Cí se ruborizó. Atinó a balbucear que se llamaba Cí, pero cuando el maestro le preguntó por su apellido, recordó el informe sobre la conducta deshonrosa de su padre y en previsión de posteriores preguntas incómodas guardó silencio.
—Está bien, Cí
Sin Padres
. Respóndeme a otra cosa —prosiguió Ming—. ¿Por qué debería mantener mi oferta ante alguien que reniega de sus progenitores con un simulado olvido? Ciertamente, el otro día en el cementerio pensé que alguien con tu perspicacia no sólo merecía una oportunidad, sino que hasta me atreví a imaginar que quizá tuvieses algo que aportar a la difícil ciencia de los muertos. Pero a la luz de tu violenta irrupción de ayer, más propia de un vulgar salteador de caminos que de un joven honrado, ahora albergo enormes dudas.
Cí buscó una respuesta. No podía revelar su ascendencia sin comprometer su seguridad, pero tampoco deseaba comenzar una cadena de mentiras. Valoró contar que era huérfano, pero, aun así, supuso que el maestro le interrogaría. Transcurrieron unos segundos que a Cí se le antojaron eternos. Finalmente, tomó una decisión.
—Hará unos tres años sufrí un terrible accidente, un grave percance que me borró los recuerdos. —Se desabrochó lentamente la camisola y le mostró las cicatrices que poblaban su pecho. Igual de despacio, se la cerró—. Sólo recuerdo que un día aparecí en medio del campo. Una familia me recogió y cuidó de mis heridas, pero cuando emigraron al sur yo opté por venir a la ciudad. Ellos siempre dijeron que éste debía ser mi lugar.
—Ya. —Ming se atusó los bigotes lentamente—. Y, sin embargo, conoces qué métodos emplear para revelar heridas ocultas, en qué lugar se le tatúa el nombre a un reo o de qué forma unas cuchilladas provocan o no la muerte...
—Con aquella familia trabajé en un matadero —improvisó—. El resto lo he aprendido en el cementerio.
—Muchacho, en el cementerio sólo se aprende a enterrar... y a mentir.
—Honorable señor, yo...
—Eso por no hablar de tu inapropiada irrupción de anoche... —le interrumpió.
—¡Aquel guardián era un necio! Le hablé de la oferta que me hicisteis en el cementerio, pero se negó a escucharme.
—¡Silencio! ¿Cómo te atreves a insultar a alguien a quien no conoces? Aquí todos hacen lo que se les ordena, incluso ese guardián al que tan gratuitamente tildas de necio... y que sin duda te califica a ti como a tal. —Le señaló un volumen que había sobre la mesita—. ¿Lo reconoces?
Cí cogió el volumen y lo ojeó con cuidado. Intentó tragar saliva, pero no lo consiguió. Lo conocía bien porque era el libro de su padre. El mismo que había perdido cerca del canal durante su huida de Kao.
—¿Dónde... dónde lo encontrasteis? —tartamudeó.
—¿Dónde lo perdiste tú? —replicó el maestro Ming.
Cí esquivó su mirada. Inventase lo que inventase, Ming lo descubriría.
—Me lo robaron —acertó a decir.
—Ya. Pues quizá fuera ese ladrón el mismo que me lo vendió a mí —replicó de nuevo Ming.
Cí calló. Sin duda, Ming le había reconocido y tal vez también supiera lo del alguacil que le perseguía. Acudir a la academia había sido un error. Dejó el libro donde lo había encontrado y suspiró. Luego se levantó dispuesto a marcharse, pero el maestro se lo impidió.
—Se lo compré a un rufián en el mercado. Durante nuestro encuentro en el cementerio me resultaste familiar, aunque entonces no te reconocí. Mi memoria ya no es la que era —se lamentó—. Pero la semana pasada, durante mi habitual paseo por el mercado de los libros, me llamó la atención un ejemplar que ofrecían en un puesto poco recomendable. Entonces me acordé de ti. Me imaginé que tarde o temprano aparecerías por aquí, y por eso lo adquirí. —Frunció los labios y se apretó la cara con una mano, como si meditara qué decir mientras respiraba con parsimonia. Le pidió a Cí que volviera a sentarse—. Querido muchacho, seguramente me arrepienta, pero a pesar de tus mentiras y de las poderosas razones que espero que tengas para esgrimirlas, voy a mantener mi oferta y a brindarte una oportunidad. —Cogió el libro—. No cabe duda de que posees unas cualidades excepcionales y sería una verdadera lástima que, entre tanta mediocridad, éstas se desperdiciaran. Así pues, si realmente estás dispuesto a hacer lo que te mande... —Le tendió el libro de su padre—. Ten. Es tuyo.
Cí lo aceptó temblando. Aún no comprendía por qué Ming lo admitía en la academia, pero, al menos, de sus palabras parecía desprenderse que no había conocido a Kao. Se postró de hinojos ante él, pero el maestro le incorporó.
—No me lo agradezcas. Tendrás que ganártelo día a día.
—No os arrepentiréis, señor.
—Eso espero, muchacho. Eso espero.
* * *
Cí conoció a sus futuros compañeros en la Digna Sala de las Discusiones, el fastuoso salón de tilo donde habitualmente se celebraban los debates y los exámenes. Como de costumbre, un interminable claustro de profesores junto a los alumnos de las distintas disciplinas aguardaban alineados en perfecta formación para conocer al nuevo aspirante y expresar sus objeciones. Observado por cientos de ojos, Cí permanecía de pie en el centro de la sala procurando que el temblor de sus manos permaneciera igual de escondido que el resto de sus nervios.
En medio de un solemne silencio, Ming avanzó hacia el viejo estrado de madera que presidía la sala. Ascendió la escalerilla, se inclinó ante los profesores e hizo lo propio ante los alumnos para agradecerles su presencia. Luego pasó a relatar el casual encuentro del cementerio, hecho que le permitió descubrir el sorprendente talento de Cí, el lector de cadáveres, a quien calificó como una incomprensible mezcla de hechicería, curandería y erudición y cuyo aspecto y modales burdos, tal vez, y recalcó el «tal vez», pudieran pulirse hasta hacerle brillar como una joya tallada. Por tal razón, solicitaba del claustro que la vacante escolar fuera adjudicada de forma provisional a Cí, de modo que éste tuviera la oportunidad de corroborar las cualidades que a su juicio atesoraba.
Para asombro de Cí, cuando el claustro interrogó a Ming sobre los orígenes del solicitante, éste recreó como certera la fábula del accidente que le condujo a perder la memoria, mencionando de camino su pasado como enterrador, carnicero y adivino.
Una vez concluida la presentación, Ming le cedió el estrado a Cí. Era el turno de los profesores. Cí buscó entre sus rostros algún gesto amable, pero se dio de bruces contra una fila de estatuas. Los primeros profesores lo interrogaron sobre el conocimiento de los clásicos, un segundo grupo sobre leyes y otros cuantos más sobre poesía. Después, durante el turno de las objeciones, un profesor enjuto de cejas exageradamente pobladas tomó la palabra.
—A buen seguro, deslumbrado por el artificio de tus predicciones, nuestro colega Ming no ha dudado en presentarte con todo tipo de elogios. Y no lo critico por ello. —Hizo una pausa para buscar las palabras—. En ocasiones, es difícil distinguir entre el fulgor del oro y el brillo del latón. Pero, por lo visto, la veracidad de esas mismas predicciones le ha conducido a imaginar que se encontraba ante un ser distinto, un iluminado capaz de codearse sin más con quienes han dedicado su vida al estudio de las letras. Desde luego, no me extraña. Ming es conocido por su insólita pasión hacia los riñones, las vísceras y otros despojos, en detrimento de asuntos verdaderamente importantes, como la literatura o los poemas. De hecho —se giró hacia él—, ni siquiera se ha irritado con algunas de tus erróneas respuestas. Sin embargo, y como ya deberías saber, la resolución de crímenes y la posterior aplicación de la justicia requieren de un enfoque que trasciende las simples conjeturas sobre el quién o el cómo. La verdad sólo resplandece entendiendo los motivos que impulsan a obrar, comprendiendo las inquietudes, las situaciones, las causas... Algo que no está en las heridas ni en las entrañas. Y para ello se precisan personas cultivadas en el arte, en la pintura y en las letras.
Cí permaneció mudo mientras contemplaba al profesor que acababa de expresar sus objeciones. Admitía su parte de razón, pero discrepaba de su absoluto desprecio hacia la medicina. Si en ocasiones los jueces eran incapaces de distinguir una muerte natural de un asesinato, ¿cómo demonios iban a impartir justicia? Lo pensó antes de contestar.
—Honorable profesor, yo no me presento aquí para ganar una batalla —le cumplimentó—. No pretendo hacer prevalecer lo poco que sé, ni desmerecer lo mucho que saben los maestros y alumnos que habitan en esta academia. Tan sólo quiero aprender. El conocimiento no entiende de murallas, de límites o de compartimentos. Pero tampoco entiende de prejuicios. Si me permitís ingresar, os aseguro que trabajaré tan duro como el que más, hasta dejarme, si es preciso, esas vísceras que tanto os molestan.
Un profesor grueso y blando con boca de piñón alzó el brazo para intervenir. Su respiración era un jadeo penoso y fatigado, y los pocos pasos que dio al adelantarse le hicieron resoplar como si hubiera subido a una montaña. Sus manos se cruzaron bajo el vientre mientras observaba detenidamente a Cí.
—Por lo visto, ayer mancillaste el honor de esta academia irrumpiendo en ella como un salvaje, un hecho que me trae a la memoria a un ciudadano de quien sus vecinos me decían: «De acuerdo. Será un ladrón, pero es un maravilloso flautista». ¿Y sabes qué les respondí yo? «De acuerdo. Será un maravilloso flautista, pero es un ladrón». —Su lengua fina humedeció unos labios carnosos mientras se rascaba el cuello grasiento. Bajó la cabeza despacio, como si pensara lo que iba a decir a continuación—. ¿Qué parte de verdad es la que hay en ti, Cí? ¿La del joven que desobedece las órdenes pero que lee en los cadáveres, o la del joven que lee en los cadáveres, pero desobedece las órdenes? Más aún: ¿por qué habríamos de aceptar en la academia más respetable del imperio a un vagabundo como tú?
Cí se estremeció. Había dado por supuesto que Ming, en su calidad de director, habría hecho prevalecer su opinión, pero, dadas las circunstancias, decidió modificar su discurso.
—Venerable maestro —se inclinó de nuevo—, os ruego que disculpéis mi inaceptable comportamiento. Ha sido una actuación vergonzosa que sólo obedeció a mi inexperiencia, a la impotencia y a la desesperación. Sé que esto no me excusa, y que en todo caso debería demostrar con hechos que soy merecedor de vuestra confianza. Pero para ello, para demostrároslo, también preciso de vuestra indulgencia. —Volvió a hacer una reverencia y se giró hacia el resto del claustro—. Los hombres cometen errores. Incluso los más sabios. Y yo sólo soy un joven campesino. Un joven campesino ansioso por aprender. ¿Y acaso no es eso lo que se practica aquí? Si conociese todas las reglas, si respetase todos los preceptos, si no albergase en mí la necesidad de conocer, ¿para qué necesitaría estudiar? ¿Y cómo podría evitar entonces lo que me hace imperfecto?
»Hoy me enfrento a una oportunidad tan grande como la vida, porque ¿qué es la vida sin conocimiento? No hay mayor tristeza que la de un ciego o la de un sordo. Y yo, en cierta medida, lo soy. Permitidme ver y oír, y os aseguro que no lo lamentaréis.
El maestro gordo respiró un par de veces. Luego asintió y retrocedió pesadamente hasta incorporarse a la fila para cederle la palabra al último profesor, un viejo encorvado de ojos apagados, quien se interesó acerca del motivo que le había llevado a aceptar la invitación de Ming.
Cí sólo encontró una respuesta.
—Porque éste es mi sueño.
El viejo meneó la cabeza.
—¿Sólo por eso? Hubo un hombre que soñó con volar por los cielos, pero tras arrojarse desde un precipicio sólo consiguió estrellar sus huesos contra las rocas...
Cí contempló los iris mortecinos del anciano. Bajó del estrado y se acercó al hombre de la mirada vacía.
—Cuando deseamos algo que hemos visto, tan sólo debemos alargar el brazo. Cuando lo que deseamos es un sueño, tenemos que alargar nuestro corazón.
—¿Estás seguro? A veces los sueños conducen al fracaso...
—Tal vez. Pero si nuestros antepasados no hubieran soñado un mundo mejor para nosotros, aún vestiríamos con harapos. Mi padre me dijo una vez —le tembló la voz al pronunciarlo— que si me empeñaba en edificar un palacio en el aire, no perdería el tiempo. Que seguramente era allí donde debería estar. Tan sólo debía esforzarme lo suficiente para construir los cimientos que lo sostuvieran.
—¿Tu padre? ¡Qué extraño! Ming comentó que perdiste la memoria.
Cí se mordió los labios mientras se le humedecían los ojos.
—Eso es lo único que recuerdo de él.
* * *
La Sala de los Jueces bullía de estudiantes que cuchicheaban en corros, a la espera de la aparición del nuevo alumno. Todos se preguntaban quién sería realmente aquel lector de cadáveres y cuáles serían las extraordinarias capacidades que le habían permitido esquivar el durísimo proceso de selección que abría las puertas de la academia. Los más sorprendidos habían corrido la voz de que sus extraños poderes procedían de la hechicería, mientras que otros más escépticos, a la luz de la presentación, lo despojaban de cualquier aura sobrenatural y especulaban que tal vez obedecieran a su experiencia como matarife. Sin embargo, ajeno a la controversia, un alumno espigado aguardaba apartado del resto mordisqueando una rama de regaliz. Cuando Cí entró acompañado por Ming, Astucia Gris escupió el regaliz al suelo y se apartó aún más. Luego los observó de soslayo.
Ming presentó a Cí a los alumnos con los que conviviría a partir de aquel día, todos ellos aspirantes a un puesto en la judicatura imperial. La mayoría eran jóvenes aristócratas de uñas largas y cabello arreglado, cuyos refinados modales se le antojaron a Cí como propios de cortesanas. Ming le informó de que en la academia se estudiaban distintas artes, entre ellas la pintura y la poesía, pero que él se alojaría en el dormitorio de los estudiantes de leyes. Pese a algunos rostros de rechazo, todos los estudiantes le saludaron cortésmente a excepción del que permanecía apartado en un rincón. Cuando Ming se percató, lo llamó elevando la voz. El joven de pelo canoso se despegó parsimoniosamente de la pared en la que se había recostado y avanzó hacia el maestro con desidia.
—Veo que no compartes la curiosidad que muestran el resto de tus compañeros, Astucia Gris.
—No sé por qué debería interesarme. He venido aquí a estudiar, no a dejarme seducir por las engañifas de un muerto de hambre.
—Me parece perfecto, querido joven... Porque tendrás ocasión de vigilarle de cerca y comprobar cuánto hay de cierto en ellas.