuenta de que faltaba el tornillo superior. Al otro lado del diminuto orificio negro había una sala de vídeo equipada con una videocámara especial de gran amplitud de campo.

BOOK: El cuerpo del delito
4.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Saxon by Stuart Davies
The Great Brain by John D. Fitzgerald
Triple Crown by Felix Francis
Lives in Ruins by Marilyn Johnson
The Buddha in the Attic by Julie Otsuka
Fireball by John Christopher