* * *
El invierno transcurrió rápido, pero la primavera se enquistó en el ánimo de Cí.
A menudo se despertaba entre temblores mirando desesperado al vacío, buscando el fantasma de Tercera en la más absoluta oscuridad. La buscaba con los ojos tanto como con el corazón. Luego pasaba el resto de la noche temblando, aterrorizado por su ausencia y por la de una familia que a veces le parecía no haber tenido jamás. En tales ocasiones recordaba con añoranza al juez Feng. Alguna vez se había planteado averiguar su paradero, pero ahora en la academia las cosas marchaban bien y, además, tenía la convicción de que si entraba en su vida, tarde o temprano su condición de fugitivo le deshonraría.
Una tarde de asueto decidió buscar compañía en el Palacio del Placer.
La
flor
que eligió fue amable con él. Cí creyó que incluso dulce. Sus caricias no se detuvieron ante sus quemaduras y sus labios le recorrieron de formas que nunca habría podido imaginar. Él le entregaba sus
qián
y ella mitigaba su soledad.
Volvió a la semana siguiente, y a la otra, y otra más. Así, hasta que una noche nublada se topó con Astucia Gris sentado a la misma mesa en la que éste le había engañado meses atrás. Nada más verlo se le revolvió el estómago. El joven oficial bebía animado, rodeado de una cohorte de acémilas que reían sus gracias sin reparar en la fea cicatriz de su labio, cuando le divisó. Cí intentó escabullirse, pero cuando iba a alcanzar la puerta, Astucia Gris se lo impidió. Se le acercó despacio, lo aferró por el cuello y le conminó a que le mirase. Los amigos que le acompañaban lo sujetaron también.
No sentir los golpes hizo que éstos fueran más duros, más salvajes. No pararon hasta que quedó inerte. Se ensañaron con él.
Despertó en la academia, al cuidado de Ming. El hombre deslizaba un paño húmedo sobre su frente con la delicadeza de una madre que cuidara a su pequeño. Cí apenas podía moverse. Apenas podía ver. La negrura le envolvió. Cuando volvió a despertar, Ming continuaba allí. Escuchó su voz, pero no le comprendió. No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que le logró entender.
El maestro le dijo que llevaba inconsciente tres días. Una muchacha, a la que al parecer conocía, había dado aviso de su situación y, acompañado de varios alumnos, había acudido a por él.
—Según relató, te atacaron unos desconocidos. O, al menos, eso es lo que yo he contado aquí.
Cí intentó incorporarse, pero Ming se lo impidió. El curandero que le había visitado le había prescrito descanso hasta que las roturas de las costillas sanasen. Debía guardar cama un par de semanas. Lo suficiente como para perderse las clases más importantes. Pero Ming le dijo que no se preocupase. Le cogió su mano con la misma dulzura que una
flor
.
—Yo velaré por ti.
* * *
Además de sus cuidados, durante la convalecencia, Cí hubo de soportar los continuos reproches de Ming. El maestro le recriminó que su comportamiento huraño le impidiera disfrutar del conocimiento, de la alegría de otros alumnos. Alababa su laboriosidad, pero la misma superioridad que mostraba en sus análisis parecía abocarle a un aislamiento pernicioso. Y, a juzgar por las consecuencias, la compañía de una
flor
no parecía ser el mejor remedio. Cí simulaba no escucharle, pero, durante la noche, cuando las horas transcurrían lentas, meditaba sobre las palabras que había fingido no oír. Palabras que le punzaban porque sabía que destilaban razón. Los mismos fantasmas que le asaltaban por las noches le estaban enterrando en vida. Las dudas sobre su padre le devoraban poco a poco, aferradas a sus vísceras, cada día creciendo más. Si en verdad pretendía conseguir su sueño, tendría que expulsar a aquel espectro de su corazón.
Pero desconocía cómo.
Decidió que aquella noche se lo confesaría a Ming.
Lo encontró en su despacho, semioculto tras una nube de incienso que, con sus halos fantasmagóricos, impregnaba de un gris sucio la oscuridad. El aroma denso y dulzón del sándalo penetró en sus pulmones, que se resintieron al hincharse. Sus ojos descubrieron a un Ming inmóvil meditando frente a una taza de té. Su rostro tenía el brillo mortecino de la cera. Al reconocerle, el maestro le invitó a sentarse con un hilo de voz. Cí le obedeció y guardó silencio. No sabía por dónde empezar, pero Ming se lo facilitó.
—Debe de ser importante para que interrumpas mis oraciones, pero adelante, estaré encantado de escucharte.
Su voz sonaba suave. Cí respiró. Ming sabía cómo transformar las aristas de una rama quebrada en un pincel fino, listo para el trabajo.
Le explicó quién era y de dónde venía. Le habló de la extraña enfermedad que marcaba su cuerpo, de su estancia en la universidad años atrás, de los días como ayudante del juez Feng, de la desaparición de su familia y de su terrible soledad. Pero, sobre todo, le reveló la ignominiosa actuación de su padre y el deshonor que había derramado sobre él. Cuando llegó el momento de contarle que él mismo era un fugitivo del alguacil que precisamente había aparecido asesinado, no se atrevió.
Ming le escuchó tranquilo mientras sorbía el té humeante como si se tratara de un manjar caro y exquisito. Su tez impasible era la de un anciano que acabara de escuchar una historia mil veces contada. Cuando terminó, colocó la taza sobre la mesa baja y le miró fijamente.
—Ya has cumplido veintidós años. Un árbol siempre es responsable de sus frutas, pero una fruta no puede serlo de su árbol. Aun así, estoy seguro de que, si buscas en tu interior, encontrarás motivos para enorgullecerte de tu padre. Yo los veo en tu sabiduría, en tus gestos, en tu educación.
—¿Mi educación? Desde que llegué a la academia mi vida ha sido un reguero de farsas y mentiras. Yo...
—Tú eres un joven ambicioso e impetuoso, pero no un desalmado. De lo contrario, no te asaltarían esos remordimientos que te impiden el descanso. En cuanto a tus mentiras... —vertió un poco más de té sobre su taza—, no es un buen consejo, pero deberías aprender a mentir mejor.
Ming se levantó y se dirigió a la biblioteca, de la que regresó con un libro que Cí reconoció. Era un código penal similar al de su padre.
—¿Un carnicero que domina el
Songxingtong
? —le retó—. ¿Un enterrador que aunque acaba de llegar a Lin’an conoce el único lugar donde se vende un alimento tan poco común como el queso? ¿Un pobre inculto que lo ha olvidado todo excepto sus extensos conocimientos sobre heridas y anatomía? Dime una cosa, Cí, ¿de verdad pensabas que podrías engañarme?
Cí no supo qué decir. Por fortuna para él, Ming interrumpió su balbuceo.
—Vi algo en ti, Cí. Detrás de las mentiras que vertía tu boca, advertí una sombra de tristeza. Tus ojos pedían ayuda. Inocentes... desvalidos. No me defraudes, Cí.
Aquella noche, Cí por fin descansó.
Fue la primera y la última vez. Al día siguiente, una noticia le sobrecogió.
A
quella mañana debería haber sido como cualquier otra de junio. Cí se había levantado al alba, se había aseado en el patio privado de Ming y había honrado a sus difuntos. Tras el desayuno, había corrido a la biblioteca y se había enfrascado con el compendio que tenía que presentar por la tarde al claustro, una recopilación de procedimientos y prácticas forenses que ilustrarían el trabajo que había desarrollado desde que comenzó a trabajar para Ming. Pero a media mañana descubrió con horror que había olvidado incluir unos pasajes de vital importancia extractados del
Zhubing Yuanhou Zonglun
, el
Tratado general sobre las causas y los síntomas de las enfermedades
, que había olvidado en el despacho de Ming.
Cí golpeó la mesa con los puños. Necesitaba el tratado con urgencia, pero precisamente esa misma mañana Ming había sido convocado de forma imprevista a la prefectura provincial y aún tardaría en llegar. Si esperaba a su regreso, no concluiría a tiempo la presentación. Pensó en la osadía que supondría entrar en su despacho privado sin su permiso. Pero necesitaba el tratado...
«Esto no es una buena idea».
Empujó la puerta y entró en el despacho. Todo estaba a oscuras, así que avanzó a tientas hasta la biblioteca privada de Ming.
Mientras buscaba el texto, sintió que se le enfriaba el corazón. Lentamente, sus dedos recorrieron el anaquel donde Ming solía ubicar el ejemplar hasta llegar a un lugar vacío. Un escalofrío le recorrió.
Se maldijo por su mala fortuna. De inmediato, escudriñó a su alrededor.
Finalmente, localizó el tratado en el escritorio, bajo otro volumen encuadernado en seda. Se acercó lentamente, casi deslizándose. Estiró el brazo con temor, pero al rozar su lomo se detuvo. Dudó qué hacer.
«Esto no es una buena idea», se repitió.
Iba a retroceder cuando de repente la puerta se abrió. Cí dio un respingo y el libro cayó al suelo arrastrando el volumen de cuero tras él.
Al girarse, vio a Ming. El maestro entró en el despacho y encendió un farol. Nada más reconocer a Cí, parpadeó, confuso. De inmediato le preguntó qué hacía allí.
—Yo... Ne-cesita-ba consul-tar el
Zhubing Yuanhou Zonglun
—tartamudeó.
—Te advertí que no tocaras mis cosas. —Su voz destilaba cólera.
De inmediato, Cí se agachó para recoger los libros y entregárselos a Ming, pero, al hacerlo, el volumen de cuero se abrió dejando a la vista unos dibujos de unos hombres desnudos que Ming ocultó como pudo.
—Es un tratado de anatomía —se excusó.
Cí asintió sin alcanzar a comprender por qué Ming intentaba engañarle. Conocía bien los dibujos fisiológicos, y éstos jamás representaban dos varones emparejados. Se disculpó otra vez y pidió permiso para retirarse.
—Es curioso que solicites mi autorización para salir y no la pidieras para entrar. Y tu tratado, ¿es que ya no lo necesitas? —preguntó Ming.
—Perdóneme, señor. He sido un insensato.
Ming cerró la puerta e invitó a Cí a que se sentara. Luego él hizo lo propio. Las venas de su rostro iracundo competían con la rabia de su mirada.
—Dime una cosa, Cí, ¿te has preguntado alguna vez por qué alguien haría por ti lo que estoy haciendo yo?
—Muchas veces. —Bajó la cabeza, arrepentido.
—Y, sinceramente, ¿te consideras merecedor de ello?
Cí frunció los labios.
—Supongo que no, señor.
—¿Lo supones? ¿Acaso sabes de dónde vengo? —Elevó la voz—. He estado en la prefectura provincial. Vengo de allí porque me han ordenado que asista a los jueces imperiales en calidad de consejero. Y me lo han ordenado porque, por lo visto, alguien ha cometido una monstruosa aberración; un crimen tan espeluznante que ni la mente más salvaje sería capaz de concebir. Me han pedido que acuda a la Corte, ¿y sabes qué he hecho yo? Pues les hablé de ti. ¡Como lo oyes! —Sonrió con amargura—. Les dije que en la academia existía un estudiante verdaderamente excepcional. ¡Mejor que yo! Alguien dotado de una capacidad de observación inaudita, fuera de lo común. Y les supliqué, sí, les supliqué que te permitieran acompañarme. Les hablé de ti como cualquier padre orgulloso hablaría de su hijo, de aquél al que confiaría el cuidado de su casa y hasta de su propia vida. ¿Y cómo me pagas tú? ¿Traicionando mi confianza? ¿Entrando en mis aposentos y husmeando entre mis libros? ¿Qué más podía hacer por ti, Cí? ¡Dime! Te contraté, te saqué de la inmundicia, te defendí y te protegí. ¿¡Qué más podía hacer!? —Y descargó un puñetazo sobre la mesa.
Cí enmudeció. Le temblaba todo el cuerpo y, aunque deseaba contestar a Ming, era incapaz de articular una sola palabra. Le dolía sólo pensarlo. Le habría dicho que jamás habría entrado en su despacho de no mediar su absoluta desesperación. Le habría contado que si no amase tanto el estudio, si no le importase tanto lo que había hecho por él, si no se sintiese en la obligación de corresponder a cada una de sus expectativas, no habría mancillado su intimidad. Y que su injustificable entrada había sido para no defraudarle ante el consejo y que pudiera sentirse orgulloso de él. Sin embargo, lo único que podía expresar brotaba de sus ojos en forma de un brillo húmedo.
Se levantó antes de que Ming advirtiera su debilidad, pero el maestro le agarró del brazo.
—No tan deprisa. —Volvió a alzar la voz—. Les di mi palabra de que acudirías a la Corte y así será. Pero después de la visita te marcharás. Recogerás tus cosas y desaparecerás para siempre de esta academia. No quiero verte ni un instante más. —Y le soltó el brazo para permitir que se fuera.
* * *
Cualquier mortal en su sano juicio se habría dejado cortar una mano por traspasar la muralla del Palacio Imperial. Sin embargo, en aquel instante, Cí se habría dejado cortar las dos con tal de recibir un gesto amable de Ming.
Cabizbajo, siguió los polvorientos pasos del séquito judicial mientras avanzaba por la avenida Imperial en dirección a la colina del Fénix. Dos asistentes abrían la comitiva agitando frenéticamente los tamboriles para anunciar la presencia del juez de la prefectura, que, acomodado en su palanquín, se bamboleaba entre una multitud de curiosos ávida de cualquier chismorreo sobre torturas o ejecuciones. Ming caminaba detrás, con el semblante abatido. Cada vez que Cí lo miraba, se preguntaba cómo podía haberle defraudado así.
Ya ni siquiera le dirigía la palabra. Lo único que le había dicho era que en el palacio les esperaba el emperador Ningzong.
Ningzong, el Hijo del Cielo, el Ancestro Tranquilo. Escasos eran los elegidos para postrarse ante él y menos aún los autorizados a mirarle. Sólo sus consejeros más próximos osaban acercarse a él, sólo sus esposas e hijos podían rozarle, sólo sus eunucos lograban persuadirle. Su vida transcurría dentro del Gran Palacio, tras los muros que le protegían de la podredumbre y de la desdicha exterior. Encerrado en su jaula de oro, el Augur Supremo consumía su existencia en un interminable protocolo de recepciones, ceremonias y ritos conforme a los procedimientos confucianos sin que nunca mediara posibilidad de variación. De todos era sabida su enorme responsabilidad. Su puesto, más que un placer, era un constante sacrificio, una pesada obligación.
Y ahora él iba a traspasar el umbral que separaba el infierno del cielo, sin saber bien dónde se situaba cada cual.
Cuando franquearon la entrada, un mundo de lujo y riqueza se mostró ante Cí. Fuentes labradas en la roca salpicaban el verdor de un jardín por el que correteaban los corzos y desfilaban pavos reales de un azul tan irisado que parecían engalanados para la ocasión. Los riachuelos discurrían sonoros entre los macizos de peonías y los árboles de troncos nudosos mientras el fulgor del oro disputaba al bermellón y al cinabrio la primacía en columnas, aleros y balaústres. Cí se maravilló con los tejados, que se retorcían vivos en sus cornisas, doblándose extravagantemente hacia el firmamento. El impresionante conjunto de edificios, orientados en perfecta cuadrícula y alineados sobre un eje central de norte a sur, se elevaba desafiante y amenazador, cual gigantesco soldado que confiado de su poderío despreciase cualquier protección. Sin embargo, una perpetua fila de centinelas se apostaba a ambos lados de la vía que enlazaba la puerta de la muralla con la villa.