El lector de cadáveres (33 page)

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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El lector de cadáveres
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El estudio no era el único asunto que le preocupaba. Desde el instante en que supo que el examen se celebraría en la Habitación de los Muertos, se dio cuenta de que se expondría a un gran peligro. Habían transcurrido seis meses desde la inesperada aparición de Kao en el cementerio y no había vuelto a saber de él, pero si, tal y como mencionó entonces el adivino, mediaba una recompensa por su detención, probablemente su descripción rondaría aún por la prefectura.

Incluso así, la oportunidad era tan extraordinaria que estaba dispuesto a arriesgarse.

Ya de madrugada, cuando los caracteres impresos comenzaron a bailar frente a sus ojos, preparó el pequeño instrumental que había traído consigo del cementerio y al que había unido grandes pliegos de papel, carboncillos, agujas con sedas ya enhebradas y un frasco de alcanfor que había obtenido en las cocinas. Lo dispuso junto a las talegas que los demás alumnos habían preparado y comprobó que entre los utensilios comunes que llevaría a la Habitación de los Muertos se hallaba cuanto precisaría.

Después comenzó con su transformación.

Con sumo cuidado, se introdujo dos pequeñas bolas de algodón en ambas fosas nasales para dilatarlas al máximo. Con la ayuda de una navaja, se rasuró el escaso bigote que lucía y se recogió el pelo bajo un nuevo gorro que le había prestado un alumno. Al contemplar el resultado en el espejo de bronce pulido, sonrió satisfecho. No era un gran cambio, pero ayudaría.

Cuando quiso darse cuenta, hacía rato que Astucia Gris se había levantado. El estómago se le encogió. Se limpió los ojos en la palangana común y corrió al encuentro de sus compañeros mientras se enfundaba sus guantes. La cabeza le zumbaba como si se la hubieran pateado, de modo que apenas prestó atención a las voces que le urgían a que alcanzara a la comitiva que abandonaba ya la academia. Cogió su talega y se lanzó escaleras abajo.

Al verle llegar, Ming meneó la cabeza.

—¿Dónde te habías metido? Y por todos los dioses, ¿qué te has hecho en la nariz?

Cí respondió que había preparado unas hilas de algodón empapadas en alcanfor para soportar el hedor. Ésa era la causa de su retraso.

—Me decepcionas —le dijo, y le señaló el cabello desmadejado que se le escapaba bajo el gorro.

Cí calló. Tan sólo inclinó la cabeza y se colocó en la fila junto a Astucia Gris, cuyo aspecto era impecable.

Poco después llegaban al cuartel de la prefectura, una soberbia construcción amurallada ubicada entre los canales principales que delimitaban la plaza Imperial y que ocupaba el espacio normalmente asignado a cuatro edificios. Sus larguísimas paredes desnudas, despejadas de cualquier pedigüeño, contrastaban con las construcciones vecinas, devoradas por un hervidero de tenderetes, puestos de frutas y verduras, gandules desocupados y transeúntes veloces desplazándose como hormigas desorganizadas de un lado a otro. Visto así, la prefectura parecía un edificio muerto y desolado, como si una riada hubiera barrido a cuantos se hubieran apostado contra sus murallas. Cualquiera que habitase en Lin’an conocía y temía el lugar. Pero más que ninguno de ellos, lo temía Cí.

No pudo evitar estremecerse.

Se caló el gorro hasta las sienes y se arrebujó en su chaqueta. Al entrar, se pegó a Astucia Gris como si fuera su sombra y sólo cuando alcanzaron la Habitación de los Muertos se atrevió a levantar la cabeza. El alcanfor no le hizo efecto. Respiró el olor de la muerte, pero, al menos, respiró.

La estancia era un asfixiante despacho en el que apenas cabían todos apretados. En un lateral, un pilón con agua parecía aguardar su turno para limpiar toda la inmundicia que quedaba adherida al pequeño canal que a modo de desagüe atravesaba la habitación. En el centro, sobre una mesa alargada, se apreciaba la figura de un cuerpo cubierto con una sábana. Apestaba a cadáver. Un guardia enjuto con cara de galgo apareció por otra puerta para anunciarles la inminente llegada del prefecto y proporcionarles los detalles preliminares. Según dijo, se enfrentaban a un caso oscuro que exigía la máxima discreción y del que, por igual motivo, no se les facilitarían todos los pormenores.

Dos noches antes había aparecido un cuerpo flotando en el canal. El cadáver, un varón de apariencia y complexión vulgar que rondaría los cuarenta años, había sido descubierto por uno de los encargados de las esclusas. Lo habían encontrado vestido y empuñando una jarra de licor. No portaba identificación personal, dinero o efectos de valor, y aunque sus ropajes habían permitido determinar su oficio, éste era otro dato que tampoco les sería revelado. En la víspera, los prácticos de la prefectura ya habían efectuado sus exámenes bajo la supervisión del juez encargado y sus conclusiones permanecían en secreto. Ahora ofrecían a los estudiantes más avanzados la oportunidad de sumar sus opiniones. Una vez explicados los procedimientos básicos que debían emplear en la inspección, el guardia otorgó la palabra a Ming.

Disponían de una hora.

Rápidamente, el maestro aleccionó a las tres parejas que examinarían el cadáver. Para administrar el tiempo, cada componente dispondría de un intervalo limitado que él regularía quemando varillas de incienso. Una varilla por pareja. Prescindirían de los formalismos burocráticos y comenzarían directamente el examen. Les insistió en que anotaran cuantos hallazgos e indicios encontrasen relevantes, pues los necesitarían para elaborar un informe que sería contrastado con los oficiales. Finalmente, estableció un orden de actuación. Primero intervendrían los dos hermanos cantoneses expertos en literatura, a continuación dos estudiantes de leyes y, por último, Astucia Gris y Cí.

Al punto, Astucia Gris hizo notar la desventaja que suponía atender un cadáver tan manipulado. Sin embargo, a Cí no le importó. Al fin y al cabo, las parejas que les precedían, al carecer de conocimientos de anatomía, apenas tocarían el cadáver, pero el retraso le proporcionaría la oportunidad de seguir los avances de sus compañeros. Mientras los hermanos cantoneses se dirigían hacia la mesa central, preparó el papel y el pincel que emplearía para sus notas. Se situó lo mejor que pudo y comenzó a humedecer la piedra de tinta.

Ming encendió la varilla que daba inicio a la prueba. Al instante, los estudiantes cantoneses se inclinaron ante el profesor. Luego se dispusieron uno a cada lado de la mesa y retiraron al unísono la mortaja que ocultaba al cadáver. Iban a comenzar el examen cuando de repente un estrépito sonó a sus espaldas. Los estudiantes se detuvieron y todos los presentes se giraron para descubrir una enorme mancha de tinta negra extendiéndose junto a sus pies. El causante había sido Cí. Sus dedos enguantados conservaban la postura en la que habían sostenido la piedra de tinta que ahora yacía en el suelo partida en mil pedazos. Frente a él, sobre la mesa de inspección, descansaba el cadáver del alguacil Kao.

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odos miraron con desprecio a Cí, a excepción de Astucia Gris, que simplemente escupió.

Cí se disculpó en silencio y, pese a la inquietud que le producía el cadáver de Kao, se colocó lo más cerca posible de la mesa para observar el trabajo de la pareja que les precedía. Costara lo que costara, necesitaba saber qué le había ocurrido a Kao. El miedo le atenazó, pero tragó saliva y se contuvo. Luego observó a sus compañeros inspeccionar el cuerpo desnudo mientras memorizaba cuantos detalles describían sobre sus hallazgos. Así, la primera pareja destacó la ausencia de heridas que hiciesen pensar en una muerte violenta, aventurando que tal vez se tratara de un simple accidente, en tanto que la segunda se fijó en las pequeñas mordeduras que presentaban sus labios y sus párpados, un hecho que atribuyó a las bandadas de peces hambrientos que infestaban los canales. El resto de las reflexiones afectaban a hechos incuestionables como la complexión, el color de la piel o antiguas cicatrices que no aportaban luz sobre las causas del fallecimiento.

Cuando la última varilla de incienso expiró, le tocó el turno a Astucia Gris. El joven se aproximó despacio, como si la nueva varilla sólo midiese su tiempo y no el de Cí. Como un felino que merodeara su presa, rodeó el cadáver para comenzar el examen en el sentido inverso al habitual. Tocó sus pies azulados. Luego ascendió palpando sus pantorrillas, gruesas pero bien formadas, sus rodillas nudosas y sus poderosos muslos hasta detenerse en su tallo de jade, también mordisqueado por los peces. Lo levantó con cuidado y observó sus testículos caídos, que Cí juzgó que manoseaba en exceso. Cí observó el avance de la varilla de incienso. Astucia Gris no había llegado aún al torso y ya había consumido la cuarta parte del tiempo. El estudiante continuó el ascenso hacia la cabeza, que giró de un lado a otro. Al igual que con el resto del cuerpo, no realizó ningún comentario. Finalmente, pidió ayuda para voltear el cadáver, momento que aprovechó Cí para comprobar la rigidez de sus miembros.

Astucia Gris continuó con exasperante lentitud, en contraste con la rapidez con la que el incienso se quemaba. Inspeccionó las orejas, la espalda ancha, los glúteos, que separó y juntó, y de nuevo sus extremidades inferiores.

Cí miró la varilla. Se había extinguido más de la mitad. Sin embargo, ni a Astucia Gris ni al propio Ming, que permanecía distraído charlando con otro estudiante, parecía importarles. Cí optó por no interrumpirle, con la idea de que Ming prolongaría el tiempo que excediera su compañero. Para cuando Astucia Gris dio por concluida su inspección, apenas quedaba un suspiro de incienso. A toda prisa, Cí le reemplazó.

Durante las inspecciones previas había comprobado que, en efecto, el cuerpo no presentaba señales de violencia, así que acudió directamente a la cabeza, prestando especial interés a la nuca. Esperaba encontrar algo en ella, pero no halló nada relevante. Luego continuó con la boca, los ojos y las fosas nasales. Tampoco encontró heridas extrañas ni signos que revelasen la acción de una ponzoña. Por último, se detuvo en los oídos. El derecho lo apreció normal, pero, de repente, en el izquierdo, creyó encontrar algo. Era sólo una intuición, pero necesitaba confirmarlo. Corrió hacia su talega y hurgó entre sus herramientas. El tiempo transcurría y no encontraba lo que buscaba. Miró la varilla de incienso justo en el instante en que se apagaba. Entonces volcó las herramientas, las desperdigó por el suelo y aferró unas pinzas y una pequeña piedra como si le fuera la vida en ello. Apretó los dientes y rezó por estar en lo cierto. Sin embargo, cuando se disponía a culminar el examen, uno de los guardias se interpuso entre él y el cadáver. Su rostro rezumaba gravedad. Cí pensó que le habían descubierto. Bajó la mirada y aguardó unos instantes que se le hicieron eternos.

—La prueba ha concluido —indicó el hombre.

Su corazón palpitó. No podía dar crédito a lo que oía. Tenía que continuar. Apenas había comenzado.

—Pero, señor, Astucia Gris empleó parte de mi tiempo —se atrevió a contestar—. Él...

—Eso no es asunto mío. Nos espera el prefecto —dijo sin apartarse de su posición.

Cí se dirigió a Ming buscando ayuda, pero éste escondió la mirada. Estaba solo.

«Tengo que hacerlo. Tengo que lograrlo».

Cí se inclinó en señal de aceptación. Se retiró despacio y dejó las pinzas en la talega. Sin embargo, antes de retirarse, pidió permiso para cubrir el cadáver con la sábana. El guardia dudó, pero se lo concedió, y Cí obedeció con diligencia.

A cualquier otro, la cara le habría cambiado. Cuando abandonaron la Habitación de la Muerte, los ojos de Cí brillaban satisfechos.

* * *

De regreso a la academia, Ming se disculpó ante Cí.

—Te aseguro que pensaba concederte más tiempo, pero no imaginé que eso contrariaría los planes del prefecto.

Cí no respondió. Sólo pensaba en las consecuencias de su descubrimiento. El prefecto, un hombre rechoncho que apestaba a sudor, les había recordado la imperiosa confidencialidad del caso, emplazándoles a encontrarse dos días más tarde para recabar los informes escritos. Dos días para decidir qué hacer con su destino.

Cí apenas tomó nada durante la comida. A su término debían presentar a Ming los resúmenes preliminares y él aún no sabía qué contarle. Probablemente, en la prefectura conocían el oficio de Kao, pues de otro modo no se explicaba el secretismo que parecía rodear el caso. Lo que ya no resultaba tan evidente era que supieran, como sabía él, que había sido asesinado. Sin embargo, si comunicaba sus conclusiones, alertaría a las autoridades sobre la existencia de un asesino y, en tal caso, quizá el primer sospechoso fuera él. Tragó un bocado que se le atascó en la boca del estómago. La segunda pareja ya había acudido al despacho de Ming. Pronto les tocaría a ellos. Miró a Astucia Gris recostado sobre una esterilla repasando sus notas. El corazón le palpitó.

«Dioses, ¿qué debo hacer?».

Se preguntó qué habría hecho su padre en su lugar y sintió una opresión en el pecho. Siempre que debía adoptar una decisión importante, su espectro le asaltaba para torturarle. Recordó los años en los que su padre había sido honesto y respetado, los años en los que le había ayudado y animado para que se presentara a los exámenes imperiales y añoró no disponer de alguien como el juez Feng en quien apoyarse.

El empellón de Astucia Gris le arrancó de sus pensamientos. Cí lo miró. Permanecía erguido frente a él, con una mirada arrogante urgiéndole a que se levantara. Cí obedeció, se sacudió las migas y le siguió sin dirigirle la palabra.

Era la primera vez que acudía al despacho privado de Ming. Le sorprendió acceder a una estancia tenebrosa, sin ventanas ni mamparas de papel que permitiesen el paso de la luz. En las paredes de madera rojiza apenas se distinguían viejas sedas que lucían grotescos dibujos de figuras humanas mostrando distintos detalles de su anatomía. El maestro aguardaba sentado tras una mesa de ébano negra, consultando un volumen en la penumbra. A sus espaldas, un anaquel iluminado con pequeños farolillos hacía resplandecer lúgubremente una colección de calaveras, clasificadas según su tamaño como si se tratase de una valiosa y extraña mercancía. Astucia Gris se le adelantó. Con el beneplácito de Ming, se arrodilló frente a la mesa y Cí le imitó. Finalmente, Ming concluyó sus anotaciones y elevó la mirada. Su rostro cansado reflejaba el hastío en sus ojos.

—Espero que al menos vosotros gocéis del mínimo entendimiento del que el resto de vuestros compañeros parece carecer. ¡En mi vida había escuchado tanta sandez junta! ¿A qué esperáis? ¡Empezad!

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