Astucia Gris carraspeó. Su mirada altiva se había quedado fuera del despacho. Extrajo sus notas y comenzó.
—Honorabilísima sabiduría, agradezco con sincera humildad la oportunidad de...
—Puedes ahorrarte tus humildades. Por favor, comienza de una vez —le interrumpió.
—Por supuesto, señor. —Carraspeó—. Pero no sé si Cí debería permanecer afuera. Como ya sabéis, un segundo juez jamás debe contaminar su juicio con el conocimiento de las conclusiones del primero.
—¡Por todos los dioses, Astucia Gris! ¿Quieres comenzar?
Volvió a carraspear. Dejó sus notas en el suelo y miró a Ming.
—Señor, antes de elucubrar sobre las causas de la muerte, habríamos de preguntarnos el porqué de tanta cautela. En otras ocasiones, tal reserva no ha sido precisa, lo que me conduce a pensar que el difunto debía de ser alguien de cierta relevancia o relacionado con alguien de cierta relevancia.
—Prosigue —dijo Ming con interés.
—En tal caso, la siguiente cuestión consistiría en entender por qué a las autoridades les interesa la opinión de unos estudiantes. Si precisan confidencialidad, la mejor forma de garantizarla es no descubrírnosla, lo cual significa que desconocen, o al menos, no tienen la seguridad de saber lo que ha ocurrido.
—Podría ser, en efecto.
—Respecto al oficio y condición social del fallecido, no disponer de información sobre su atuendo nos priva de valiosos datos, pero, al menos, la ausencia de callosidades nos hablan de un trabajo burocrático, al igual que sus uñas romas descartan un conocimiento literario.
—Una observación interesante...
—Así lo creo. —Sonrió sin recato—. Por último, en relación a las causas del deceso, el cadáver no presentaba ningún signo de violencia: ni moratones, ni heridas, ni signos de envenenamiento reciente. Tampoco ninguna excreción por ninguno de los siete orificios naturales que evidenciase una muerte provocada y que, de haber existido, habrían permanecido en forma de pequeños restos pese a la acción del agua.
—Entonces...
—Entonces deberíamos concluir que su muerte se produjo tras la caída al canal. A mi juicio, que el hombre muriera ahogado no reviste mayor importancia. Lo verdaderamente relevante es que esto sucedió tras una borrachera, como indica que apareciera aferrado a una garrafa con restos de licor.
—Ya... —El gesto de Ming cambió del interés a la decepción—. ¿Tu conclusión, pues...?
—Sí, venerable maestro —tartamudeó al advertir su mohín—. Como decía, el desdichado sin duda trabajaba en algún asunto importante. Su muerte, a todas luces inesperada, les ha supuesto un contratiempo y quieren asegurarse de que realmente se debió a un accidente.
Ming volvió a su cara de hastío. A excepción de los detalles relativos a la condición social del fallecido, cuanto había relatado Astucia Gris no era más que un calco de lo deducido por sus compañeros. Le agradeció su esfuerzo y se volvió hacia Cí.
—Tu turno —dijo sin convicción.
—Si pudiéramos examinar sus ropas... O hablar con la persona que lo encontró... —se interpuso Astucia Gris.
—Tu turno —reiteró Ming.
Cí se incorporó. Había escuchado con atención a Astucia Gris y se lamentaba de que se le hubiera adelantado con un par de conclusiones ciertas. Hasta ese instante había decidido contar esos mismos hallazgos o poco más y guardarse para él su terrible descubrimiento. Sin embargo, si se limitaba a repetir las palabras de su compañero, quedaría ante Ming como un necio. Pese a todo, lo intentó.
Ming enarcó una ceja. Esperó a que Cí continuara, pero el joven permaneció en silencio.
—¿Eso es todo?
—A la vista de lo investigado, es cuanto puedo decir. Lo que ha relatado Astucia Gris no carece de fundamento —intentó parecer convincente—. Al contrario, sus observaciones se revelan agudas y ajustadas, y coinciden con las mías por cuanto he visto y tocado.
—Pues entonces deberías prestar más atención, porque no te mantenemos en esta academia para que repitas lo que podría parlotear un loro. —Guardó silencio un instante, como si meditara lo que iba a decir—. ¡Y menos aún para que intentes engañarnos!
—No os entiendo. —Cí se sonrojó.
—¿De veras? Dime una cosa, Cí, ¿acaso crees que soy un necio?
Cí notó que se le encendían las mejillas. No sabía a qué se refería exactamente, pero se imaginaba que iba a averiguarlo muy pronto.
—No os comprendo... —repitió.
—¡Por todos los dioses! ¡Deja ya de actuar! ¿Crees que no me fijé cuando descubriste algo en su oreja? ¿Crees que no advertí tus extraños movimientos cuando simulaste que cubrías el cadáver? Si hasta pude apreciar tu sonrisa velada...
—No sé de qué me habláis —mintió Cí.
Ming se irguió con los orificios nasales dilatados y los ojos inyectados en sangre.
—¡Retiraos! ¡Vamos! ¡Retiraos! —aulló.
Mientras huían de la sala, ambos pudieron escucharle murmurar entre dientes «maldito mentiroso...».
* * *
Cí consumió la tarde pensando en cómo resolver una situación que se le antojaba insostenible. Las horas transcurrían lentas frente a sus notas y lo único que se le ocurría era renunciar a su sueño y escapar de Lin’an. Sin embargo, seguía en la biblioteca estrujándose la cabeza en busca de una solución. Finalmente, cogió un pincel y comenzó a escribir. Durante largo rato transcribió hasta el último detalle de cuanto había averiguado, sin saber aún si en algún momento entregaría el informe. Envidió la situación de Astucia Gris. Le había visto bromear con otros compañeros, empuñando una jarra de licor, como si el fracaso le resbalara igual que el alcohol por su garganta. A última hora, poco antes de la cena, Astucia Gris se le acercó tambaleándose. Sus ojos brillaban, igual que su sonrisa húmeda. Parecía contento. Le ofreció un sorbo de licor, pero Cí lo rechazó mientras guardaba apresuradamente su informe.
—Vamos, compañero —balbuceó—. Olvida a Ming y bebe un poco.
Cí se maravilló de los efectos que el licor podía provocar en algunas personas. Desde su ingreso en la academia, era la primera ocasión en que su compañero se dirigía a él sin insultarle. Volvió a rechazarlo, pero Astucia Gris insistió.
—¿Sabes? Tengo que confesarte que hasta esta misma tarde te odiaba... El listo de Cí... El inteligente de Cí... —Echó otro trago—. Pero, por el Gran Buda, hoy no has sido más listo. Todavía recuerdo tus palabras: «Lo que ha relatado Astucia Gris no carece de fundamento. Al contrario, sus observaciones se revelan agudas y ajustadas, y coinciden con las mías por cuanto he visto y tocado» —le imitó—. Me has caído simpático. Ten. —Le acercó la jarra y rio con estruendo.
Cí cogió la jarra y bebió un trago con la única intención de que le dejase en paz. Sintió el calor del licor de arroz atravesar su garganta y abrasarle el estómago. No estaba acostumbrado a ingerir bebidas tan fuertes.
—¡Fantástico! —rio Astucia Gris—
.
Escucha. Esta noche, varios estudiantes iremos a cenar al Palacio del Placer y brindaremos a la salud del viejo Ming. ¿Quieres venir? Reiremos como borrachos y disfrutaremos como príncipes.
—No, gracias. No me gustaría que Ming se enterara...
—¿Y qué si se entera? ¿Acaso crees que somos sus prisioneros? Ming sólo es un pobre avinagrado que nunca tiene suficiente. ¡Venga, anímate! Lo pasaremos bien. Te esperaremos al segundo gong, abajo, junto a la fuente del jardín. —Dejó el licor a los pies de Cí y se fue canturreando por donde había venido.
Cí agarró la jarra y miró dentro. El líquido se agitaba en la oscuridad como su propia alma. Había apurado toda la tarde buscando una solución inexistente y ya no sabía qué hacer. Si revelaba cuanto sabía, recuperaría la confianza de Ming, pero se situaría en la diana de la justicia. Si callaba, perdería la oportunidad que tanto había soñado de acceder a la judicatura. Acercó la jarra a sus labios y volvió a beber. En esta ocasión, el licor le reconfortó. Poco a poco, su entendimiento se nubló y sus problemas comenzaron a desvanecerse.
El aviso del segundo gong le sorprendió sentado en la biblioteca. No pensaba con claridad, pero tampoco lo necesitaba. A su lado descansaba vacía la jarra de licor. Se preguntó durante cuánto tiempo más le mantendría Ming pensionado en la academia. Cuánto tiempo tardaría en enviarle de regreso al cementerio.
¿Qué más le daba?
Escuchó unas risas procedentes del jardín. Se levantó vacilante y bajó las escaleras. Abajo, junto a la fuente, cuatro estudiantes con sendas jarras rodeaban a Astucia Gris. Cí los contempló un instante. Parecían contentos. No se decidió. Finalmente, dio media vuelta para dirigirse a los dormitorios cuando Astucia Gris advirtió su presencia. Cí oyó su voz pidiéndole que se acercara. Su tono era amable y persuasivo. Lo dudó, pero no se movió. Le apetecía beber más, pero en su interior algo le decía que no era buena idea. En ese instante Astucia Gris se le acercó. Sonreía. Le pasó el brazo por el hombro y le insistió en que les acompañara, asegurándole que se divertirían. En el último instante, Cí se dijo que si todo le salía mal, al menos no perdería la oportunidad de congeniar con Astucia Gris.
* * *
En el Palacio del Placer Cí descubrió las mujeres más bellas que jamás hubiera podido imaginar.
Nada más entrar, un vivaracho sirviente salió al encuentro de Astucia Gris y con grandes aspavientos le buscó acomodo entre el bullicio de hombres acaudalados, mercaderes y universitarios que corrían tras las bailarinas. La música de los laúdes y las cítaras excitaba a los clientes, que reían y jadeaban ante las mujeres maquilladas que giraban alrededor de ellos como nenúfares en un remolino. Cí advirtió que, en ocasiones, las jóvenes se subían ligeramente sus vestidos dejando a la vista sus pequeños pies con polainas, lo que despertaba la lujuria de los hombres al mismo tiempo que sus gritos. Astucia Gris parecía formar parte del espectáculo, saludando a amigos, conocidos y camareros como si fuera el mismísimo dueño del prostíbulo. Pronto, una nube de sirvientes comenzó a abarrotar la mesa con platos y licores de todo tipo. Astucia Gris no tardó en demandar una pareja de
flores
para que les hicieran compañía. Enseguida dos bellezas sonrientes tomaron asiento junto a los seis jóvenes mientras Astucia Gris escanciaba las botellas. Ocho era el número perfecto.
—¿Te gustan, eh? —sonrió Astucia Gris a Cí mientras acariciaba la pierna de una de ellas—. Atended bien —se dirigió a las
flores
como si las conociera desde hace años—. Éste es Cí. El lector de cadáveres. Mi nuevo compañero. Puede hablar con los espíritus, así que sed dulces como la miel u os convertirá en borricos. —Y rio desencajado acompañado por sus amigos.
A Cí le incomodó que las dos
flores
cambiaran sus sitios para aposentarse a su lado. Sin embargo, el aguijón del deseo le hirió con fuerza. Hacía mucho tiempo que no rozaba a una mujer. Tanto que había olvidado la suavidad de su piel y la caricia de sus perfumes. Su sentido se enturbió, pero la llegada de las viandas le distrajo de otros apetitos. Había tantas y tan diferentes que parecían hacer verdad el dicho de que en Lin’an se comía cualquier cosa que volara menos las cometas, cualquier cosa que nadara menos los barcos y cualquier cosa con patas menos las mesas. Sobre los tapetes se amontonaban entrantes fríos de caracoles al vapor con jengibre, budín de las ocho gemas o cangrejos perlíferos que le disputaban el sitio a primeros platos de arroz frito, costillas de cerdo con castañas, fritura de ostras al diente de dragón y pescado crujiente de río. En otra mesa auxiliar, varios cuencos de sopas especiadas aguardaban turno para ejercer su papel digestivo. El vino tibio de arroz corría de cuenco en cuenco y las risas crecían al mismo ritmo que las manchas sobre las pecheras. Cí engullía feliz, asombrado aún con el cambio experimentado por Astucia Gris, que entre sorbo y sorbo le alentaba a que se divirtiera.
Cí no necesitaba que le animaran. Las dos
flores
ya se encargaban de ello.
La primera vez que sintió la mano de una de ellas deslizarse por su entrepierna escupió el trago de un respingo. A la segunda ocasión, Cí intentó ser honesto con la chica. Le confesó que le perturbaba su perfume y que el rojo oscuro de sus labios le aturdía hasta lo más profundo de su tallo, pero era pobre como una rata y no podría agradecerle sus servicios. Sin embargo, eso no pareció importarle a la
flor
, que inclinó suavemente su cabeza hasta rozarle el cuello con la lengua.
Un restallido de placer le sacudió la espalda erizándole la piel. Escuchó las risas de Astucia Gris y a sus cuatro amigos jaleándole a que la acompañara.
Cí apenas podía pensar. Los últimos cuencos de licor le habían transportado a un neblinoso mundo de caricias y esencias que le arrastraban hacia un vértigo de placeres jamás imaginados. Iba a besar a la
flor
cuando sintió que alguien le zarandeaba en el hombro. Creyó escuchar una recriminación.
—¡Te digo que la sueltes y te busques otra! —volvió a farfullar un hombre de mediana edad, con un bastón en la mano.
—¡Eh! ¡Déjale en paz! —intervino Astucia Gris.
El hombre no le escuchó. Agarró a la
flor
por el brazo y tiró de ella como si fuera a arrancárselo, arramblando con todos los platillos que quedaban en la mesa. Cí se levantó para impedírselo, pero, antes de lograrlo, recibió un bastonazo en la cara que lo arrojó al suelo. El hombre iba a propinarle otro cuando Astucia Gris se abalanzó sobre él y lo hizo caer. Enseguida acudieron varios sirvientes para separarlos.
—¡Maldito borracho! —bramó Astucia Gris mientras se limpiaba la pequeña herida que se acababa de hacer en una mano—. Deberían tener cuidado con la gente que dejan entrar. —Y ayudó a Cí a levantarse—. ¿Estás bien?
Cí aún no sabía con certeza lo que había ocurrido porque el alcohol era el amo de sus torpes movimientos. Se dejó ayudar por Astucia Gris cuando le condujo a una mesa limpia en un rincón tranquilo de la sala. Los otros estudiantes prefirieron quedarse cerca de las
flores
.
—¡Por el Gran Buda! Ese imbécil casi nos fastidia la noche. ¿Quieres que llame a la chica?
—No. Déjalo. —Todo le daba vueltas.
—¿Seguro? Parece una experta y sus pies son deliciosos. Apuesto a que colea como un pez recién ensartado. Pero si no te apetece, olvidémoslo. ¡Hemos venido a divertirnos! —E hizo una seña a un empleado para que les sirviera más licor.