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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (36 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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—¡Va a hacerlo! —alertó Ming a Cí.

Cí negó con la cabeza y le hizo una seña para que aguardara. Contó hasta diez.

—¡Ahora! —gritó Cí.

Corrieron hacia el dormitorio e irrumpieron en él, sorprendiendo a Astucia Gris con la mano en la talega. Al verse descubierto, su cara se transformó.

—¡Tú! —maldijo a Cí.

Sin dar tiempo a que reaccionaran, emitió un rugido y se abalanzó sobre Cí haciéndole caer. Ambos rodaron por el suelo, derribando con sus cuerpos las sillas del dormitorio. Ming intentó separarlos, pero los dos jóvenes parecían gatos salvajes que intentaran despedazarse. Astucia Gris aprovechó su envergadura y se sentó a horcajadas sobre Cí, pero éste se revolvió hasta desembarazarse de su oponente. Astucia Gris descargó un puñetazo sobre el vientre de Cí, que éste no acusó. Le golpeó una segunda vez con todas sus fuerzas, pero Cí permaneció impertérrito, lo que provocó el desconcierto de su rival.

—¿Ahora te sorprendes? —Cí soltó un puñetazo que impactó en la cara de Astucia Gris—. ¿No buscabas mi demostración? —le asestó otro golpe que le reventó el labio—. ¡Pues aquí la tienes! —Un tercero hizo que Astucia Gris cayera hacia atrás antes de que Ming pudiera detenerle.

Cí se levantó con la respiración agitada y el pelo desmadejado mientras Astucia Gris gruñía con la cara ensangrentada a los pies de la cama. Cí escupió ante sus amenazas. Había tragado mucha hiel por su culpa y no estaba dispuesto a engullir más.

* * *

Al día siguiente, Cí y Astucia Gris se cruzaron cuando éste abandonaba la academia. Nadie había acudido a despedirle. Ni siquiera los amigos a los que siempre convidaba. Cí observó que le esperaba a la puerta un séquito de personajes cuyos costosos ropajes parecían sacados de una celebración imperial. No le extrañó. Durante el desayuno ya se rumoreaba que la plaza ofertada por la prefectura había sido asignada a Astucia Gris. Apretó los dientes resignado. Quizá hubiera perdido la oportunidad de su vida, pero al menos se había desquitado. Para su sorpresa, Astucia Gris le sonrió.

—Supongo que sabes que me voy...

—Una lástima —ironizó Cí.

Astucia Gris torció el gesto. Se inclinó hasta aproximarse a su oído.

—Disfruta de la academia y procura no olvidarme, porque yo no te olvidaré a ti.

Cí lo miró con desdén mientras su rival abandonaba la academia.

«Disfruta tú de tus nuevos labios», murmuró.

* * *

Aquella misma tarde, el claustro se reunió de urgencia para debatir la expulsión de Cí.

Los profesores convocantes alegaron que, fueran o no acertados, los augurios de Ming sobre la portentosa capacidad de Cí en ningún caso justificaban su comportamiento vehemente. Cí estaba ocupando una plaza que no sólo restaba credibilidad, sino también ingresos a la academia. Y con su último acto violento, había estado a punto de truncar la generosa donación que anualmente hacía efectiva la familia de Astucia Gris.

—De hecho, hemos tenido que avalar la candidatura de Astucia Gris a la judicatura para evitar el desastre.

Ming se opuso. Insistió en que, como había quedado demostrado, Cí había sido el autor del informe que Astucia Gris, mediante el engaño, había sustraído y empleado. Pero sus oponentes le recordaron que durante la presentación del informe, el propio Cí había aceptado la autoría de su compañero y que ni sus posteriores argumentaciones, ni el comportamiento con el que había intentado apoyarlas, eran aceptables. La opinión mayoritaria era que Cí debía abandonar la academia sin mayor dilación.

Ming no se dio por vencido. Estaba persuadido de que, tarde o temprano, la presencia del joven les reportaría más beneficios que todos los
qián
que cualquier padre pudiera pagar. Por esa razón, y para evitar gastos a la academia, propuso al claustro tomar al joven como ayudante personal.

Un murmullo de desaprobación se extendió entre los presentes. Yu, uno de los profesores más beligerantes, calificó a Cí de ser tan farsante como los mercaderes que en lugar de seda vendían piezas de papel o los deleznables charlatanes que prometían remedios inservibles. Incluso tachó de excéntrico a Ming, dudando de que su interés obedeciera simplemente a motivos altruistas y juzgando más bien que respondiese a apetitos más íntimos. Al escucharle, Ming bajó la cabeza y guardó silencio. Desde hacía tiempo, un grupo de envidiosos encabezado por el maestro Yu buscaba su destitución. Iba a replicarle cuando el miembro más anciano se levantó.

—Esa insidiosa insinuación está fuera de lugar. —Su voz resonó autoritaria—. Además de ser el director de esta academia, Ming es un profesor encomiable y su moral no admite discusión. Aquí siempre ha respondido con su trabajo, y los rumores sobre sus gustos, o lo que haga fuera de esta institución, es algo que sólo incumbe a su familia y a él.

Un tenso silencio se adueñó de la sala mientras todos los ojos escrutaban a Ming. El maestro pidió la palabra y el anciano se la concedió.

—No es mi reputación la que está en juego, sino la de Cí —desafió al profesor que acababa de recriminarle—. Desde el primer día, ese joven ha trabajado con denuedo. En los meses que lleva en la academia ha madrugado, limpiado, estudiado y aprendido más que muchos de sus compañeros durante toda su vida. Que haya quienes no quieran verlo o, lo que es aún peor, quienes en beneficio propio pretendan utilizar espurios argumentos contra mi persona están errando el camino. Cí es un estudiante rudo e impulsivo, pero también un joven que rebosa un talento difícil de encontrar. Y aunque su comportamiento en algún momento merezca nuestra reprobación, también merece nuestra generosidad.

—Nuestra generosidad ya le fue concedida cuando ingresó —apuntó el anciano.

Ming se volvió hacia los componentes del claustro.

—Si no confiáis en él, al menos, confiad en mí.

* * *

A excepción de los cuatro detractores que ambicionaban el puesto de Ming, el resto del claustro acordó que el joven permaneciera en la academia bajo la estricta responsabilidad del director. No obstante, también pactaron que cualquier infracción que supusiese el más mínimo descrédito para la institución provocaría su expulsión inmediata. La del joven y la del propio Ming.

Cuando Ming informó a Cí, éste no le creyó.

Ming le explicó a grandes rasgos que había dejado de ser un simple alumno para convertirse en su ayudante. Le anunció que a partir de ese mismo día abandonaría la celda que había compartido con Astucia Gris y se trasladaría a sus dependencias privadas, en el piso superior, donde podría consultar su biblioteca siempre que lo precisara. Durante las mañanas continuaría acudiendo a las clases con el resto de los alumnos, pero por las tardes se dedicaría a asistirle en sus investigaciones. Cí acogió la propuesta con sorpresa y, aunque no comprendió por qué Ming apostaba tanto por él, prefirió no preguntar.

Desde ese momento, la academia se convirtió para Cí en una especie de paraíso. Cada mañana era el primero en acudir a las disertaciones sobre los clásicos y el último en abandonarlas. Asistía ansioso a las clases de leyes y efectuaba las rondas por los hospitales de Lin’an con la energía de un adolescente que intentara impresionar a su enamorada. Pero aunque el contacto con los cadáveres resultaba enriquecedor, era por las tardes cuando más disfrutaba. Tras la comida, se encerraba en el despacho de Ming y consumía las horas entre el arsenal de tratados médicos que el propio Ming había logrado recuperar de la universidad antes de su clausura. Conforme los leía y releía, Cí advirtió que, pese a la sabiduría que atesoraban, en ocasiones trataban las materias de forma confusa, repetida o desordenada, por lo que propuso a Ming sistematizar aquel caos. Según el joven, la solución pasaba por redactar nuevos tratados clasificados según las dolencias, de forma que pudieran consultarse sin tener que acudir una y otra vez a distintas fuentes en las que, al fin y al cabo, repetían y solapaban idénticos conceptos.

A Ming le entusiasmó tanto la propuesta que la tomó como propia y le otorgó la máxima prioridad. Incluso convenció al claustro de profesores de la necesidad de acometer aquella tarea, obteniendo de ellos una asignación monetaria adicional que dedicó en parte a la adquisición de material y en parte a remunerar a Cí.

Cí trabajó duro. Al principio, se limitó a recopilar y organizar información de libros médicos como el
Wu-tsang-shen-lu
, el
Discurso divino de los sistemas funcionales del cuerpo
, el
Ching-hen fang
, las
Prescripciones a través de la experiencia
, o el
Nei-shu lu
, el
Ensayo sobre las respuestas inducidas
. También estudió tratados sobre criminología, como el
I-yü chi
, la antigua
Colección de casos dudosos
, o el
Che-yü kuei-chien,
el
Espejo mágico para resolver casos.
Con el paso de los meses, además de continuar con el proceso de análisis, Cí comenzó a reflejar sus propios pensamientos. Lo hacía por las noches, cuando Ming se acostaba. Después de sus oraciones, encendía su farol y bajo la llama amarillenta reseñaba los métodos que según él debían emplearse ante el examen de un cadáver. A su juicio, no sólo resultaba fundamental un conocimiento exhaustivo de las circunstancias de un deceso, sino que debía exigirse la perfección en los actos más simples o triviales. Para evitar descuidos, se hacía preciso seguir un orden exacto, comenzando por la coronilla, las suturas craneales y la línea del nacimiento del pelo, y continuar por la frente, las cejas y los ojos, cuyos párpados deberían abrirse sin miedo a que escapase el espíritu del muerto. Acto seguido, se proseguiría por la garganta, el pecho del hombre y los senos de la mujer, el corazón, la campanilla y el ombligo, la región púbica, el tallo de jade, el escroto y los testículos, palpándolos con detenimiento para comprobar si estaban completos. En las mujeres, y con la ayuda de una comadrona siempre que fuera posible, debería comprobarse la puerta del nacimiento de los niños, o la puerta oculta si se tratara de jóvenes vírgenes. Por último, se examinarían piernas y brazos sin olvidar las uñas y los dedos. La parte trasera exigiría el mismo cuidado, por lo que se comenzaría por la nuca, el hueso que pasea sobre la almohada, el cuello, el lomo y las nalgas. Igualmente se inspeccionaría el ano, así como la parte posterior de las piernas, siempre cuidando de presionar a la vez ambos miembros con el fin de advertir cualquier desigualdad producida por golpes o inflamaciones. A partir de este reconocimiento previo, se determinarían la edad del fallecido y la fecha aproximada de su muerte.

Cuando Ming leyó las primeras hojas no supo bien qué decir. Muchas de sus reflexiones, en especial las referidas a la forma de abordar los exámenes forenses, superaban en claridad y precisión a las que salpicaban desordenadamente algunos tratados, pero además existían otras que incorporaban procedimientos y experiencias por él desconocidas, por no hablar de sus novedosas propuestas en cuanto a instrumental quirúrgico o la extraña heladera que Cí había adquirido y modificado para conservar órganos durante largo tiempo y a la que había denominado «cámara de conservación».

Cí apenas se relacionaba con los demás estudiantes. Sus fantasmas le habían empujado a trabajar como un esclavo, pero tampoco necesitaba nada más. No existía ninguna otra cosa en su cabeza. Hacía su trabajo tan bien como sabía y maldecía el momento en el que fallaba una pregunta o le pasaba inadvertida una herida cuando examinaba un cadáver. Así, cuando resolvía un caso, lo saboreaba solo. No tenía amigos, ni siquiera compañeros. Tampoco le importaba. Se bebía el tiempo trabajando, aislado del mundo. Sólo tenía ojos para los libros y corazón para sus sueños.

Pero Ming insistía una y otra vez en los aspectos legales.

—En ocasiones, tu función no consistirá en determinar las causas de un fallecimiento —le explicaba—. ¿Qué ocurriría si un hombre es apaleado por varias personas? O peor aún: ¿qué sucedería si muriese al cabo de unos días? ¿Cómo determinarías si su fallecimiento obedeció a las heridas infligidas o bien fue causado por alguna enfermedad previa?

Ming le habló entonces de los plazos de la muerte.

Cí conocía la clasificación de las heridas según el instrumento con el que se hubieran causado, pero le sorprendió que dicha categorización se emplease para determinar los plazos de la muerte. Ming le especificó que a las heridas producidas por golpes con manos y pies les correspondía un periodo de diez días, mientras que para las causadas con cualquier otra arma, incluidos los mordiscos, el tiempo límite se establecía en veinte días. Añadió que por escaldamiento o quemaduras pasaba a treinta días, que era el mismo plazo que correspondería al vaciado de ojos, labios cortados o huesos rotos.

—Y esto es determinante, pues si la muerte acaece dentro del plazo límite se considerará que obedece a las heridas, pero si lo traspasa, entonces se razonará que no es consecuencia directa de las secuelas y no podrá acusarse al reo de asesinato.

A Cí le resultó sorprendente que algo tan subjetivo se regulase con tal precisión.

—Pero ¿y si median heridas posteriores? ¿O si muere con posterioridad al plazo, pero a causa de las heridas iniciales?

—Te pondré un ejemplo. Imaginemos un herido por arma. Apenas un rasguño, pero que a la semana deriva en una corrupción que le conduce a la muerte. Supongamos que ésta se produce antes de los veinte días: entonces el criminal será acusado de asesinato, por leve que hubiese sido la herida causante. Ahora bien, si durante la evolución de la herida ese mismo hombre fuese mordido por una víbora y muriese a causa del veneno, entonces el criminal sería juzgado sólo por lesiones.

Cí meneó la cabeza, y la meneó más aún tras conocer supuestos complicados como el que afectaba a las mujeres embarazadas. Si tras ser heridas, abortaban antes de alcanzar el plazo límite, entonces éste se incrementaría en treinta días, teniendo en cuenta que la suma de los dos plazos nunca podría superar los cincuenta
.
Cuando le dijo que él era partidario de individualizar cada caso, fue Ming quien se extrañó.

—Las leyes están para cumplirlas. Esa rebeldía tuya ya te ha ocasionado bastantes problemas —le recriminó.

Cí no estaba seguro de ello. Era cierto que las leyes pretendían hacer el bien, pero, respetando las reglas, la Corte había otorgado el título de Oficial Imperial a un farsante como Astucia Gris. Al recordarlo, sintió un pinchazo en el estómago. Bajó la cabeza para dar por concluida la discusión y continuó con su trabajo mientras rumiaba qué sería de Astucia Gris.

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