—¿Estás mejor? —le preguntó.
No lo estaba, pero aceptó el té que Feng le ofreció con su habitual amabilidad. No sabía cómo empezar. Simplemente, comenzó. Le confesó que el motivo por el que Kan le había contratado había sido para espiar a Iris Azul.
—¿A mi mujer? —La taza de té tembló entre sus dedos.
Cí le aseguró que, cuando aceptó, desconocía que él fuera su marido. Luego, al averiguarlo, se negó a continuar, pero Kan le chantajeó colocando en el otro plato de la balanza la vida del profesor Ming.
Los labios de Feng temblaron. Su rostro era puro estupor, pero al escuchar que la orden de Kan obedecía a la sospecha de que Iris Azul era la responsable de unos asesinatos, su gesto se transformó en indignación.
—¡Ese maldito malnacido...! ¡Si no se hubiera suicidado, yo mismo le habría despedazado con mis manos! —bramó mientras se levantaba.
Cí se mordió los labios. Luego miró a Feng a los ojos.
—Ojalá fuera cierto. Pero Kan no se suicidó.
De nuevo la perplejidad se apoderó de Feng. Él había dado crédito al rumor palaciego que hablaba sobre la existencia de una nota póstuma en la que el consejero reconocía su culpabilidad. Cí se lo confirmó. La nota existía, él la había leído y, según Bo, la caligrafía pertenecía sin ningún género de duda a Kan.
—¿Entonces? ¿Qué quieres decir?
Cí le pidió que se sentara. Había llegado la hora de desvelar toda la verdad y de acudir con ella al emperador. Le narró los pormenores del examen que había practicado a Kan, empezando por el tipo de soga que emplearon para ahorcarle.
—Una cuerda de cáñamo trenzado. Delgada pero resistente. De las empleadas para colgar a los cerdos...
—La que más le cuadraba —murmuró con un gesto de indignación.
—Sí. Pero independientemente de eso, yo hablé con Kan la tarde anterior, y os puedo asegurar que su actitud no era la de una persona que estuviese preparando su suicidio. Tenía planes inmediatos.
—La gente cambia de opinión. Tal vez por la noche le pudo la ansiedad de la culpabilidad. Se derrumbó y actuó de forma precipitada.
—¿Y salió de madrugada a buscar una cuerda de ese tipo? Si en verdad hubiese actuado acuciado por la angustia, habría empleado lo primero que hubiera encontrado. En la habitación disponía de las lazadas que recogen las cortinas, cinturones de batines, largos pañuelos de seda, sábanas que podía anudar, cordones... Pero, por lo visto, en ese momento de desesperación sólo se le ocurrió salir a buscar una cuerda.
—O a pedir que se la trajeran. No comprendo la causa de tu suspicacia. Además, está esa nota que tú mismo leíste. La que anunciaba su suicidio.
—No exactamente. En la nota reconocía su culpabilidad, pero en ningún momento mencionaba su propósito de quitarse la vida.
—No sé. No parece concluyente... No puedes presentarte ante el emperador sólo con una suposición.
—Podría tratarse de una suposición de no concurrir otros hechos que le otorgan la categoría de certeza —afirmó—. En primer lugar, están sus ropas, perfectamente dobladas y colocadas sobre la mesilla.
—Eso no demuestra nada. Sabes tan bien como yo que desnudarse antes de un ahorcamiento es un acto común en muchos suicidas... Y el hecho de que doblara su ropa concuerda con la exasperante pulcritud y el esmero que rodeaban todas sus acciones.
—En efecto, Kan era un hombre rutinario y pulcro. Y por esa misma razón resulta extraño que la forma en la que su ropa estaba plegada sobre la mesilla fuera totalmente distinta a la que observé en el resto de su vestuario.
—Ahora comprendo. Y sugieres, por tanto, que no fue él quien la dobló.
Cí asintió.
—Una observación aguda, aunque también un error de principiante —denegó Feng—. En cualquier familia humilde tu suposición habría resultado acertada, pero te aseguro que en palacio los consejero
s
no se doblan sus ropajes. Esa tarea queda a cargo del servicio, de modo que el detalle que comentas lo único que demuestra es que Kan dobló la ropa de forma diferente a la empleada por sus sirvientes.
Cí enarcó una ceja. Por un momento se sintió estúpido, pero al menos se alegró de que quien le corrigiera fuese su antiguo maestro. No obstante, no se amilanó. El tema de la ropa era sólo un detalle menor y aún confiaba en dos razones poderosas.
—Disculpad mi suficiencia. No pretendía... —Se dejó de excusas y continuó—: Entonces, decidme, ¿por qué un arcón?
—¿Un arcón? No entiendo...
—Utilizó un arcón como plataforma. Aparentemente, lo colocó bajo la traviesa central y lo empleó para subirse y arrojarse desde él.
—¿Y qué tiene eso de extraño?
—No demasiado —hizo una pausa—, de no ser porque el arcón resultó estar lleno de libros. Intenté moverlo y me fue imposible. Habría necesitado la ayuda de otra persona para trasladarlo.
Feng frunció el ceño.
—¿Seguro que pesaba tanto?
—Más que Kan. ¿Por qué arrastrar algo tan pesado si disponía de numerosas sillas?
—Lo ignoro. Kan era un hombre muy grueso. Quizá temió la endeblez del asiento.
—¿Temor un hombre que va a ahorcarse?
Feng enarcó una ceja.
—En cualquier caso, eso no es todo —continuó Cí—. Volviendo a la cuerda que utilizó para colgarse, ésta era nueva. El cáñamo se veía impoluto. Como recién trenzado. Sin embargo, había un tramo rozado en la parte que excedía el nudo de la viga.
—¿Te refieres al extremo libre?
—Desde el nudo de la viga, hacia el extremo libre, sí. Un tramo rozado de unos dos codos de longitud. Curiosamente, la misma distancia que entre los talones del muerto y el suelo.
—No veo a dónde quieres llegar.
—Si se hubiera colgado él mismo, en primer lugar habría anudado la cuerda a la viga, después habría introducido la cabeza por el nudo vivo y finalmente habría saltado desde lo alto del arcón.
—Sí. Así debería haber ocurrido...
—Pero, en tal caso, la cuerda habría aparecido sin roce alguno, cosa que sabemos que no sucedió. —Se levantó para escenificarlo—. En mi opinión, Kan yacía inconsciente antes de ser ahorcado. Con toda probabilidad, fue narcotizado. Entre dos o más personas lo colocaron sobre el arcón. Luego introdujeron su cabeza por el lazo, pasaron el extremo de la cuerda por la traviesa y tiraron de ésta hasta elevarlo. El peso de Kan provocó que durante el alzamiento la viga raspara las fibras del cáñamo, un roce cuya longitud coincide con la que distaba de sus pies al suelo.
—Interesante —concedió Feng—. ¿Y por qué supones que Kan se hallaba inconsciente antes de su asesinato?
—Por un detalle prácticamente concluyente. No había fractura en la tráquea. Algo impensable en un nudo situado por debajo de la nuez que soportó un peso enorme al ser arrojado desde una considerable altura.
—Kan podría haberse dejado deslizar en vez de haber saltado.
—Tal vez. Pero si convenimos en que nos encontramos ante un crimen, es obvio suponer que, de haber estado consciente, Kan se habría resistido a sus asesinos. No obstante, su cuerpo carecía de rasguños, hematomas o cualquier otra señal de lucha. Podríamos pensar en un envenenamiento previo, pero su corazón aún latía cuando lo colgaron. La reacción vital de la piel de su garganta, la protrusión de la lengua contra los dientes o el tono negruzco de sus labios así lo atestiguan, de modo que sólo queda la opción de que fuese narcotizado.
—No necesariamente. También pudieron coaccionarlo...
—Yo lo dudo. Por terrible que resultase la amenaza, una vez que la soga atenazara su cuello y su cuerpo quedara suspendido, instintivamente se habría debatido para librarse de su atadura.
—Tal vez estuviera atado de manos...
—No encontré señales en sus muñecas. Pero sí una huella que definitivamente confirma todas mis suposiciones. —Buscó en la biblioteca un libro polvoriento y lo sujetó con el lomo hacia arriba, en posición horizontal. Luego se desató un cordón de las mangas y lo colocó por encima del lomo, dejando que ambos extremos del cordón colgaran bajo las tapas—. Fijaos. —Agarró los dos extremos a la vez y estiró bruscamente de ellos. Después los retiró y le mostró la marca a Feng—. El surco que el cordón ha dejado sobre el polvo del lomo es nítido y definido. Ahora, observad esto. —Repitió la operación en otra zona del lomo, pero en esta ocasión ejerciendo movimientos que simulaban un peso al debatirse en los extremos—. ¿Veis la diferencia? —Señaló unos bordes imprecisos, amplios y difuminados—. Y sin embargo, cuando me encaramé para comprobar la traviesa en la que se anudaba la cuerda, encontré una huella idéntica a la primera. Limpia, sin muestra alguna de agitación.
—¡Todo esto es sorprendente! ¿Y por qué no se lo has revelado al emperador? —se admiró Feng.
—No estaba seguro —mintió Cí—. Antes quería consultároslo.
—Pues, según veo, no existen dudas. Quizá lo único discordante sea la nota de inculpación...
—Al contrario, señor. Encaja perfectamente. ¡Fijaos bien! Kan franquea el paso a dos hombres a los que conoce y en quienes confía. De repente, éstos le amenazan para que se reconozca responsable de los asesinatos. Kan, temeroso por su vida, les obedece y escribe una nota inculpándose. Sin embargo, en la nota no anuncia su suicidio, porque los asesinos no desean que Kan se alarme más y pueda reaccionar con violencia. Una vez firmada la confesión, le ofrecen un vaso de agua para calmar sus nervios, un agua previamente narcotizada, para asegurarse la ausencia de ruidos y resistencia. Cuando cae inconsciente, lo desnudan, arrastran el pesado arcón hasta el centro de la habitación y atan a la traviesa un cordón de cáñamo nuevo que han procurado que sea fino para ocultarlo con facilidad. Luego trasladan el cuerpo dormido de Kan hasta el arcón, lo sientan sobre éste, e introducen su cabeza en el nudo. Lo izan entre los dos y lo ahorcan, aún vivo, para que su cuerpo reaccione como en un suicidio veraz. Después doblan con cuidado su ropa y abandonan la estancia.
Feng miró a Cí boquiabierto, comprendiendo al punto que su antaño alumno se había transformado en un investigador excepcional.
—¡Debemos hablar de inmediato con el emperador!
Cí no compartió su entusiasmo. Le hizo notar que sus descubrimientos podrían propiciar de nuevo las sospechas hacia Iris Azul.
—Recordad el asunto de la hoz ensangrentada y las moscas —le tembló la voz—. Ayudé a descubrir un culpable, pero perdí a un hermano.
—¡Por todos los dioses, Cí! ¡Olvida ese asunto! Tu hermano se condenó a sí mismo en el momento en que asesinó a aquel lugareño. Hiciste lo que debías. Además, fui yo quien descubrió la sangre en la hoz, no tú, así que deja de culparte por ello. En cuanto a mi mujer, no te preocupes. Conozco al emperador y sabré convencerlo. —Se levantó para marcharse—. Por cierto, olvidé comentártelo. Esta mañana vi en palacio a ese nuevo juez que te preocupaba, el tal Astucia Gris.
Cí dio un respingo. Con el revuelo de los últimos acontecimientos, lo había olvidado por completo.
—Pierde cuidado —le tranquilizó Feng—. Ahora ya es tarde, pero mañana a primera hora hablaremos con el emperador. Le informaremos de tus descubrimientos y aclararemos tu situación. No sé lo que habrá averiguado ese Astucia Gris, pero te aseguro que si pensaba ascender a tu costa, no tiene la menor posibilidad.
Cí se lo agradeció. Sin embargo, la idea de acompañarle no le convenció.
—No os ofendáis, pero conversaréis sobre Iris Azul. Son asuntos privados que no tengo por qué presenciar —se excusó Cí.
Feng convino en que llevaba razón. Sin embargo, no consintió que Cí rechazara su oferta de alojamiento.
—De ningún modo permitiré que vuelvas a la academia —se indignó—. Te hospedarás con nosotros en el Pabellón de los Nenúfares hasta que tu nombre quede limpio por completo.
A Cí le resultó imposible decir que no. Cenaron frugalmente, conversando sobre temas intrascendentes que no tranquilizaron a Cí. Pese a sus esfuerzos, no lograba evitar que la presencia de Iris Azul le continuara turbando casi tanto como le torturaba ver a un Feng sonriente, ajeno a cuanto sucedía. Mientras masticaba desganado, se preguntó quiénes serían los asesinos de Kan. Pensó en la
nüshi
y se preguntó si Feng la defendería tan ciegamente de conocer su naturaleza infiel.
Antes de acostarse ojeó el
Ingmingji,
el manuscrito sobre procesos judiciales que había sacado de la biblioteca de Ming. En él se recopilaban algunos de los casos más complicados registrados en los últimos cien años. A su cabeza le interesaban, pero sus ojos no daban para más. Dejó el volumen y se acostó. No logró conciliar el sueño. Pensaba en Iris Azul.
Se encontró con ella por la mañana, cuando entró en su dormitorio sin llamar. La mujer dejó un pantalón y una chaqueta a los pies de la cama y esperó en silencio mientras él se desperezaba. Cí se preguntó el motivo por el que habría dejado allí las prendas, pero ella se le adelantó.
—Necesitarás una muda limpia, ¿no?
Cí no contestó. Se sentía tan atraído por ella que ni siquiera se atrevía a rozarla con sus palabras. Sin embargo, al advertir que no se retiraba, se vio obligado a responder.
—¿Qué es lo que pretendes? —dijo al fin, indignado.
—Tu ropa sucia —respondió secamente—. La lavandera espera fuera.
Cí se la entregó y ella le dijo que le esperaba en el comedor.
Cuando Cí llegó, el servicio ya había nutrido la mesa con tortitas de arroz humeantes, ensalada de col agria y bollos al vapor rellenos de verdura. Cí se sorprendió de no encontrar a Feng, pero Iris le informó de que el juez había madrugado para acudir a palacio. Cí asintió. Sólo probó el té. La luz le molestaba en sus ojos hinchados. Miró a Iris Azul de reojo. Necesitaba marcharse de allí.
Pensó en visitar a Ming. Se despidió y se encaminó hacia la enfermería. Estaba a medio camino cuando, inesperadamente, varios soldados le salieron al paso. Cí pidió explicaciones, pero el primero en llegar le golpeó con una vara de bambú en la cara haciéndole sangrar. Acto seguido, y sin mediar palabra, los restantes se abalanzaron sobre él y le apalearon hasta rendirle. Cuando se cansaron, le ataron de pies y manos y lo levantaron en volandas. Un último bastonazo le hizo perder el sentido, de modo que no pudo escuchar al jefe de la guardia anunciar que quedaba detenido por conspirar contra el emperador.
S
e despertó en una celda en penumbra rodeado de decenas de reclusos comidos por la inmundicia. No comprendía bien qué sucedía, pero uno de ellos le hurgaba entre las ropas como si acabara de encontrar un nuevo tesoro. Cí se lo quitó de encima como si se tratara de una cucaracha e intentó incorporarse. Algo húmedo le emborronaba la visión. Al palparse la cabeza, su mano se tiñó de rojo. De repente, el harapiento que intentaba robarle volvió a echarse sobre él, pero un guardia salido de la nada lo sujetó por la espalda y lo apartó a un lado. Acto seguido, izó a Cí por la pechera y le propinó un puñetazo que lo mandó de nuevo al suelo.