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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (35 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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Cí empezó a divertirse con Astucia Gris. El joven parecía haberse desprendido de sus aires de superioridad y charlaba y reía como si fueran amigos de toda la vida. Sus comentarios sobre los viejos que babeaban entre las bailarinas mientras éstas les birlaban sus monedas y sus muecas imitándoles de forma irreverente le hacían reír de una forma que ya había olvidado. Pidieron unos pastelillos de sésamo y algo de licor de arroz, y continuaron bebiendo hasta que las palabras comenzaron a atropellárseles. Por un momento, se quedaron en silencio, torpes, descansando.

Entonces, el rostro de Astucia Gris cambió.

El estudiante le habló de su soledad. Desde muy joven, su padre le había enviado a los mejores colegios y escuelas, donde había crecido rodeado de sabiduría, pero alejado del cariño de sus hermanos, de los besos de su madre o de las confidencias de un amigo. Había aprendido a valerse por sí mismo, pero también a no confiar en nadie. Su vida era la de un hermoso caballo de pura raza encerrado en un establo dorado, pero dispuesto a cocear al primero que se le acercara. Y odiaba esa vida triste y solitaria.

Cí le compadeció. Apenas podía mantener los ojos abiertos.

—Tendrás que disculparme —le confesó Astucia Gris—. Me he comportado contigo como un indeseable, pero es que al menos en la academia gozaba del respeto de Ming... O así lo creía, hasta que llegaste tú. Ahora sólo tiene ojos para tus deducciones...

Cí miró al joven sin saber qué decir. El licor le amodorraba el pensamiento.

—Olvídalo —balbució—. No soy tan brillante.

—Sí que lo eres —reiteró, cabizbajo—. Esta mañana, por ejemplo, en la Habitación de los Muertos, descubriste lo que ninguno de nosotros fuimos capaces de ver.

—¿Yo?

—Lo que encontraste en la oreja de ese hombre. ¡Maldición! Sólo soy un inepto engreído...

—No digas eso. Cualquiera podría haberse fijado.

—No. Yo no. —Y hundió su rostro en otro vaso de alcohol.

Cí vio la derrota en sus ojos. Hurgó en un bolsillo y sacó torpemente una pequeña piedra metálica.

—Observa esto —dijo y le mostró la piedra. Acto seguido, la aproximó lentamente a una fuente de hierro hasta que, de repente, como por arte de magia, saltó de su mano y voló hasta adherirse a la fuente. Los ojos de Astucia Gris se redondearon en sus órbitas y casi se le salieron cuando intentó separarla sin lograrlo.

—Pero... —No comprendió—. ¿Un imán?

—Un imán —le confió Cí mientras lo desprendía—. Si hubieras dispuesto de uno, tú también habrías descubierto la varilla insertada en su oído. La varilla de hierro con la que asesinaron a ese alguacil.

—¿Asesinado? ¿Alguacil? ¿Pero qué dices? Realmente eres un diablo, Cí. —Y volvió a beber más animado—. Entonces, la jarra de licor que encontraron aferrada a su mano...

Cí echó un vistazo a su alrededor hasta descubrir a un anciano que dormía en un diván con un bastón entre las manos. Se lo mostró a Astucia Gris.

—Fíjate. No lo aferra. —Los ojos se le cerraron. Los abrió un instante después para continuar—. El bastón sólo descansa dócil en sus manos. Cuando una persona fallece, con su último aliento deja escapar todas sus fuerzas. Sólo si después de muerto alguien coloca ahí la jarra, y la mantiene hasta que la rigidez cadavérica actúe...

—¿Un señuelo?

—En efecto. —Y apuró su vaso casi sin poder articular su pensamiento.

—De verdad eres un diablo.

Cí no supo qué decir. El licor le amodorraba cada vez más el entendimiento. Se le ocurrió brindar.

—Por mi nuevo amigo —dijo Cí.

Astucia Gris vació el vaso.

—Por mi nuevo amigo —repitió Astucia Gris.

Astucia Gris llamó a un camarero para pedir más licor, pero Cí lo rechazó. Apenas si podía distinguir el torbellino de vasos, clientes y bailarinas que daban vueltas a su alrededor. Sin embargo, le pareció distinguir a una figura esbelta que se destacaba entre la vorágine y se acercaba lentamente hacia él. Cí creyó reconocer la belleza fugaz de unos ojos almendrados a un suspiro de los suyos. Después, la humedad de unos labios cargados de deseo le inundó hasta transportarle al paraíso.

Mientras Cí se dejaba acurrucar por los brazos de la
flor
, Astucia Gris se levantó.

Si en lugar de abandonarse a las caricias, en aquel momento Cí hubiese alzado la vista, se habría asombrado al comprobar cómo Astucia Gris se deshacía de su borrachera y caminaba con determinación para entregar las monedas convenidas al mismo hombre que momentos antes les había atacado.

____ 22 ____

C
uando Cí despertó entre la basura del callejón, el sol ya brillaba sobre los tejados húmedos de Lin’an.

El griterío de los transeúntes retumbó en su cabeza aún adormilada como si estallaran mil relámpagos. Se levantó lentamente y, confundido, miró a su alrededor hasta distinguir sobre su cabeza el cartel que anunciaba el Palacio del Placer. Un escalofrío le desperezó. Aún conservaba en su piel el sabor del cuerpo de la
flor
cimbreándose sobre él, pero también le acompañaba un extraño desconcierto. No vio ni a Astucia Gris ni a ninguno de sus acompañantes, de modo que, muy despacio, comenzó a caminar hacia la academia.

Nada más llegar al edificio, el guardián le informó de que Ming había preguntado varias veces por él. Por lo visto, el maestro había decidido que los alumnos que habían asistido a la prefectura presentaran sus informes ante el claustro de profesores en la Digna Sala de las Discusiones.

—Llevan un rato reunidos, pero ni se te ocurra entrar así o te echarán a varetazos.

Cí se contempló. Llevaba la ropa manchada de restos de comida y apestaba a licor. Se maldijo por su suerte sin entender aún por qué Astucia Gris no le había esperado, pero prefirió olvidar los lamentos para correr a una tina de agua con la que adecentarse. En un abrir y cerrar de ojos se lavó y voló hacia su cubículo en busca de ropa limpia. Una vez arreglado, cogió la talega en la que guardaba el informe para volver a correr atropelladamente hacia la Digna Sala de las Discusiones. Antes de entrar, se detuvo a recuperar el aliento. En la sala, todos le miraron. Se sentó en silencio, advirtiendo que justo en aquel momento comenzaba la exposición de Astucia Gris.

Cí le hizo un gesto con la mirada, pero Astucia Gris le rehuyó. A Cí le extrañó. Supuso que obedecería a los nervios, así que se colocó la talega entre las piernas y prestó atención. Mientras tanto, en el centro de la sala, Astucia Gris tamborileaba con sus dedos sobre el pequeño atril en el que había dispuesto sus conclusiones. Cuando se lo indicaron, el alumno solicitó el permiso de los profesores y comenzó a relatar los procedimientos preliminares que había seguido durante el examen. Cí aún debía decidir qué hacer con su propio informe, de modo que abrió su talega para repasarlo. Sin embargo, advirtió con estupor que no estaba donde lo había dejado. Aún estaba buscándolo cuando en la sala comenzaron a resonar sus propias palabras saliendo de la boca de Astucia Gris.

«No puede ser».

Sus manos temblaron mientras vaciaba la talega y aumentaron su estremecimiento cuando encontró su manuscrito en el fondo, arrugado, en lugar de pulcramente doblado, tal y como lo había guardado él. La sangre le hirvió.

Conforme Astucia Gris avanzaba en su relato, Cí comprendió hasta qué punto le había utilizado. Su aparente amistad había sido un maldito ardid, y el alcohol, el vehículo que había empleado para sonsacarle. Cí escuchó sus palabras ralentizadas, reverberando una y otra vez en su cabeza, recordándole lo necio que había sido al confiar en quien ahora le asestaba la peor de las puñaladas. Lo que para Astucia Gris era ganar una baza ante Ming, para él podía suponer su condena de por vida.

Oyó a su rival detallar la imposibilidad del accidente o el suicidio, descartando que el fallecido hubiera podido mantener aferrada la jarra. Se apropió de su descubrimiento sobre la causa de la muerte, al atribuirse el haber encontrado una larga varilla de hierro introducida en su oreja izquierda y se excusó por no habérselo comunicado a Ming durante la audiencia previa alegando la necesidad de preservar
su
hallazgo. Todo lo leía pausadamente de un informe, copia exacta del suyo, que a su conclusión entregó a Ming. No había omitido nada. Ni siquiera el oficio del asesinado.

Hubo de contenerse para no saltar sobre él y golpearle.

Y lo peor era que no podía denunciarle. Si lo hacía, no sólo le resultaría complicado demostrar que su compañero le había robado el informe, y no al revés, como sin duda Astucia Gris se encargaría de proclamar, sino que, además, en el caso de lograrlo, se vería obligado a explicar cómo había averiguado que el fallecido era alguacil. Por fortuna, tal explicación era lo único que había evitado reseñar en el informe original.

Por eso, Astucia Gris no supo qué argumentar cuando Ming le interrogó sobre la cuestión.

—Deduje su profesión por la extraña y reiterada petición de confidencialidad —arguyó dubitativamente.


¿Deduje
? ¿No deberías decir más bien...
copié
? —le preguntó Ming.

Astucia Gris enarcó ambas cejas al tiempo que sus mejillas se encendían.

—No entiendo a qué os referís.

—Entonces, tal vez pueda explicárnoslo el propio Cí. —Y le señaló indicándole que se levantara.

Cí obedeció, si bien antes tuvo cuidado de arrugar su informe y guardarlo en la talega. Cuando llegó a la altura de Astucia Gris, advirtió el temor en su mirada. No le cabía duda de que Ming sospechaba algo. Permaneció en silencio mientras pensaba en cómo resolver aquella situación.

—Estamos esperando —le urgió Ming.

—No sé bien a qué, señor —habló por fin Cí.

La respuesta desconcertó a Ming.

—¿Es que no tienes nada que objetar? —Su voz rabió.

—No, venerable maestro.

—¡Vamos, Cí! No me tomes por necio. ¿Ni siquiera tienes opinión?

Cí dirigió su mirada a Astucia Gris. Pudo apreciar como éste tragaba saliva. Antes de abrir la boca, sopesó bien su respuesta.

—Opino que alguien ha realizado una labor excelente —dijo finalmente señalando a su compañero—. Así pues, sólo resta felicitar a Astucia Gris y que los demás sigamos trabajando. —Y sin esperar a que Ming le diera permiso, bajó del estrado y salió de la Digna Sala de las Discusiones tragándose su propia hiel a bocanadas.

* * *

Se maldijo mil veces por su estupidez, y mil veces más por su cobardía.

De buena gana habría estampado sus puños contra la cara de Astucia Gris, pero eso sólo habría servido para que a él le expulsaran de la academia y para que su oponente se saliera con la suya. Y no iba a permitir que eso sucediera. Se dirigió a la biblioteca, buscó un rincón apartado y sacó de la talega su informe arrugado en busca de algún detalle que dejara a Astucia Gris en evidencia. Algo que pudiera desenmascararle y que no le comprometiera. Llevaba un rato repasándolo cuando alguien se le acercó por la espalda. Cí dio un respingo. Era Ming. El maestro meneó la cabeza y se sentó frente a él. Se mordió los labios. Su rostro reflejaba indignación.

—No me estás dejando alternativa. Si no cambias, tendré que expulsarte de la academia —dijo finalmente—. ¿Pero qué te pasa, muchacho? ¿Por qué dejaste que se saliera con la suya?

—No sé de qué me habláis. —Escamoteó el informe bajo sus mangas. Ming lo advirtió.

—¿Qué ocultas ahí? Déjame ver. —Se levantó y le arrebató el papel. Lo ojeó rápido mientras su gesto cambiaba—. Lo que imaginaba —masculló alzando la vista—. Astucia Gris jamás habría redactado un informe en estos términos. ¿Acaso crees que no conozco su estilo? —Hizo una pausa en espera de una respuesta—. ¡Por todos los dioses! Estás aquí porque confié en ti, así que confía tú ahora en mí y cuéntame lo que ha sucedido. No estás solo en el mundo, Cí...

«Sí que estoy solo. Sí que lo estoy».

Cí intentó recuperar su informe, pero Ming lo apartó de su alcance.

Se mantuvo en silencio mientras la rabia le reconcomía. ¿Qué sabía aquel hombre de lo que le sucedía? ¿Cómo hacerle entender que no sólo había desperdiciado la oportunidad de conseguir su sueño, sino que además se había colocado de nuevo en la diana de la justicia? ¿De qué forma podía explicarle que en cuantos había confiado le habían traicionado, comenzando por su propio padre? ¿Qué podía saber él de confianza?

* * *

Durante los días siguientes, Cí trató de evitar a Ming y a Astucia Gris. Al primero le fue difícil, pero al segundo le resultó imposible porque ambos seguían compartiendo dormitorio. Por fortuna, su compañero había optado por una estrategia similar a la suya y se mantenía apartado de él tanto como podía. De hecho, asistía a clases distintas, disimulaba cuando se cruzaban y, durante las comidas, buscaba sitio en las mesas más alejadas. Cí se imaginó que Astucia Gris debía de temer algún tipo de respuesta, lo que a su juicio le convertía en una fiera acosada capaz de saltarle al cuello cuando menos lo esperara.

Por su parte, Ming no había vuelto a mencionar el asunto del informe, un comportamiento que le desconcertó.

Sin embargo, eso no le aplacó. Por las tardes, tras las clases de retórica, comenzó a trabajar en el documento que, según hizo creer a sus compañeros, demostraría la impostura de Astucia Gris. Incluso se vanaglorió de ello en el comedor, con la esperanza de que llegara a oídos de su rival. Estaba convencido de que Astucia Gris mordería el cebo y, tarde o temprano, sucumbiría a la tentación de robar el nuevo informe, igual que había hecho con el original.

Cuando lo tuvo todo listo, hizo correr la voz asegurando que al día siguiente lo presentaría ante el consejo y desenmascararía a Astucia Gris. Luego se fue a su dormitorio y esperó sentado a su rival.

Astucia Gris se presentó a media tarde. Nada más entrar tosió al ver a Cí, agachó la cabeza y se tumbó en la cama como si estuviera desfallecido. Cí advirtió que simulaba dormir. Pasado un rato, Cí se levantó, dejó el informe en su talega, cerciorándose de que su rival pudiera apreciarlo, y la guardó en su arcón. Luego esperó al gong que anunciaba la hora de silencio y abandonó la habitación.

Para entonces, Ming ya aguardaba en el pasillo, tal y como Cí le había suplicado.

—No sé cómo me has convencido para esta locura —murmuró el maestro.

—Tan sólo escondeos y esperad. —Se inclinó ante él.

Ming se ocultó tras una columna imitando a Cí. La luz del único farol titilaba a lo lejos como si formara parte de la conjura. Pasaron unos instantes que a ambos se le antojaron eternos, pero, al poco, desde su escondrijo, pudieron observar cómo Astucia Gris asomaba la cabeza y miraba a un lado y a otro antes de volver a desaparecer. Momentos después, en medio del silencio, se escuchó el chirrido del arcón.

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