El hombre sombra (13 page)

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Authors: Cody McFadyen

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: El hombre sombra
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Jenny guarda silencio, con la mirada fija en el infinito. Como si viera demasiadas cosas. Cuando reanuda su relato, lo hace con voz hueca e inexpresiva.

—Nos impactó a todos. Supongo que era lo que pretendía el asesino. Había movido la cama para colocarla frente a la puerta. De forma que cuando la abriéramos tuviéramos una buena perspectiva del espectáculo, para que percibiéramos al instante el olor. —Jenny sacude la cabeza—. Recuerdo que pensé en la puerta blanca del apartamento. Sentí una rabia tremenda. Era demasiado para asimilarlo de golpe. Durante unos momentos nos quedamos todos inmóviles en el umbral. Contemplando la escena. Fue Charlie el primero en darse cuenta de que Bonnie estaba viva. —Jenny hace una pausa, contemplando ese momento. Yo espero a que prosiga—. Recuerdo que la niña pestañeó. Tenía la mejilla apoyada en la cara de su madre asesinada, y parecía muerta. Pensamos que estaba muerta. Pero luego pestañeó. Charlie soltó unas palabrotas y… —Jenny se muerde el labio— lloró un poco. Pero eso debe quedar entre nosotras y los agentes que nos acompañaron, ¿comprendes?

—Descuida.

—Ésa fue la primera, y espero que la última, pifia. Charlie entró apresuradamente y desató a Bonnie, sin preocuparse de no contaminar el escenario del crimen —dice Jenny con tono hueco y turbado—. No dejaba de soltar palabrotas. En italiano. Sonaban muy bonitas. Qué raro, ¿no?

—Sí —respondo suavemente. Ella está inmersa en ese momento y no quiero distraerla.

—Bonnie estaba inerte, muda. Parecía como si no tuviera un hueso en el cuerpo. Charlie la desató y la sacó inmediatamente del apartamento, antes de que yo pudiera decir o hacer algo. Pero lo comprendí. Estaba desesperado. —Jenny tuerce el gesto—. Ordené a los policías que pidieran una ambulancia, que llamaran a la Unidad del Escenario del Crimen y al forense, bla-bla-bla. Yo me quedé allí con tu amiga. En esa habitación que olía a muerte, a perfume y a sangre. Sintiendo una furia y una tristeza que me produjeron náuseas. Mirando a Annie. —Se estremece de nuevo mientras crispa y abre el puño repetidas veces—. ¿Has notado lo quietos y callados que están los muertos? Ningún ser vivo podría fingir esa quietud. Quietos, callados, ausentes. En ese momento desconecté. —Jenny me mira y se encoge de hombros—. Ya sabes…

Asiento con la cabeza. Por supuesto que lo sé. Una vez que consigues superar el impacto inicial, te desconectas de tus sentimientos para cumplir con tu deber sin ponerte a vomitar o perder el juicio. Tienes que contemplar el horror con ojo clínico. Es antinatural.

—Es curioso, bien pensado. Es como si oyera mi voz dentro de mi cabeza, monocorde y robótica —dice Jenny imitando ese tono—: «Mujer de raza blanca, de aproximadamente treinta y cinco años, sujeta a su cama, desnuda. Presenta unos cortes desde el cuello hasta las rodillas, probablemente producidos con un cuchillo. Muchos de los cortes son alargados y superficiales, indicando posible tortura. La cavidad torácica —Jenny titubea unos segundos— está abierta y todo indica que le han extirpado los órganos. El rostro de la víctima está crispado, como si gritara en el momento de morir. Al parecer le han partido los huesos de los brazos y las piernas. La han matado de forma lenta y metódica. La postura del cadáver indica que se trata de un asesinato premeditado, no de un crimen pasional».

—Háblame de eso —digo—. ¿Qué pensaste sobre el asesino en esos momentos, al contemplar la escena?

Jenny guarda silencio durante largo rato. Yo espero, observándola mientras mira por la ventana. Luego se vuelve hacia mí.

—La agonía de Annie hizo correrse al asesino, Smoky. Fue el momento sexual más intenso de su vida.

Esas frases me impactan. Son tenebrosas, frías, horribles.

Pero en parte responden a lo que yo buscaba. Y son ciertas. Al tiempo que siento una sensación hueca, de vértigo, empiezo a percibir el olor del asesino. Huele a perfume y a sangre, como la puerta iluminada por el resplandor que se filtraba de la habitación. Huele a carcajadas mezcladas con gritos. Huele a mentiras que simulan ser verdad, a podredumbre atisbada con el rabillo del ojo.

El asesino actúa con precisión. Y goza con lo que hace.

—Gracias, Jenny. —Me siento vacía, sucia, llena de sombras. Pero al mismo tiempo noto que algo empieza a agitarse en mi interior. Un dragón. Algo que temía que hubiera muerto y perdido para siempre, que me había amputado Joseph Sands. Aún no se ha despertado. Pero por primera vez en muchos meses vuelvo a sentirlo.

—Ha ido muy bien —dice Jenny centrándose de nuevo en el momento presente—. Me has obligado a ponerme las pilas.

—No he tenido que esforzarme. Eres una testigo ideal. —Mi respuesta suena hueca. Me siento muy cansada.

Ambas guardamos silencio unos minutos. Pensativas y turbadas.

Mi café moca ya no me sabe tan rico, y Jenny parece haber perdido interés en su té. Se debe a la muerte y al horror, que son capaces de enturbiar el momento más alegre. Es una de las cosas con que nos enfrentamos continuamente los agentes del orden. El sentimiento de culpa de los supervivientes. Nos parece casi un sacrilegio saborear un momento en nuestra vida mientras hablamos sobre la muerte entre gemidos y alaridos de otra persona.

Suspiro y pregunto a Jenny:

—¿Puedes llevarme a ver a Bonnie?

Pagamos la cuenta y nos marchamos. Durante todo el trayecto temo la perspectiva de contemplar esos ojos ausentes. Me parece percibir el olor a sangre y perfume, perfume y sangre. Huele a desesperación.

11

O
DIO los hospitales. Me alegro de que existan cuando los necesito, pero sólo guardo buen recuerdo de una estancia en un hospital: cuando nació mi hija. Aparte de eso, cada vez que he visitado uno de ellos ha sido porque había sufrido un percance, o un ser querido había tenido un accidente, o porque alguien había muerto. Ésta no es una excepción. Hemos entrado en el hospital porque tenemos que visitar a una niña que ha permanecido atada a su madre asesinada durante tres días.

El recuerdo de los días en que estuve ingresada en el hospital es surrealista. Padecía unos dolores físicos lacerantes y sólo deseaba morir. Pasaba días sin pegar ojo, hasta que perdía el conocimiento de puro agotamiento. Contemplaba el techo en la oscuridad mientras escuchaba el zumbido de los monitores y los pasos quedos de las enfermeras por los pasillos, que retumbaban en aquel silencio acolchado. Escuchaba a mi alma, que emitía ese rumor sordo que oímos cuando aplicamos el oído a una caracola.

Al notar ese olor me estremezco.

—Es aquí —dice Jenny.

El policía que monta guardia junto a la puerta está alerta. Me pide que le muestre una identificación, aunque me acompaña Jenny. Me parece bien.

—¿Ha recibido otras visitas? —pregunta Jenny.

—No —responde el policía meneando la cabeza—. Ha estado todo muy tranquilo.

—No deje pasar a nadie mientras nosotras estamos con ella, Jim. Sea quien sea, ¿entendido?

—Lo que usted diga, inspectora.

Cuando entramos en la habitación el policía se sienta de nuevo en su silla y abre el periódico.

Cuando la puerta se cierra detrás de nosotras y veo el cuerpo inmóvil de Bonnie, me siento mareada. No está dormida, tiene los ojos abiertos. Pero ni siquiera los mueve cuando nos oye entrar. Es menuda, diminuta, y parece más pequeña no sólo en comparación con el tamaño de la cama, sino debido a sus circunstancias. Me asombra el parecido que guarda con Annie. Tiene el mismo pelo rubio, la nariz respingona y los ojos de un azul cobalto. Dentro de unos años parecerá casi una hermana gemela de la joven que sostuve entre mis brazos en el lavabo del instituto, hace muchos años. Me doy cuenta de que contengo el aliento y respiro al tiempo que me acerco a la cama.

Los médicos tienen a Bonnie monitorizada, pero sólo como medida de precaución. De camino al hospital Jenny me ha explicado que le habían hecho una exploración a fondo y no habían encontrado signos de que hubiera sido violada o hubiera recibido malos tratos físicos. En parte me siento aliviada al oír eso, pero sé que sus heridas son infinitamente más profundas. Son unas heridas inmensas, sangrantes; ningún médico puede suturar esas heridas psicológicas.

—¿Bonnie? —digo con tono suave, comedido. Recuerdo haber leído en cierta ocasión que si hablas a una persona que está en coma te oye y favorece su curación. La hija de Annie se halla en un estado semejante—. Soy Smoky. Tu madre y yo fuimos muy amigas durante mucho tiempo. Soy tu madrina.

Bonnie no responde. Sigue con los ojos fijos en el techo. Viendo otra cosa. O quizá no ve nada. Me coloco junto a la cama. Dudo unos instantes antes de tomar su manita. Al sentir el suave tacto de su piel vuelvo a marearme. Es la mano de una niña, que aún no se ha desarrollado, un símbolo de lo que protegemos, amamos y atesoramos. Yo he sostenido la mano de mi hija en múltiples ocasiones, y cuando la manita de Bonnie llena ese espacio, siento una sensación de vértigo. Empiezo a hablarle, sin saber muy bien qué decir hasta que las palabras brotan de mis labios. Jenny permanece en un discreto segundo plano, en silencio. Apenas soy consciente de su presencia. Hablo en voz baja y mis palabras suenan sinceras, como si estuviera rezando.

—Cariño, quiero que sepas que he venido para buscar al hombre que os ha hecho esto a ti y a tu madre. Es mi trabajo. Quiero que sepas que sé lo mal que lo estás pasando. Cómo estás sufriendo. Quizá desees incluso morir. —Una lágrima rueda por mi mejilla—. Hace seis meses perdí a mi marido y a mi hija a manos de un hombre perverso. Me hizo mucho daño. Y durante largo tiempo deseé hacer exactamente lo que tú haces ahora, encerrarme en mí misma y desaparecer. —Me detengo unos momentos, respirando trabajosamente, y le aprieto la mano—. Quiero que sepas que lo comprendo. Puedes seguir encerrada en ti misma durante tanto tiempo como quieras. Pero cuando estés dispuesta a salir, no estarás sola. Yo estaré junto a ti. Cuidaré de ti. —Rompo a llorar, pero no me importa—. Yo quería mucho a tu madre, tesoro. Lamento que no nos viéramos con más frecuencia. —Esbozo una media sonrisa a través de las lágrimas—. Ojalá Alexa y tú os hubierais conocido. Creo que te habría caído bien.

Me siento cada vez más mareada y lloro sin parar. En ocasiones el dolor es como el agua, que en cuanto halla una abertura se desliza a través de cualquier grieta hasta que estalla, inexorable. Por mi mente desfilan imágenes de Alexa y Annie como fogonazos, convirtiendo el interior de mi cabeza en una discoteca llena de luces estroboscópicas enloquecedoras. Tardo un instante en percatarme de que estoy a punto de desmayarme.

Luego todo se hace oscuro.

Éste es el segundo sueño, que es maravilloso.

Estoy en el hospital, en pleno parto. Pienso seriamente en matar a Matt por su cuota de responsabilidad en haberme colocado en esta situación. Me siento como si me abrieran en canal, empapada en sudor, gruñendo como un cerdo entre alaridos de dolor.

Hay un ser humano moviéndose en mi interior, tratando de salir. No es una situación poética; me siento como si estuviera cagando una bola de jugar a los bolos. He olvidado la supuesta belleza de parir a una criatura, deseo expulsarla cuanto antes, la amo odio amo, lo cual se refleja en los gritos y las palabrotas que profiero.

El doctor habla con calma, y siento deseos de golpear su estúpida calva.

—Muy bien, Smoky, la cabeza de la criatura ya corona. Un último empujón y saldrá. Venga, un último esfuerzo.

—¡Que te den! —grito empujando de nuevo. El doctor Chalmers ni siquiera alza la vista para mirarme. Lleva mucho tiempo asistiendo a parturientas.

—Lo estás haciendo estupendamente, cariño —dice Matt sosteniéndome la mano. Una parte de mí alberga la pérfida esperanza de que le estoy triturando los huesos de la mano.

—¡Y tú qué sabes! — le espeto. Echo la cabeza bruscamente hacia atrás debido a la intensidad de la contracción y suelto una retahíla de palabrotas, unas blasfemias increíbles que harían sonrojarse incluso a un ciclista. Huele a sangre y a los pedos que se me han escapado mientras empujaba; esto no posee ninguna belleza, y deseo matarlos a todos. De pronto el dolor y la presión se intensifican, cosa que unos instantes antes me habría parecido imposible. Siento como si la cabeza me diera vueltas y sigo blasfemando sin parar.

—Otra vez, Smoky —dice el doctor Chalmers entre mis piernas, sin perder la calma en medio de este caos.

De pronto oigo un sonido como el que produce una ventosa, siento un dolor y una presión insoportables y la criatura sale por fin. Ha nacido mi hija: los primeros sonidos que oye son blasfemias. Se produce un silencio, seguido por unos tijeretazos y luego un sonido que borra de golpe todo el dolor, la ira y la sangre. Un sonido que hace que el tiempo se detenga. Oigo a mi hija berrear. Parece tan cabreada como lo estaba yo hace unos momentos, y es el sonido más maravilloso que he escuchado jamás, la música más hermosa, un milagro que apenas alcanzo a imaginar. Me siento abrumada por la emoción, como si mi corazón fuese a dejar de latir. Al escuchar ese sonido miro a mi marido y rompo a llorar a lágrima viva.

—Es una niña sana —dice el doctor Chalmers, inclinándose hacia atrás mientras las enfermeras limpian a Alexa. El doctor tiene un aspecto sudoroso, cansado y feliz. Siento un profundo cariño por ese hombre al que hace unos segundos deseaba matar. Ha participado en esto, y me siento agradecida, aunque no dejo de llorar y no se me ocurren unas palabras adecuadas de gratitud.

Alexa nació poco después de la medianoche entre sangre, dolor y palabrotas; es un momento de perfección que sólo experimentas unas pocas veces en la vida.

Murió también pasada la medianoche, regresando a un útero oscuro del que jamás renacerá.

Recobro el conocimiento, boqueando, temblando, llorando. Sigo en la habitación del hospital. Jenny está a mi lado, observándome preocupada.

—¡Smoky! ¿Te sientes bien?

Siento un sabor gomoso en la boca. Mis mejillas tienen un tacto áspero debido a la sal de mis lágrimas. Me siento abochornada. Miro la puerta de la habitación. Jenny niega con la cabeza.

—No ha entrado nadie. Pero estaba a punto de llamar a alguien segundos antes de que recobraras el conocimiento.

Respiro hondo y seguido, como cuando uno sufre un ataque de pánico.

—Gracias. —Me incorporo, sentada en el suelo, y apoyo la cabeza en las manos—. Lo siento, Jenny. No pensé que fuera a desmayarme.

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